En una de las secuencias más famosas de la filmografía de Woody Allen, este y Diane Keaton salen a paso ligero del Met de Nueva York en el primer acto de Der fliegende Holländer (El holandés errante). Keaton dice: “El trato era que yo aguantaría el partido de hockey y tú verías toda la ópera”. A lo que este responde: “No puedo escuchar tanto Wagner, ¿sabes? Empiezan a entrarme ganas de invadir Polonia”. El chiste es tan famoso que seguramente usted ya lo conocía. Pero sigue siendo un buen resumen de una ecuación arraigada en la cultura popular: Wagner es igual a nazismo (imposible comprobar si el cineasta judío escribió ese diálogo con esta otra frase de Hitler, de estructura parecida, en la cabeza: “Cuando oigo a Wagner, tengo la sensación de estar escuchando los ritmos primigenios”).
El nuevo libro del crítico musical de The New Yorker Alex Ross (Washington, 1968) es una refutación de 976 páginas de esa identificación. Para ello, Ross recorre pormenorizadamente la gigantesca sombra que el compositor ha proyectado sobre la cultura occidental, ya en vida, pero sobre todo después de su muerte, en Venecia, en 1883. Un terremoto de alcance global que originó “decenas de poemas”.
Wagnerismo (Seix Barral, traducción de Luis Gago) cuenta la historia de la “influencia más grande que un compositor haya tenido nunca más allá de la música”. “Los hay más escuchados y los hay más populares, pero nada es comparable a Wagner, salvo quizá los Beatles o Dylan en los sesenta. No hay un bachismo, ni un beethovenismo, y sí un wagnerismo como fenómeno cultural autónomo”, explicaba el lunes Ross ante una pared de CD, en una videoconferencia celebrada con él y su gata Minerva desde Los Ángeles. Llegó a la costa Oeste hace tres años de Nueva York con su marido por “motivos personales, pero también musicales”: el escritor considera la Filarmónica de la ciudad, dirigida por Gustavo Dudamel, la orquesta más estimulante de Estados Unidos por la atención que presta a la música contemporánea, que es la que más le interesa para su “trabajo como crítico”.
Por las páginas del último ensayo del autor de El ruido eterno (2009), fenomenal superventas, también en España, sobre la música del siglo XX, desfilan el Wagner teosófico y el animalista, el satánico, el vegetariano, el socialista, el anarquista, el feminista, el gay, el negro y también el judío. Y lo hacen de la mano de un impresionante club de fans, presidido por Nietzsche, que abandonaría pronto el cargo, e integrado por Baudelaire, Mallarmé (que adoraba al “dieu Wagner”), Proust y el resto de la hinchada francesa. William Morris y la “nostalgia progresista” de los pintores prerrafaelitas. George Bernard Shaw (“el perfecto wagnerófilo”), Virginia Woolf, James Joyce, Willa Cather, Thomas Mann, Coppola en Apocalypse Now o Tàpies y Joan Brossa en la muy wagneriana Barcelona, que corrió en la Nochevieja de 1913 para convertirse en la primera ciudad europea fuera de Bayreuth en estrenar Parsifal.
Tal es la magnitud de su figura y tales sus contradicciones como músico, pensador y escritor que en siglo y medio ha servido a cada una de esas decenas de personalidades para los más variados propósitos: desde preparar el camino a las vanguardias hasta revolucionar el teatro o la arquitectura; desde acuñar el concepto multiusos de Gesamkuntswerk (obra de arte total), a poner banda sonora al matrimonio (con el Coro nupcial de Lohengrin) o alimentar el cine fantástico. “El libro trata sobre cómo todos ellos acudieron al compositor y se vieron reflejados en él, como si suplantaran su personalidad en su propio provecho”, añade el escritor.
