La filmografía de Pedro Almodóvar suele estar secretamente conectada. En Los abrazos rotos (2009) ya aparecía un cartel de Madres paralelas, cuyo embrión rondaba la cabeza del cineasta. “Era la historia de dos parturientas que coincidían en el hospital y que después, por una serie de circunstancias, se buscaban la una a la otra. El desarrollo de una parte de la historia no cuajó, no me gustaba, y lo dejé; pero la simiente quedó”. Cuando empezó la pandemia, Lola García, su mano derecha, le sugirió terminar aquel guion. “Ella conoce a fondo todo lo que tengo almacenado en mi ordenador, además de ser la única que entiende mi letra y mis correcciones. Su vínculo con mis guiones es muy estrecho. Me animó a escribir Julieta y ahora Madres paralelas”.
Después del éxito de Dolor y gloria, en la que él mismo se convertía en su personaje, Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949) regresa al territorio de la maternidad con una película en la que la orfandad y la memoria histórica se cruzan en el que quizá sea su alegato político más explícito: se considera hijo de la Transición, pero su filme representa una reacción contra el llamado Pacto del Olvido de la democracia, con un homenaje a las familias de los desaparecidos del franquismo. No es la primera vez que evoca a través de un cordón umbilical problemático la dictadura; ya lo hizo en Carne trémula (1997), también a través de una parturienta Penélope Cruz. “Porque Madres paralelas”, cuenta el cineasta en una calurosa tarde madrileña, “habla de ancestros y de descendientes, y, en ambos casos, de la búsqueda de la verdad, la íntima y la histórica”.
Inmerso en la depuración formal que arrancó con Julieta, su madre más americana, inspirada en relatos de Alice Munro, y que encontró su máxima expresión en su anterior filme y en el cortometraje La voz humana, Almodóvar se adentra, a través de una mezcla de géneros que van del cine negro al melodrama o, incluso, el puro documento, en un escenario de colores verde y rojo a estas alturas familiar para su público; de cocinas que funcionan como el corazón de sus personajes, de largos diálogos, y de mujeres y maternidades heridas. Penélope Cruz, Milena Smit y Aitana Sánchez-Gijón son las tres madres de una cinta en la que también participan Israel Elejalde, Rossy de Palma y Julieta Serrano. Pocos personajes por unas restricciones sanitarias que le han obligado a aparcar la adaptación de los relatos de Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin, y que se suman a las limitaciones de movilidad del director desde su operación de espalda de hace siete años.
“Esta es una película que habla de maternidades distintas, o de formas distintas de abordar la maternidad”, explica Almodóvar. “De madres imperfectas, como somos todas”, añade Aitana Sánchez-Gijón, que da vida a una actriz que antepone su vocación a estar encima de su hija (Milena Smit) adolescente y madre primeriza. Un perfil que el cineasta ya exploró en Tacones lejanos (1991). “Todas las maternidades son complejas, también las más felices y sanas”, asegura Penélope Cruz, en la piel del personaje principal, una fotógrafa soltera enfrentada a un dilema moral que afecta a su propio bebé mientras lucha por cumplir el deseo de su abuela muerta: exhumar los restos de su bisabuelo ejecutado a las afueras de su pueblo tras el golpe de Estado de julio de 1936. Para Almodóvar, este personaje central, hija de una hippy de los setenta que la llamó Janis por Janis Joplin, es “la madre absoluta”. “Ella sola conforma una unidad familiar, ni siquiera necesita a un hombre a su lado”, sostiene. “Fue una niña abandonada y para mí esa es la clave de todo lo que hace, yo la defiendo porque es una buena persona”, añade la actriz. “Esa ansiedad suya por ser madre”, continúa el cineasta, “nace de haber perdido de niña a la suya. Un sentimiento que ya estaba en su abuela, la mujer que la crio, y cuya pérdida viene de la guerra. Nieta y abuela han sido hermanas en su orfandad”.
