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Amor contra el tiempo


Hay pocas compañías mejores para Richard Wagner que la de su admirado Vincenzo Bellini. En sus años formativos como director de orquesta, el alemán dirigió óperas como I Capuleti e i Montecchi, La straniera, I Puritani y Norma en los teatros de Magdeburgo, Königsberg y Riga. La primera la había visto ya como espectador en Leipzig en 1834 y la actuación de Wilhelmine Schröder-Devrient (que luego estrenaría los papeles wagnerianos de Adriano, Senta y Venus) como Romeo le causó un impacto decisivo, tanto musical como teatral y dramáticamente. Aunque su propio estilo empezaría a divergir cada vez más del de Bellini, Wagner tuvo siempre palabras amables para su colega. En 1872, en plena composición de Götterdämmerung, Cosima recoge en su diario que “R. canta una cantilena de I Puritani y señala que Bellini escribió melodías más deliciosas que nuestros sueños”. Y seis años después se refirió al Romeo de Schröder-Devrient como lo que se encontraba en la trastienda de la “exaltación” del segundo acto de Tristan und Isolde.

Cuán adecuado resulta, por tanto, que en estos días se alternen en el escenario del Teatro Real Siegfried y Norma, de la que Wagner afirmó en 1837 que, de todas las creaciones bellinianas, era “la más rica por el modo profundamente realista en que la auténtica melodía se une a la íntima pasión”. Confesó percibir en el italiano “un profundo y ardiente deseo de respirar libre y profundamente”, que invita a deshacerse de “toda la pomposidad del prejuicio y la pedantería” propia de los expertos musicales alemanes y anima a ser por fin, en cambio, “un ser humano feliz, libre y dotado de todos los espléndidos órganos de receptividad para todo lo que es hermoso”. Se trata de toda una declaración de intenciones que, más allá de su componente innegable de reclamo publicitario para que el público acudiera a las representaciones de Norma que él mismo iba a dirigir, esconde una admiración genuina por Bellini, hasta el punto que dos años después, con objeto en hacerse un nombre en París, compuso un aria alternativa para Oroveso (“Norma il predisse, O Druidi”) que Luigi Lablache se negó a cantar arguyendo que era “imposible insertarla a estas alturas en una ópera que se representa con tanta frecuencia como la de Bellini”.

Por seguir con los símiles wagnerianos, Norma tiene algo, o mucho, de personaje operístico total, llamado a hacer una cosa y –a renglón seguido– su contraria, a mostrar ternura que al poco se muda en ferocidad, a ser ora desvalida, ora implacable, a alternar agudos restallantes y graves cavernosos, a demorarse en largas notas o explayarse en sartas de acrobáticas y cromáticas coloraturas. Yolanda Auyanet, que ya había encarnado en el Teatro Real papeles protagonistas en segundos repartos de óperas como La clemenza di Tito, Turandot e Il pirata, salta ahora por merecimientos propios al primer reparto tras haber rodado el papel de Norma en otros teatros y, sobre todo, con una sólida reputación conquistada paso a paso mayoritariamente fuera de España.

Uno de los grandes dilemas del belcanto consiste en dónde respirar, sin que se resienta la línea, en medio de esas melodías bellinianas “largas, largas, largas”, como escribió Verdi al crítico musical francés Camille Bellaigue en 1898. La de “Casta diva” es una de ellas y, quizás algo atenazada por los nervios y con semejante entrada en escena, Auyanet prodigó las tomas de aire y no demostró lo que sí quedó de manifiesto en posteriores intervenciones, empezando por la propia cabaletta, “Ah, bello a me ritorna”, con agudos seguros y muy bien colocados, o gran parte del segundo acto, en el que cantó con mucho mayor aplomo. La canaria hace un alarde de entrega, pero, en general, le falta rotundidad en el centro y es más afín a la madre y amiga afectuosa que a la sacerdotisa y amante vengativa. Parece muy capaz de enriquecer su encarnación, hacienda suyo aquello que Pier Paolo Pasolini admiraba en Maria Callas, “la más moderna de las mujeres, pero en ella vive una mujer antigua extraña, misteriosa, mágica, con terribles conflictos internos”. En la composición de Auyanet hay muchos tonos ocres, pero se beneficiaría mucho de una mayor negrura y, quizá, de la asunción de más riesgos, adentrándose por sorpresa en vericuetos inesperados.