La poblada galería de invitados no aparta a Ross, que ha empleado 10 años en la tarea, del espinoso tema del feroz nacionalismo antisemita de Wagner, aunque lamenta que un artista capaz de la universalidad de “Shakespeare o Esquilo” haya quedado reducido al cliché de haber servido de “hilo musical del genocidio”. Más bien al contrario, el crítico se adentra con aplomo en territorios sombríos de la mano de las opiniones más deleznables del compositor, recogidas en los diarios que Cosima, su segunda mujer, empezó a redactar en 1869, así como de su libro más tristemente famoso: El judaísmo en la música, publicado primero como un anónimo y reimpreso “consecuentemente” con su propio nombre 19 años después, cuando ya estaba en la cúspide de la fama.
Entonces, ¿a quién hay que culpar de los malentendidos en torno al compositor? ¿A él mismo o a los que vinieron después? “Wagner fue responsable de esa catástrofe, sin duda”, opina Ross. “En sus últimos años se mezcló con algunos elementos muy siniestros de la sociedad alemana, que propugnaban un racismo pseudocientífico y que colocaron los cimientos de la ideología nazi. Y al mismo tiempo participó de ello solo en parte, porque hay muchos aspectos de su obra que no casan bien con esas ideas totalitarias. En términos políticos, fue anarquista, siempre opuesto a la organización del estado y a la militarización que propugnó el Tercer Reich. Se enfrentó al imperio alemán. Y era muy decadente, poco convencional. El nazismo se quedó solo con parte de su legado. Su antisemitismo, sin duda, sus ideas nacionalistas, también, pero no su izquierdismo, su religiosidad (Parsifal es un dechado de compasión, sentimiento sin duda ajeno al Führer) o su sexualidad poco ortodoxa. Quiero que se entienda que no trato de exculparlo, sino de exponer sus complejidades”.
En esa “falsificación” fueron borrando capas y capas de su inabarcable personalidad, que luego hubo que restaurar tras la guerra en un proceso de “desnazificación” en el que se afanaron musicólogos, filósofos, directores de orquesta y escenógrafos. “Es una historia trágica; nada habría hecho más feliz a Hitler que saber que su compositor favorito quedaría ligado eternamente a su nombre”. Ross pone en cuestión otra oscura convención: pese a la imagen forjada por el cine, Wagner no sonaba sin parar en los campos de exterminio. “Hay un par de testimonios de supervivientes que lo recuerdan, pero la mayoría, incluido Primo Levi, habla de melodías populares, marchas, valses, canciones de éxito. Todo formaba parte de un diseño psicológico brutal; emplear la música ligera como arma de sadismo”.
El crítico recuerda que cuando empezó con el proyecto algunos en su círculo torcían el gesto al saber en qué andaba. En la era de la cancelación, el músico, que tiene estatuas en Cleveland y Baltimore cuya retirada se pide de tanto en tanto, no es el tema más cómodo en el Estados Unidos actual. “La confusión es pensar que el arte solo debe tratar sentimientos puros y bellos”, dice Ross. “Entiendo que haya quien va a un concierto o a un museo para verse transportado a lugares bonitos y amables; yo mismo busco eso a veces, pero el arte es también enfrentarse a lo tenebroso. Wagner nos pone ante el espejo de la humanidad, y la imagen que nos devuelve no siempre es agradable. Además, nadie es puro, ningún creador, ninguna obra”.
¿Ve posible entonces la tan debatida separación entre artista y obra de arte? “Respeto a quienes no pueden escuchar a Wagner porque son judíos o porque sus padres murieron en el Holocausto. En Israel, por ejemplo, no se representa, y aunque creo que ahí se mezclan asuntos políticos, no me atrevería a criticarlo. También respeto a quienes dicen que no verán nunca más una película de Woody Allen. La obra de arte es inseparable de su creador, pero no creo que se pueda imponer una interpretación unívoca. Eso es problemático. Acudir a una ópera de Wagner no te hace peor persona. Además, no solo está él, sino también los cantantes, los técnicos, los músicos, los escenógrafos… Al desdeñar un filme de Roman Polanski estás borrando el trabajo de sus actores. Y eso no me parece justo”.
