Pasado el mediodía, el paisaje sonoro del pueblo zaragozano de Artieda mezcla el zumbido de abejas y abejorros con el de una segadora que anda despejando el borde de los caminos. Los pájaros hacen los coros y poco más perturba la calma en este enclave próximo a los Pirineos. Por la ventana de una de sus casas se derrama el ruido del cajón de los cubiertos al abrirse. Alguien pone la mesa mientras silba Lágrimas negras. El tiempo que separa un segundo del siguiente comienza a alargarse.
Durante el último par de semanas, este municipio de 80 habitantes ―según el padrón de 2020― ha registrado un incremento del 10% en su población. Una de ellas, Ana Amrein (Málaga, 34 años), está sentada en un muro hablando con dos vecinos. La emprendedora social es la mitad de la asociación Rooral. La otra mitad, Juan Barbed (Bilbao, 34 años), está preparando picatostes en la cocina de la casa rural que acoge a los participantes de este proyecto de teletrabajo en pueblos remotos.
El proyecto, que está por concluir su tercera edición, ofrece por un precio de entre 500 y 1.000 euros estancias de una o varias semanas en pueblos que se encuentran en riesgo de despoblación y que pueden ofrecer a los recién llegados los servicios necesarios para teletrabajar sin incidentes. A los locales, explica Amrein, les ofrecen una alianza a largo plazo para “acercar el mundo rural al urbano y crecer con cariño y cuidado”; y a los forasteros, una experiencia para que “conecten consigo mismos, con la naturaleza y con la comunidad”.
Antes de elegir un pueblo, los promotores de Rooral aseguran que se cumplen las exigencias necesarias para sus experiencias de trabajo en remoto valorando la velocidad de internet, sus espacios de trabajo, el número de plazas disponibles, el espíritu acogedor y emprendedor de sus habitantes, el clima vecinal, la disponibilidad de opciones de alquiler a largo plazo, la calidad del aire, las actividades disponibles… De acuerdo con todos estos criterios han comenzado a elaborar una lista de localidades que responden a sus requisitos. En ella figuran por ahora los dos por los que ya han pasado, Artieda y Camprovín (La Rioja), y un par más: Somiedo (Asturias) y Benarrabá (Málaga).
Huir de la ciudad
Todo empezó en los últimos meses de 2019, cuando Amrein y Barbed, que han trabajado en proyectos de innovación y emprendimiento social por todo el mundo se reencontraron en una Barcelona en llamas por las protestas contra la sentencia del Supremo que condenó nueve líderes independentistas por sedición. “¿Qué coño estamos haciendo aquí?”, se preguntaron. “Cada vez estamos más estresados en las ciudades. Cada vez buscamos más el entorno natural. Y realmente podemos teletrabajar. Por un lado, la gente en las ciudades está sobrepasada. Y por otro hay pueblos cada vez más vacíos y estamos perdiendo todo ese patrimonio cultural”, razona Amrein.
En ese encuentro se comprometieron a hacer “una locura”, y empezaron a buscar pueblos que les devolvieran la vida que las ciudades les estaban arrebatando. “La pandemia nos paró, pero todo se aceleró virtualmente”, recuerda la cofundadora de Rooral. En octubre de 2020, hicieron su primera experiencia. Reunieron a diez personas en Artieda ―PCR mediante― y a otras ocho en marzo en Camprovín (La Rioja, 151 habitantes).
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La elección del pueblo aragonés como pista de aterrizaje no fue casual. La localidad emprendió en 2015 un proyecto de dinamización bautizado como Empenta Artieda (Impulsa Artieda, en aragonés), cuyos frutos se han ido recogiendo con el paso de los años en forma de internet de alta velocidad e iniciativas como Envejece en tu pueblo, que trata de crear redes de acompañamiento que eviten la excesiva soledad de los habitantes más mayores de estos núcleos y les permitan permanecer en sus hogares. En los últimos años ha ido llegando gente nueva al pueblo e incluso han nacido dos bebés. “Tocaron las campanas para anunciarlo y la gente creía que había un incendio”, comenta Barbed.
Los urbanitas
A la hora de comer, los participantes empiezan a bajar a la terraza de la casa rural, colocan la mesa, sacan la comida ―cada día la prepara uno de ellos― y se sientan al sol. Oscar Villanueva, cofundador y CEO de Nymiz, puede presumir de haber cerrado un acuerdo de financiación para su empresa tecnológica emergente durante su estancia en Artieda: “Me da igual estar en Bilbao o estar en China, teniendo un portátil y conexión. Quería explorar la sensación de estar en otro lugar, y la verdad es que profesionalmente sigue todo igual para mí. Puedo hacer lo mismo en cuanto a curro, pero la conexión con la naturaleza es brutal”.
