Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 50 años) pertenece a la categoría del escritor orfebre, el que con mimo teje hasta el último rincón del relato, el que es capaz de estar siete años dando vueltas a una historia hasta que la lleva adonde quiere. Es el caso de Los nombres prestados (Siruela), una novela negra atípica y una reflexión sobre la violencia política con la que el autor canario ganó el último Premio Café Gijón.
Cuenta Ravelo que hace cuatro años ya tenía un manuscrito “casi completo”, pero que había algo que no funcionaba y lo llevaba de nuevo al cajón. Mientras, escribió y publicó Un tío con una bolsa en la cabeza o La ceguera del cangrejo (ambas en Siruela), y en cada novela se proponía algo nuevo, un juego, un cambio de registro, un reto. “Empezó siendo una novela sobre un niño y un perro y terminó siendo una historia sobre violencia política. Mi idea es que es un wéstern. Es interesante la revisión de Mempo Guiardinelli, que asegura que la novela negra viene del wéstern, no de la novela enigma. Y es cierto. Hay un personaje solitario en un territorio salvaje, donde tiene que elaborar su propia moral, una encrucijada… esto lo tiene la novela negra, lo tiene el wéstern y lo tiene esta”, cuenta por teléfono desde Las Palmas.
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Los nombres prestados narra la historia de Tomás Laguna, un jubilado que llega a Nidocuervo para retirarse a leer y pasear con su perro Roco. Bajo esa identidad falsa, busca alejarse de su pasado de policía franquista y torturador. Marta Ferrer, traductora, también llegó a aquella localidad bajo una identidad mentirosa y con la idea de dejar atrás una vida de terrorismo y huidas. Ninguno de los dos usa su nombre real, ninguno de los dos va a reaccionar como el lector espera, ambos están llenos de matices, aquí no hay ni buenos ni malos, solo personas, personajes. Y con esa base se construye una novela que habla, sobre todo, del peso de los errores del pasado y de la posibilidad de redención. “Laguna es un señor educado para ejercer la violencia y que pensaba que lo hacía bien. Marta llega a la violencia con ese compromiso de hacer un mundo mejor y se pierde. Los dos entienden que han obrado mal y quieren remediar el mal que han causado en los demás. Los dos intentan ser mejores personas. Redimir es remediar, aunque sea simbólicamente”, explica Ravelo.
Acostumbrado a hablar de lo peor del mundo criminal de alta y baja clase social, el autor de La estrategia del pequinés (Alrevés, Premio Dashiell Hammett) cambia aquí el origen de las motivaciones de sus personajes: “En otras novelas les mueve la ambición, la supervivencia, la codicia e incluso la lujuria, pero estos personajes han llegado a la violencia por la política, desde ambos espectros ideológicos”, resume. Este enfoque se completa con algo más neopolar, ciertas ideas que, reconoce, ya estaban en Nada, de Jean Patrick Manchette.
Lo que nos falta es aprender a comprender a los demás, sin perdonarlos
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Es complicado hablar un rato con Ravelo sin que salgan por todos lados nombres de escritores, teorías, reflexiones literarias. Dice que le gusta el estilo cruel y compasivo de Cormac McCarthy, que le sirvió de guía para rematar el tono seco de una novela que carece de humor. Sobre la estructura, su trabajo es siempre el mismo: lo mide al milímetro, pero de manera sutil —“sin que el lector se dé cuenta”— escribe y luego vuelve una y otra vez sobre lo escrito, elimina, ajusta, adapta el esquema. En la trama va sembrando pistas de significado que luego van redondeando la estructura.
“Todo verdugo es víctima de su propia violencia. Es una de las creencias que más interiorizadas que tengo”, asegura cuando volvemos al tema central de Los nombres prestados, novela que califica de “muy judeocristiana”. “Nidocuervo es un Edén, una tierra prometida para estos personajes, pero llegará la violencia para expulsarlos. Un mundo amable que se revuelve cuando retorna el pasado”, sintetiza. No se lleve a engaño el lector: no es una novela reflexiva, o no solo. Tras un inicio moroso, de colocación de cada pieza en su lugar, la trama camina ágil, las escenas de violencia están integradas y dan ritmo, nadie diría que le costaron tres o cuatro meses, como comenta divertido. Y no se pierdan al personaje de Abel, un secundario de los que da altura a una novela, una parte central de la trama.
“Lo que nos falta es aprender a comprender a los demás, sin perdonarlos, porque en eso nos jugamos el no hacer el mal nosotros. Por lo menos tenemos una oportunidad. Al que ha causado dolor le ponemos la etiqueta de monstruo y tratamos de convencernos de que no pertenece a nuestra especie, pero sí”, lanza como reflexión final.
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