“Durante mucho tiempo”, continúa, “se extendió la idea de que los judíos que eran apasionados de Wagner, que los hubo, como Theodor Herzl, padre del sionismo, o el escritor Arthur Schnitler, lo hacían como parte de un ritual de odio a sí mismos”. En su constante recurso a la cultura pop, Wagnerismo incluye una anécdota que resume bien eso. La protagoniza el cómico judío estadounidense Larry David. En un capítulo de su serie Curb Your Enthusiasm, se lo ve a la entrada de un cine, “silbando distraídamente el Idilio de Siegfried”. Un desconocido le acusa de ser un “judío que se aborrece a sí mismo”. Aquél responde: “Me odio a mí mismo, efectivamente, pero eso no tiene nada que ver con ser judío”. El extraño grita: “¡Miles de ellos fueron conducidos a los campos de concentración mientras sonaba de fondo música de Wagner!”. “Y David”, escribe Ross, “se venga contratando a varios músicos para que toquen el preludio de Die Meistersinger (Los maestros cantores) bajo la ventana de su acusador, de un modo muy parecido al elegido por Wagner para ofrecer a Cosima su Idilio como si se tratase de una serenata”.
El libro se publicó en Estados Unidos al final del primer verano de la pandemia, tiempo de reclusión que, “pese a lo terrible del confinamiento, tuvo algo bueno”: Ross aprovechó para exprimir la oferta de conciertos por streaming de orquestas y teatros de todo el mundo. Tras la unánime recepción positiva de El ruido eterno, algunos críticos objetaron la falta de concreción de su nuevo ensayo, que achacaron a su empeño en dar voz, sin tomar partido, a todos los bandos de las guerras wagnerianas. Él lo habría hecho aún más largo: el primer borrador era una vez y media más extenso. El tema se había tocado siempre parcialmente, afirma. En las 180 páginas de notas hay citados tratados sobre Wagner y las mujeres, Wagner y la literatura, Wagner y el cine, Wagner y el impulso erótico (!)… “Pero no existía un libro que lo abarcara todo, así que decidí ser el tonto que se metiera en ese fregado. Probablemente habría sido más popular un libro más conciso. Pero esta historia solo puede contarse en un ensayo muy largo, muy denso y con muchos nombres”. En el prólogo define su escritura como “la gran educación” de su vida.
Los capítulos más inesperados son los relativos al Wagner gay y feminista (“quienes no pertenecían a la clase dominante de la época tendían a sentir una gran identificación con él”), así como al ascendiente del compositor en Estados Unidos, especialmente entre las comunidades negras. El crítico combina casos más o menos conocidos, como el de W. E. B. Du Bois —que introdujo en su clásico antirracista Las almas del pueblo negro un personaje que acaba linchado y vive un único momento de libertad mientras escucha Lohengrin—, con descubrimientos como el de la cantante negra Luranah Aldridge, que frecuentó el círculo de los Wagner y llegó a actuar en Bayreuth.
Tras repasar todas esas relaciones, Ross deja la suya con Wagner para el final, en un Posludio en el que confiesa que su música le producía una “desazón casi física” en la infancia. La lectura del Doktor Faustus, de Thomas Mann, otra de sus grandes pasiones (siempre vuelve a él, ahora lo está releyendo en alemán), le señaló el camino. Siendo ya veinteañero, se dio cuenta de que no se trataba solo del sonido; que, si los contemplaba con atención, los personajes se fundían con su “propio mundo emocional atrofiado”. “Aunque me resulte incómodo reconocerlo”, escribe, “asocio las primeras experiencias del Anillo con los altibajos de varias relaciones amorosas. Más de una vez me senté al lado de otro hombre en la representación de una ópera de Wagner, comparándome con Tristan, Isolde o, en los días malos, Alberich”.
Una vez recuperado del alcoholismo llegó finalmente la “conexión más profunda”. Después vendría su profesionalización como melómano, y el “privilegio algo elitista” de asistir al Festival de Bayreuth, que se celebra cada verano en el teatro que el Hechicero mandó construir a su medida en una pequeña ciudad alemana. Allí se estrenaron el Anillo y Parsifal. Y allí reposan los restos de todos los Wagner que caben en Wagnerismo.
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