Cristina Amrein, exdirectora de operaciones en España de la compañía tecnológica del sector de los seguros Zego, se dispone a dejar Madrid para emprender un proyecto de economía circular. Llegó a Artieda buscando una confirmación de que la vida fuera de la ciudad era lo que necesitaba. Y la ha encontrado. Mar Cabra, experta en bienestar digital y experiodista, aparece en pantuflas y saluda con una sonrisa de oreja a oreja. “Esto va a sonar un poco raro, pero la energía del lugar te aterriza”, asegura. Esta es su segunda experiencia en Rooral, después de pasar por Camprovín en marzo. Mientras da cuenta de su plato de lentejas, explica que su principal motivación para estar allí es la compañía.
Los urbanitas son pocos, pero bien avenidos. Muchos se vieron en persona por primera vez hace menos de dos semanas, pero hablan los unos de los otros como si se conocieran desde hace años. “En muy poco tiempo se puede generar una profundidad que la sociedad de hoy en día difícilmente nos permite. En el trabajo tenemos nuestras máscaras. Con los amigos no te ves tan a menudo… Esto te permite generar una nueva narrativa de ti mismo”, explica Barbed. Cuando no están trabajando, los participantes se suman al “sagrado” vermú del pueblo o participan en actividades concertadas con sus habitantes. Han hecho rutas por los montes, sesiones de meditación y yoga, e incluso dedicaron una tarde a sembrar boliches, una variedad de alubia típica de la zona y que se está perdiendo. “Para muchos era la primera vez que plantábamos algo”, comenta Barbed.
Todos coinciden en que su rendimiento no ha bajado mientras han estado en Artieda. Más bien al contrario. “El hecho de parar, comer con la gente, con la naturaleza, hace que descomprimas. Luego te pesa mucho menos la pantalla”, afirma Cabra. Al cabo de un rato, los comensales empiezan a dispersarse hacia sus lugares de trabajo en sus habitaciones o en el coworking del pueblo. Javier García-Alzorriz, responsable de operaciones de venta en la empresa londinense Eporta, no se va muy lejos: coge dos sillas plegables y una caja de cartón, se construye una oficina portátil en plena calle y empieza a encadenar videollamadas con las montañas en frente, como un colosal fondo de pantalla.
El joven español, afincado en Londres desde hace 12 años, empezó a trabajar en remoto un poco antes de la pandemia y no ha dejado de moverse desde entonces: pasó por Suiza, volvió a España y estuvo temporadas en Madrid y Cantabria, se fue a México, Colombia, Grecia… Y asegura que ha conseguido esquivar el virus, para el que ya está vacunado. “Yo no me he venido aquí porque quería salir de mi cuarto de estar. Pero no he creado nuevas amistades. Alguien me dijo: ‘Hace casi un año que no añado a nadie nuevo en Instagram’. Yo estaba igual”.
Alrededor de su pupitre improvisado, la vida del pueblo sigue discurriendo a su ritmo. Cada tanto se abre una puerta, sale un vecino, saluda sonriente y continúa con sus quehaceres. Hacia las cuatro de la tarde, el alcalde hace lo propio y se dirige al ayuntamiento con un puñado de cartas en la mano. “Aquí tenemos la experiencia de tener el Camino de Santiago. Eso nos ha hecho una comunidad un poco más abierta a acoger al que viene de fuera”, razona Luis Javier Solana, de la Chunta Aragonesista. A media conversación, una moto para personas con movilidad reducida empieza a descender lentamente desde lo alto del pueblo. El conductor, que es el padre del regidor, hace sonar el claxon, desternillado, al pasar junto a su hijo.
Solana explica que en Artieda ya no es posible contemplar una repoblación del pueblo con los recursos locales. En ese sentido, proyectos como Rooral les permiten darse a conocer a personas que tal vez puedan plantearse establecerse en el pueblo de forma permanente. Sin embargo, el alcalde se muestra escéptico en cuanto a la posibilidad de que la pandemia genere un cambio notable en el modelo dominante de concentración en las ciudades. “Pero bueno, nosotros no podemos hacer más. Y yo pienso que tampoco necesitamos tanta gente. Estábamos en setenta y pico, ahora somos ochenta. Consideraría un exitazo que en unos pocos años estemos cien y que haya personas jóvenes”, calcula. ¿Y si pudiera escribir una carta a los Reyes Magos detallando quién quiere que venga? “Que sean buena gente”, sentencia.
Amrein y Barbed se muestran satisfechos con lo que están consiguiendo con Rooral y con el modo que se refleja el proyecto en sus estilos de vida actuales. Pero saben que aún les queda camino por recorrer para alcanzar la viabilidad. Entre sus planes de futuro está aumentar el número de experiencias y su duración, conseguir subvenciones, buscar alquileres más largos o modelos de copropiedad, de manera que puedan abaratar los precios de las participaciones. “Estamos explorando maneras de hacerlo, pero primero teníamos que validar que esto tenía sentido”, explica Amrein. No descartan que a medio plazo puedan darse varias experiencias simultáneas en distintos pueblos, con embajadores locales contratados en cada ubicación. “Somos la antítesis de la startup. Poquito a poco iremos cumpliendo estos hitos. Los tiempos y los recursos que tenemos son otros, pero hay vocación de permanencia”, asegura Barbed.
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