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Amenazas, secuestros y tiroteos: Países Bajos y Bélgica se miran en el espejo del narcoestado

Amenazas, secuestros y tiroteos: Países Bajos y Bélgica se miran en el espejo del narcoestado

¿Cómo ha podido llegar el Gobierno holandés a verse en la necesidad de proteger a la heredera del trono, la princesa Amalia de Orange, y al primer ministro, el liberal Mark Rutte, ante la sospecha de amenazas del crimen organizado? La especial relación de Países Bajos con las drogas blandas ha favorecido un vacío legal por el que estas mafias se han ido colando. Su política de tolerancia —que no de legalización, con la que a veces se confunde— ha impulsado a las redes de tráfico de cocaína y heroína hasta convertirse en auténticos sindicatos profesionales. Estos días, numerosos criminólogos, mandos policiales y políticos coinciden en que no se ha hecho lo suficiente para combatir esta criminalidad que se extiende a la vecina Bélgica, cuyo ministro de Justicia, Vincent van Quickenborne, también se encuentra bajo protección especial por presuntas amenazas del narcotráfico.

“A partir de los años setenta, en Países Bajos ha habido una política de tolerancia con las drogas blandas: hachís, cannabis… no de legalizarlas, la distinción es importante: el consumidor puede adquirirlas [en los coffeeshops, y no se penaliza la posesión de hasta cinco gramos por persona] sin ser perseguido. Pero la producción es ilegal. Así se creó un vacío aprovechado por ciertos sectores de los bajos fondos”, explica el criminólogo Yarin Eski. Esta permisividad favoreció la aparición de traficantes de otras drogas de Sudamérica y el este de Europa. Hoy, la heroína también llega de Oriente Próximo. “Se sirvieron de las buenas infraestructuras holandesas y del puerto de Róterdam, y a partir de los años ochenta y noventa ya había sindicatos profesionales globales de la droga”, señala Eski por teléfono. En 2021, según la Fiscalía holandesa, fueron interceptados un total de 72,8 toneladas de cocaína, la mayoría en el puerto de Róterdam, el mayor de Europa. Es un 74% más que en 2020 y su valor en la calle era de más de 5.000 millones de euros. Hubo 400 detenciones, un incremento del 42% con respecto al año anterior.

El presidente del sindicato holandés de policía, Jan Struijs, pide más infraestructura digital para investigar y normas que faciliten el intercambio de información para ver dónde está el dinero. “Podemos interceptar droga por valor de 250 millones de euros, pero es un negocio de más de 30.000 millones”, subraya. Considera que los mafiosos “están ya infiltrados en el sistema y sobornan a la gente, compran acciones de una compañía, o influyen para otorgar permisos legales para abrir una empresa”. Hace cuatro años, Struijs ya advirtió de que Países Bajos presentaba “muchos de los rasgos de un narcoestado”, como indicaba un informe del propio sindicato. Le respondieron que no era para tanto, recuerda. “Pero, desde entonces, han pasado muchas cosas violentas [incluida la muerte a tiros de Derk Wiersum, abogado de un testigo protegido, y la del reportero de investigación, Peter R. de Vries], hasta llegar a la amenaza contra nuestra futura reina”.

Strujis admite que hablar de narcoestado es “una llamada de atención”. “Porque lo importante es si hacemos lo suficiente contra el crimen organizado, y la respuesta es negativa”, añade. La buena noticia, dice, es que los políticos ya no son ingenuos. “Ahora escuchan y trabajan duro, pero hay que invertir a escala internacional, porque ya no hay fronteras”, añade.

Complot para secuestrar a un ministro

El ministro belga de Justicia, Vincent van Quickenborne, fue víctima el mes pasado de un complot para secuestrarlo. Conoció las amenazas poco después de presentar un nuevo plan de lucha contra el narcotráfico en Amberes, cuyo puerto está considerado el principal punto de entrada en Europa de la cocaína procedente de Sudamérica y donde las bandas rivales libran luchas territoriales y de intimidación. El ministro tuvo que abandonar su domicilio junto a su familia y ponerse a resguardo en un lugar secreto, después de ser alertado de que corría peligro de ser secuestrado por las mafias de la droga, según contó él mismo. “Todo indica que [la amenaza] procede del entorno de la droga”, declaró Van Quickenborne a comienzos de octubre, unos días después de que pudiera regresar a su hogar. Tanto él como su familia permanecerán, por tiempo indefinido, bajo “alta protección”.