El anuncio de que Madres paralelas inaugura la sección oficial a concurso del Festival de Venecia el próximo 1 de septiembre y clausurará el de Nueva York el 8 de octubre coincide con la aprobación en España de la Ley de Memoria Democrática, legislación que revisa y actualiza la Ley de Memoria Histórica impulsada hace 14 años por el presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero. Almodóvar abre y cierra su película con relatos de familias que aún buscan los restos de los suyos. Lo hace, en el arranque, a través de fotografías documentales y la voz de su actriz principal y, al final, con un emocionante homenaje a los desaparecidos. Productor del documental sobre los crímenes del franquismo El silencio de otros, de Almudena Carracedo y Robert Bahar, el cineasta recuerda el arranque de aquel filme en que una anciana depositaba flores en la autopista que se construyó sobre la fosa de su madre. “Queda muy poco tiempo, cada vez habrá más autopistas y menos memoria. No se trata ni de revanchas ni de ajustes de cuentas, sino de la mínima dignidad que cualquier ser humano merece”. Preocupado por el deterioro institucional de España, un país “en el que estamos viviendo cosas gravísimas y nos estamos acostumbrando a escuchar y ver atrocidades”, el director rechaza expresiones como “heridas del pasado”. “No pueden ser más actuales cuando esta misma semana, al fin, se ha aprobado una ley que convierte la exaltación del franquismo en delito y que permitirá que los frailes benedictinos —por cierto, sobre los que me encantaría hacer un documental y una película— ya no sigan en el Valle de los Caídos”.
A su padre le sorprendió la guerra con 19 años en zona republicana y cuando acabó la contienda tuvo que hacer una mili de tres años. “En mi casa”, continúa, “no hemos tenido cultura política. Él murió en 1980 sin hablar de la guerra…, y sus razones tendría. Hoy le haría mil preguntas, pero entonces no tuve interés en hacerlo. Creo que el silencio fue algo que se impuso en la mayoría de las familias. Sí tuve conciencia de clase desde muy pequeño y, aunque ahora tenga dinero, la sigo teniendo. La conciencia política llegó más tarde, cuando entré a trabajar en Telefónica. En 1976 hicimos la primera huelga y como represalia quisieron echarnos. Pertenecíamos a Comisiones Obreras y nos defendieron los abogados de Atocha, entre ellos Manuela Carmena, a la que conozco de entonces y recuerdo muy guapa y estilosa. Aquellos años pasaron muy rápido, los ochenta llegaron de inmediato y lo que ocurrió no lo vivo como una contradicción: abracé la noche y lo que se conoce como la Movida, que se caracterizaba por el hedonismo, las libertades y por ser un movimiento básicamente apolítico. Los más jóvenes, como Alaska, tenían 14 años y ni sabían qué eran los grises. Pero los que éramos más mayores, como Paloma Chamorro, Blanca Sánchez, Quico Rivas…, sí teníamos conciencia política. Soy afortunado por haber vivido aquellos años. La Movida ocurrió con el Gobierno de UCD, no con el del PSOE, aunque eso da igual, porque la Movida no pertenecía a ningún Gobierno, era nuestra, de la calle. En Pepi, Luci, Bom… no aparece ni la sombra de la dictadura porque negarla era mi manera de vengarme de ella. Yo soy fruto de la Transición y de la democracia, pero tengo un sentimiento ambivalente sobre aquel momento histórico y tiene que ver con la ley de amnistía, que condenaba otra vez a la cuneta a los desaparecidos. Entiendo que en ese momento era un precio necesario, pero no después, en los años noventa, con los socialistas en el Gobierno, ese hubiese sido el momento idóneo”.
En el arranque de Carne trémula, la voz de Manuel Fraga declaraba desde la radio el último estado de excepción, impuesto en 1970. Una alusión directa a la dictadura en una película que, como Madres paralelas, apuntaba a la orfandad como seña de identidad de un país. La conexión entre ambos trabajos resulta inevitable al ver a Penélope Cruz parir otra vez ante la cámara del cineasta, en esta ocasión en un moderno hospital y no en un autobús como ocurría en la icónica secuencia en la que Pilar Bardem actuaba de improvisada comadrona ante su futura nuera en la realidad. “Esa secuencia la dirigió Pilar porque yo de partos no sabía nada. Ella tenía experiencia y llevó las riendas”, recuerda sobre la actriz recién fallecida. “Era una mujer muy divertida, escucharla hablar era un espectáculo porque tenía toda la memoria de su familia y de los cómicos antiguos”.
