Alma Delia Murillo (Ciudad Nezahualcóyotl, 1979) lleva los labios pintados de rojo, su color favorito, que resalta con su piel morena y su pelo negro. También es rojo un cuadrado pequeño que lleva tatuado en la muñeca izquierda. Simboliza un pañuelo. El pañuelo de su padre. Un hombre que se fue de casa cuando la escritora tenía siete años y al que para sobrevivir, fue más fácil enterrar en vida. Negar que como millones de mexicanos, aquella niña formaba parte de la legión abandonada por su progenitor, unos 26 millones de personas, según cifras oficiales. “En este país todos somos hijos de Pedro Páramo”, dice nada más empezar su última novela, titulada La cabeza de mi padre (Alfaguara). Murillo asegura que todavía tiene “el susto en la piel” después de haber escrito una historia tan personal. “Cuando la mandé a la editorial soñaba que iba desnuda por la calle”, confiesa. En casi 200 páginas la escritora se abre en canal y cuenta su propio viaje para encontrar a Porfirio Murillo, el hombre al que un día su madre arrancó la cabeza de las fotos familiares.
A medida que se adentra por los caminos de Michoacán ―como en aquella ranchera de Federico Villa―, Alma Delia Murillo teje la historia de su familia. Un relato de violencia, de miseria, de ingenio, de supervivencia y de sangre; una odisea hasta el fondo de las entrañas de la autora que se ha convertido en una de las voces más talentosas de la narrativa mexicana actual. “Crecí viendo a mi abuela partera cómo hurgaba en la tripa de las mujeres, llenándose de sangre y no teniendo miedo ni asco de nada. Yo soy como ella”, afirma.
Pregunta. ¿Cómo fue para usted buscar a su padre después de tanto tiempo?
Respuesta. Fue como estar en drogas. Una parte de mí estaba muy tranquila, en una calma extraña y otra, muy golpeada. Si cortar una cabeza es difícil, volverla a poner en su sitio es una proeza demoledora. Te corriges a ti misma, te retractas de muchas de las cosas que has afirmado, que has escrito, que has pensado, incluso que has soñado… porque me quedé sin el acicate del enojo, de la furia que te permite cortar cabezas. Ahora miro esa cabeza desde otro lugar.
P. ¿Y cómo es la cabeza de su padre?
R. Me impresionó ver a un hombre tan entero. El relato oficial era el de un hombre débil, un borracho tirado en el piso. Vi un señor moreno, bien plantado, con este rostro anguloso y el ceño fruncido como lo tengo yo. Con cierta energía de guerrero. Imagínate 40 años de una fantasía, y de pronto, te paras delante de la verdad. Es brutal.
P. Me llama la atención la referencia constante que hace a Frankenstein en su libro, ¿por qué?
R. Bueno, en Frankenstein la criatura busca a su padre y, un poco, yo me sentía eso. Este libro también tiene sus costuras, sus cicatrices… es un cuento Frankenstein. No podría ser un cuento lleno de hermosura. No es mi punto de vista. Creo que es importante desmitificar a la familia como un lugar perfecto. En la familia también se tejen las peores oscuridades.
P. ¿Y así retrata usted a su familia?
R. Mi familia es como todas las familias. Tiene esos espacios luminosos y otros muy dolorosos. Todas las familias eligen a un narrador o a una narradora. Bueno, en la mía soy yo. Mi madre siempre me ha contado a mí cosas que a mis hermanos no.
P. Y sin embargo, usted que es la protagonista de su historia, cuando llega al punto álgido, se hace invisible. Desaparece de escena, ¿por qué?
R. En este viaje fui a cazar la historia. Desde chiquita ese fue mi refugio como la menor de ocho hermanos. Quienes narramos, observamos desde la orilla para luego poderlo contar. Siempre me ha parecido que hay un cierto voyeurismo en este oficio. Soy una escritora carroñera que pesca frases por la calle y observa conversaciones ajenas [bromea].
P. Cuando habla de los Juanes y Juanas Preciado que buscan a su padre y que han sido abandonados, también habla de un país criado por mujeres, como le pasó a usted y a sus hermanos. ¿Cómo cree que eso ha configurado a México como país?
R. Me parece un fenómeno brutal y fascinante a la vez. La ausencia del padre es la piedra angular de México. Está en nuestra historia, en cómo nos relacionamos con la legalidad, con la vida, con nuestros mitos femeninos: la Virgen de Guadalupe, la Malinche, el día de las Madres… Nuestras figuras masculinas son débiles y accesorias. A nosotros nos hicieron las madres de este país.