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La justicia belga no ha confirmado aún que las bandas de narcotráfico estén tras el frustrado secuestro. Cuatro sospechosos permanecen detenidos en Países Bajos a la espera de ser deportados a Bélgica. Solo cuando estén bajo custodia belga, señalan fuentes de la Fiscalía, podrán empezar los interrogatorios. Pero nadie duda de que el problema de la droga también es acuciante en este país. El año pasado, la policía se incautó en el puerto de Amberes de 91 toneladas de cocaína, con un valor de más de 4.500 millones de euros. Solo el fin de semana pasado, se confiscaron allí otras seis toneladas de cocaína procedentes de Surinam. Y la policía estima que en la capital, Bruselas, y su periferia, se procesa una tonelada de cocaína a la semana, repartida luego al resto de Europa.

“Se cierne el peligro de que Bélgica sea calificada de narcoestado”, dijo en septiembre el fiscal general de Bruselas, Johan Demulle. Ya en febrero, el entonces presidente del Colegio de fiscales generales belga, Ignacio de la Serna, advertía de que “la mafia se está haciendo con el país”.

En Países Bajos, el término Mocro Mafia destaca a los miembros de origen marroquí de estas bandas, con una figura clave: Ridouan Taghi, acusado de una decena de asesinatos e intentos de asesinato. Sin embargo, a Eski, profesor asistente en la Universidad Libre de Ámsterdam, le parece que hablar de Mocro Mafia “es una forma de aplicar un perfil étnico al crimen organizado, que es diverso, ya no son solo marroquíes o turcos”. “Trabajan juntos o libran guerras entre ellos [el 80% de los tiroteos en las calles holandesas son del crimen organizado, según la policía] y no es por su etnicidad. Es por rivalidad, y son grupos tan grandes y profesionalizados que no les importa si pensamos que son violentos. Tampoco temen a la policía, y es doloroso comprobar que no sabemos cómo combatirlos”, lamenta. Y añade: “Hay que hablar sobre qué tipo de país queremos ser, porque no lo sabemos”, aunque reconoce que tampoco tiene respuestas. “Es un debate ético y moral, y hemos sido siempre una tierra de comerciantes pragmáticos. Pero, ¿qué pasa si parte del dinero es ilegal? Por otro lado, legalizar las drogas solo funcionaría con un acuerdo simultáneo a escala internacional”, resume.

Tanto Eski como Struijs coinciden en la urgencia de apartar a los jóvenes, muchos de origen inmigrante, de la atracción del dinero fácil de la droga. El criminólogo es contundente: “Están culturalmente aceptados en la sociedad holandesa, pero estructuralmente excluidos”. Ahmed Marcouch, alcalde de la ciudad de Arnhem, conoce bien el problema. Holandés de ascendencia marroquí, ha sido policía y diputado socialdemócrata y ha puesto en marcha una red de apoyo para facilitar la búsqueda de empleo en la que cooperan padres, asistentes sociales, escuelas, agentes de policía y el Ayuntamiento, con la colaboración de empresarios. El Ministerio de Justicia anima a su vez proyectos similares en otras urbes, y este alcalde calcula que en Arnhem “hay más de 1.000 jóvenes en riesgo de caer en la delincuencia”. La ciudad tiene 164.000 habitantes. “Es crucial cogerlos a tiempo, a veces observando desde la primaria”, recalca.

“Siempre habrá crimen organizado y hay que vivir con un cierto grado de inseguridad, pero lo de ahora no es lo que queremos”, reconoce Struijs. Y no se olvida de los usuarios de la droga: “Deben entender de una vez que ayudan al crimen organizado”.

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