“Aquella escena fue un ensayo de la vida que vendría después”, afirma Penélope Cruz, “y fue también mi principio con Pedro. Yo me había presentado a una prueba de Kika, pero Pedro no me cogió por ser demasiado ‘pequeña’, no joven, me dijo ‘pequeña’. Recuerdo que me envió una nota en la que decía que no me preocupase, que escribiría algo especial para mí. Y tan especial. A estas alturas nos leemos la mente, pero algo de todo lo que vino después en nuestra relación ya estaba en aquel primer encuentro. Nos reconocimos al instante. Son demasiadas las casualidades entre nosotros, y muchas no se pueden ni expresar con palabras. Yo le miro y sé lo que quiere para el personaje. Pedro nunca ha sido un secreto para mí y a la vez siempre es una caja de sorpresas. Este nuevo papel no me resultaba nada fácil, pero su exigencia me da mucha seguridad, me siento arropada. El otro día me dijo que no quiere que sufra tanto al actuar y yo le respondí: ‘¡Anda, pues mira quién habla!’. Creo que somos dos intensos, por eso nos entendemos”.
El cineasta asegura que a estas alturas pocas cosas le gustan tanto como dirigir actores y se deshace en elogios hacia los suyos: “Hay que decirlo: están todos maravillosos”. Se vuelve enérgico cuando habla de “la voz inmensa” de Israel Elejalde; del potencial de “la actriz del año”, la joven Milena Smit; de “la verdad” en el monólogo de seis minutos de Aitana Sánchez-Gijón, o de su eterna gratitud a la entrega de su adorada médium, Penélope Cruz. “Yo esta vez necesitaba mucha concentración”, explica la actriz, “porque lo que él nos pedía era quedarnos justo en el momento anterior y posterior al estallido de una emoción. Agotador, pero muy interesante. En los ensayos me han pasado cosas muy curiosas. Un día estaba con un muñeco en brazos y cuando se acercaron a quitármelo me lancé como una leona sin reparar en que solo era un muñeco. Me sorprendió verme así”. “Pedro impone mucho y trabajar con él es un reto, pero desde el principio me sentí muy cómoda”, asegura Sánchez-Gijón. “Encontré a un hombre muy amable y cuidadoso. Tuvimos muchos encuentros en su casa, frente a un platito de jamón, y él, con mucha delicadeza, sugería ideas, pero siempre era receptivo a mis propuestas. Pensé que al empezar el rodaje yo pasaría, como todos, a un segundo plano, pero no fue así. Resultó gozoso. Su proceso con los actores es muy teatral, nos dedica un espacio y un tiempo que no es habitual en el cine”.
El teatro es sin duda una de las pasiones de un director que sin embargo no ha vuelto a los escenarios desde los años setenta, cuando pasó por la mítica compañía Los Goliardos. El poso de las tablas, sin embargo, no ha dejado de estar en su cine: del papel central que ocupaba Un tranvía llamado deseo en Todo sobre mi madre (1999) a su conocida fascinación por Jean Cocteau o Lorca, aquí evocado a través de Doña Rosita la soltera (“que Lorca esté en este trabajo no es casual, él es el gran símbolo de los desaparecidos del franquismo”, apostilla). Madres paralelas es además teatral en su estructura; “de hecho”, puntualiza el director, “el guion de esta película podría llevarse tal cual a un escenario. Quizá sí hay en mí anhelo por algo que nunca he vivido del todo, pero la otra razón es más bien pragmática y tiene que ver con mis propias dificultades de movilidad física. Yo, que cada vez admiro más a Bergman, que sí era un hombre de teatro, con lo que cada vez disfruto más es dirigiendo y profundizando con solo dos o tres actores”.