Alma Delia Murillo en Ciudad de México.Hector Guerrero
P. Y sin embargo, en un país en el que existe tal veneración por las madres, existen unos niveles brutales de violencia contra las mujeres. ¿Cómo se explica esto?
R. Creo que hay un punto de partida muy apegado a la realidad que tiene que ver con la impunidad, la corrupción y porque se puede. La violencia contra las mujeres es gratis.
P. Usted en el libro despoja a su madre precisamente de toda esa idealización cultural de la que hablábamos antes, ¿fue intencional?
R. Me di cuenta de que por fin podía verla no solo como madre sino como mujer, y eso tenía que ver con relatarla y con no juzgarla. Me parece una tiranía la exigencia de la madre santa, todopoderosa, que desaparece para sí misma narrada todos estos siglos desde un punto de vista masculino. Pero, oigan, las madres también se ponen furiosas, se enamoran, sufren, son cabronas, chambeadoras y se quieren rendir.
P. ¿Cree que ha llegado el momento de reivindicarnos como cabronas?
R. Totalmente. Es decir, en este arco de equidad, también cabría ser unas hijas de la chingada.
P. En su historia habla con todo detalle de las dificultades y el hambre que pasó su familia cuando vivían en Ecatepec o en algunos de los barrios más humildes de la Ciudad de México. ¿De qué manera cree que se relacionan la pobreza y la violencia en México?
R. Cuando me preguntas eso, pienso en mi familia, pero también pienso en 50 millones de mexicanos. Es decir, hay una realidad ahí patente que tiene que ver con la pobreza, pero también con el racismo, con el clasismo, con la falta de oportunidades, con la carga emocional de crecer así. Es muy difícil cambiar de escalón socioeconómico, por eso el país está tan polarizado. Mi madre trabajaba limpiando casas, ¿sabes cuántas veces vi a las dueñas de esas casas humillarla? Esos momentos se te quedan grabados cuando te dicen que eres una mierda, cuando no te dejan entrar a un lugar, cuando insisten en que no vales… y ese sentimiento se ha traducido en furia durante generaciones.
P. En su novela, ese relato de furia acaba mutando en algo más. ¿Cómo lo describiría?
R. Al llegar a los 40 años me di el permiso de legitimar mi historia y contarla. Y por una vez dejé de sentir vergüenza por mis orígenes, por el abuso sexual que sufrí, por el cuerpo quemado de mi hermana que los niños volteaban a mirar en la calle… Esta es mi historia. La de muchas hijas buscando a su padre, la de incontables mujeres que queremos poner ante el mundo nuestro punto de vista. Siempre he sido muy kamikaze y creo que atreverse a hacer las cosas viene de ahí, de mis orígenes. Se necesita el mismo coraje para sobrevivir a las cosas que para contarlas, pero contarlas te deja en otro lugar. Eso solo lo puedes hacer cuando llegaste a la otra orilla.
P. ¿Y usted siente que ha llegado a la otra orilla?
R. Sí.
P. Lo acaba de mencionar. Usted narra en el libro un abuso sexual que sufrió de niña, ¿fue de los episodios que más le costó plasmar en el libro?
R. Lo quité y lo puse muchas veces. No estaba segura de incluirlo porque no se lo he contado a mis hermanos ni a mi madre, y ellos van a leer el libro. ¿Sabes por qué? Porque no quería que se sintieran culpables. Dudaba hasta que pensé en todas las mujeres que decidieron hablar sobre sus abusos, a raíz de publicarlo por primera vez en mi columna de Reforma. Si ellas se atrevieron a contarme, entonces yo me tenía que atrever a incluirlo en el libro.
P. ¿ Diría que su obra está impregnada de feminismo?
R. Esta es mi historia y es mi forma de verlo y por fin me toca a mí, nos toca a nosotras contarla. No elegí conscientemente hacer un relato feminista, lo que pasa es que eres una mujer escribiendo lo que no podría escribir un hombre porque no lo han vivido de esa manera. Tendrán otras, no digo mejores, ni peores, ni menos duras, porque el mundo es un tiroteo parejo, pero a nosotras nos toca de otra manera.
P. ¿Ha vuelto a soñar que va desnuda por la calle?
R. Últimamente no [se ríe]. Eso significa que algo se va acomodando.
P. ¿Qué le gustaría que los lectores recordaran este libro?
R. Pues que somos legión los que venimos de un montón de familias rotas, descompuestas, reacomodadas y que existimos. También se puede contar esta historia.
P. ¿Quiere decir que todos somos raros?
R. Todos somos raros y estamos averiados. Todos somos un Frankenstein.
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