Una escalera y unas ventanas es todo lo que necesitó el arquitecto alemán Christopher Mäckler (Fráncfort, 1951) para conjurar la idea de lo sublime, eso “que no se puede expresar con palabras”, pero, pese a ello, expresaron Alfred de Musset, Chateaubriand, Victor Hugo, George Sand, Gérard de Nerval, Goethe, Schiller, Friedrich Hölderlin, Novalis, John Keats, Espronceda, Larra y Gustavo Adolfo Bécquer, Mary Shelley, Antero de Quental y Aleksandr Pushkin, por mencionar solo a escritores: como viene a recordar el Museo Alemán del Romanticismo (Deutsches Romantik Museum), inaugurado en Fráncfort en septiembre, 200 años atrás toda Europa era romántica.
Mäckler tenía ante sí la difícil tarea de crear un espacio de exhibición que no desluciese la casa natal de Johann Wolfgang von Goethe (la Goethe-Haus), que se encuentra junto al museo, que no pusiese en peligro la colección, buena parte de ella extremadamente sensible a la luz, y que además fuese lo suficientemente amplio como para dar cuenta de la pujanza y diversidad del movimiento romántico, surgido simultáneamente en el Reino Unido y Alemania a finales del siglo XVIII como reacción a las ideas de la ilustración y el clasicismo.
Nacionalista, con una relación singular y nueva con la naturaleza, liberal en materia de derechos individuales, el romanticismo puso el énfasis en el sentimiento en oposición a la supuesta universalidad de la razón y la ley moral y rechazó los modelos artísticos previos en pos de la originalidad y la libre expresión del artista en tanto “genio” creador y “demiurgo”; antes de ser superado por el positivismo y el impulso empirista, el romanticismo fue entre 1800 y 1850 algo más que una estética: fue un intento de revolucionar las artes, pero también la sociedad, la mirada sobre el paisaje, la experiencia del mundo. 12 millones de euros y cinco años después de que comenzasen las obras, el Museo Alemán del Romanticismo reúne en 1.600 metros cuadrados distribuidos en tres plantas manuscritos de Franz Brentano y Joseph von Eichendorff, pinturas de Caspar David Friedrich y Johann Heinrich Füssli, imágenes de las primeras ediciones de las fábulas de los hermanos Grimm, una gramola que reproduce las lieder de Des Knaben Wunderhorn (El cuerno mágico de la juventud), borradores de Robert Schumann, cartas, partituras, retratos, mapas interactivos de los periplos vitales de los románticos.
En palabras de su directora, Anne Bohnenkamp-Renken, el museo pretende hacer posible nuevas miradas sobre el romanticismo; miradas que, sostiene, no pueden pasar por alto los aspectos más oscuros del periodo, como el chauvinismo y el antisemitismo de algunas de sus principales figuras. Para el experto en literatura alemana Stefan Matuschek, la forma de pensar en el romanticismo fue “durante muchos años muy estrecha en Alemania”, pese a que el país es una de las cunas del movimiento y cuenta con numerosos testimonios materiales de él: un nuevo libro firmado por Bohnenkamp-Renken, Wolfgang Bunzel und Cornelia Ilbrig, que la editorial Reclam publica estas semanas coincidiendo con la inauguración de la pinacoteca en Fráncfort, lista 50 Schatzhäuser der Romantik (tesoros del romanticismo) tan solo en los países de habla alemana, entre ellos la Romantikerhaus de Jena, la Kügelgenhaus de Dresden, los museos dedicados a Ludwig van Beethoven en Bonn y Viena, la Brentano-Haus de Oestrich-Winkel, la Heine-Haus de Hamburgo y la torre de Hölderlin en Tubinga, donde el autor de Hiperión pasó los últimos 36 años de su vida tras haber sido declarado “incurable” a raíz de sus problemas mentales.
Popularidad
La existencia de este medio centenar de pequeños y grandes museos pone de manifiesto la popularidad de la que aún disfrutan este movimiento y sus principales figuras entre el gran público, pero también prueba que el de Fráncfort no es “el primer museo del mundo dedicado al romanticismo”, como afirman sus autoridades. De hecho, la historia del romanticismo es ambigua y de verdades a medias, y las nuevas miradas que el museo aspira a propiciar deberían comenzar por reconocer esto, así como las manipulaciones y falseamientos que son inherentes a la forma en que pensamos en el movimiento romántico; por ejemplo el de la Goethe-Haus, que en realidad es una réplica de 1951 de la casa original, destruida durante los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial.
La estetización de la experiencia y la creación de ilusiones exaltadas que se aproximasen, no a la verdad, sino a lo que de ella “no se puede expresar con palabras” fue un elemento central de la estética romántica, y Christopher Mäckler parece haber pensado en ello con detenimiento, ya que su edificio manipula deliberadamente el espacio y la perspectiva consiguiendo los efectos dramáticos que tendió a perseguir el romanticismo: para no empequeñecer la Goethe-Haus, el arquitecto dividió el frente del museo en tres falsas construcciones individuales de dimensiones más reducidas, y creó una escalera bañada en una intensa luz azul que evoca el símbolo romántico por excelencia, la “flor azul”. La escalera parece perderse en las alturas, pero solo consta de 66 escalones que se estrechan progresivamente.
No es fácil exagerar el acierto de Mäckler en la incorporación de elementos de la estética romántica en su concepción del museo, pero también de la historia de Fráncfort, por ejemplo las paredes quemadas de la casa de Goethe y los escombros que, en el vestíbulo, recuerdan los años de la posguerra, cuando la tarea de despejar las calles de las ciudades alemanas en ruinas y utilizar los materiales de derribo para la construcción de nuevas viviendas recayó principalmente en las mujeres sobrevivientes, las Trümmerfrauen.
La inclusión de esos restos apunta directamente a uno de los aspectos más problemáticos del romanticismo, su nacionalismo étnico de “Blut und Boden” (tierra y sangre) y su instrumentalización por parte del nacionalsocialismo, que, según afirmó el germanista Walter A. Berendsohn, llegó incluso a hacer pasar algunas de las obras más populares de Heinrich Heine, que era judío según las leyes raciales del Tercer Reich, como de autor desconocido para no renunciar a su uso.
La búsqueda por parte de los románticos de una verdad personal, inefable y situada más allá de la evidencia científica, y su sentimentalidad exacerbada resuenan muy especialmente en el clima cultural de este momento. Los nuevos canales de expresión y unas políticas de la identidad basadas en el argumento de que la validez de lo expresado estaría supeditada a la identificación con un género, una raza o un colectivo, así como el individualismo de lo que ya algunos llaman el “giro narcisista” de nuestra sociedad y el cuestionamiento de las políticas públicas en nombre de lo que estas supondrían para las libertades individuales de las que cada persona se considera única merecedora son derivas indeseables de las transformaciones en la concepción del individuo y la sociedad que provocó el romanticismo. Por esa razón deberían ser consideradas parte del legado problemático de ese movimiento junto con su patriotismo recalcitrante, especialmente en boga en nuestros días. Pero esto no es parte, al menos por ahora, de las “nuevas miradas” contempladas por las autoridades del nuevo Museo Alemán del Romanticismo, quizás a la espera, para ello, de tiempos, si no mejores, al menos no tan malos.
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