Si algo parece definir el nuevo rodaje del cineasta ha sido una calma infrecuente en un director perfeccionista y minucioso. El trabajo se acabó una semana y media antes de lo previsto mientras el montaje avanzaba de la mano de Teresa Font, quien a partir de Dolor y gloria sustituyó a José Salcedo, montador de los 20 largometrajes anteriores de Almodóvar y uno de sus colaboradores más estrechos. En tres películas, Font se ha abierto paso con un método de trabajo en el que las secuencias, rodadas de forma casi cronológica, se montan de un día para otro. “En el rodaje me tienen preparada una minisala donde Pedro y yo vamos comentando las secuencias y luego, los sábados, ya en la sala real de montaje, revisamos el trabajo de la semana. Desde el principio me preocupaba no estar a la altura, pero Esther García [productora de El Deseo] y José Luis Alcaine [director de fotografía] me convencieron. Suena raro, pero yo no ambicionaba esto”, asegura esta mujer, que trabajó en todas las cintas de Vicente Aranda y en casi todas las de Imanol Uribe, que montó Jamón, jamón o El día de la bestia y en cuyo currículo figuran nombres tan dispares como Joaquín Jordá o Terry Gilliam. “Los montadores tenemos complejo de intrusos, nos pasa a todos, y además hay un factor de química con los directores que no se puede anticipar. La conexión personal es muy importante en nuestro trabajo. Almodóvar ha sido toda una sorpresa en mi vida; tanto que soy feliz con él. He descubierto a un hombre humilde, que te deja trabajar y que te estimula. Él sabe ver y eso no es nada fácil. Estoy aprendiendo mucho a su lado, de su refinamiento, porque lo tiene todo muy claro, pero sigue siendo audaz y radical. Él va a lo esencial, no quiere perder el tiempo, tiene la sabiduría de los grandes clásicos del cine”.
“Soy tan exigente como siempre, pero creo que con Dolor y gloria me he quitado mucha de la ansiedad que tenía al dirigir”, confiesa el director. “A mí los rodajes me provocaban tanto placer como angustia, hasta ponerme malo. Muchas veces he magnificado problemas, aunque otras ha sido por motivos muy reales. Cumplir años me ha ayudado a tener paciencia a la hora de conseguir las cosas que quiero de un actor. En una película todo el equipo está literalmente conectado a ti y la ansiedad o la tranquilidad se contagian. Es cierto que los últimos rodajes están siendo idílicos, pero que nadie se confunda, detrás de trabajos infernales, esos en los que tienes que reescribir sobre la marcha, hay grandes filmes, aunque uno tarde en aceptarlos. Esa aceptación es importante asumirla porque todas las películas, te gusten o no, tienen un final. Estar satisfecho es imposible, yo ni sé qué es eso, pero las cintas son sus circunstancias y con el tiempo aprendes a verlas con otros ojos”.
Algunos de los momentos más sorprendentes de Madres paralelas ocurren sobre fotografías en blanco y negro. Almodóvar aprovecha que su personaje principal sea fotógrafa para hacer su propio homenaje al medio a través de la obra del gallego Virxilio Viéitez, del neoyorquino Richard Avedon o del catalán Oriol Maspons, cuyo retrato de una madre hippy con su bebé en la Ibiza de los setenta corona una de las secuencias más portentosas de un filme que también habla de nuevos modelos familiares. “El abuelo del personaje de Penélope era fotógrafo, y a mí me apasionan aquellos viejos retratistas españoles de estudio, el ritual, los retoques… Las fotos que yo tengo de mi madre son de ese tipo y tienen un encanto enorme”.
No deja de ser llamativo que la fotografía, con toda su melancolía decimonónica pero también con su poder evocador y transformador, surja en este momento de inflexión para el gran lenguaje del siglo XX, el cine. Almodóvar suele mostrar su preocupación por una deriva que podría terminar con el ritual social de la sala, pero esta vez acaba de regresar del último Festival de Cannes, celebrado en el mes de julio después de su suspensión en 2020 por la pandemia, y lo hace con un optimismo renovado. “La energía y el nivel de las películas que he visto allí me ha devuelto toda la esperanza”, dice con un DVD bajo el brazo y ya camino de su casa. “Sí, soy de los que siguen comprando DVD. Comiendo el otro día con Jodie Foster [el cineasta fue el encargado de entregarle la Palma de Oro de Honor a la actriz estadounidense], salió a relucir la obra de Dorothy Arzner, una de las pioneras del cine. Me interesa mucho su obra. Uno cree que lo sabe todo, pero por fortuna nunca es así”.
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