La soprano canaria se creció, por ósmosis casi, en los dos dúos con Adalgisa, que brindaron los mejores momentos de la noche, gracias a la colosal prestación de Clémentine Margaine, la gran triunfadora del estreno, a pesar de que su papel es mucho menos ambicioso que el de Norma. Con una voz homogénea, graves y agudos poderosos, buena dicción, excelente coloratura y auténtico fuego interpretativo (sabiamente atemperado en sus dúos con Auyanet para evitar desequilibrios), la francesa podría incluso llegar a ser, si se lo propusiera, una impactante y oscura Norma. Giulia Grisi, que estrenó el papel, se pasó luego al personaje protagonista y el crítico inglés Henry Chorley, que tuvo la suerte de escuchar también a Giuditta Pasta, el “ángel enciclopédico” que inspiró a Bellini para crear su inabarcable personaje, dijo que Grisi había mejorado, quizás, en algunos aspectos a su modelo, porque en su encarnación había “más pasión animal”. A la “salvaje ferocidad de la tigresa” sabía unir “un cierto encanto frenético que extasiaba al oyente”. Le cuadran bien todos estos mismos sustantivos y adjetivos a Margaine y, a tenor de los unánimes aplausos finales, en el Teatro Real dejó a todos subyugados.

Michael Spyres se sitúa casi en el extremo emocional opuesto: aunque posee una voz atractiva en el centro y sabe delinear bien las frases, el estadounidense raramente parece implicado en lo que canta o, al menos, transmite poco y su canto suena siempre exterior, una cáscara desprovista de auténticos sentimientos por dentro. Roberto Tagliavini, en cambio, llena de nobleza y enjundia a Oroveso, al igual que ha hecho con todos los papeles que ha cantado en los últimos años en el Teatro Real: contar con él es un seguro de vida y garantía de musicalidad de altos vuelos. En conjunto, y dadas las inmensas dificultades que plantea la ópera, estamos ante un reparto vocal de muy alto nivel, como suele ser habitual en Madrid en los últimos años.

Marco Armiliato ha sustituido al anunciado Maurizio Benini y lo más probable es que hayamos salido perdiendo con el cambio. Es la suya una dirección, dicho sea sin desdoro, muy propia de una cierta cara muy reconocible del Met neoyorquino, donde es reclamado con frecuencia: eficaz, ruidosa (bullanguera incluso en “Guerra! Guerra!”), superficial, poco matizada. Ni la orquesta sonó con la gran calidad habitual, ya desde una Sinfonía inicial enérgica e impetuosa pero carente de refinamiento y con preponderancia de los metales, ni estuvo todo lo pendiente que debería de los cantantes, bien por taparlos (sobre todo a Norma), bien por no saber ajustar el acompañamiento a la flexibilidad de su fraseo. Al final cosechó aplausos moderados e incluso algún abucheo aquí y allá, lo que no suele ser nada frecuente en el Real, que suele reducir su premio a los directores musicales a la indiferencia o a los vítores.

La nueva producción de Justin Way, que salta del anonimato de detrás de las bambalinas (es director de producción del Teatro Real desde hace años) a decidir cuanto acontece aquí sobre el escenario, parte una muy buena idea cuya plasmación se queda quizás a medio camino. Plantea un doble juego espaciotemporal en el que los protagonistas (excepto Pollione) tienen una doble vida: la de sus personajes y la de los cantantes que los encarnan en la Italia contemporánea de la creación de Norma. Galos y romanos conviven –o se confunden– con italianos y austríacos coetáneos de Bellini, con los roles invertidos, pero con idéntica dicotomía entre opresores y oprimidos. El libreto de Felice Romani, sin embargo, no permite grandes jeribeques psicológicos ni teatrales, por lo que la propuesta de Way acaba resultando elíptica, cuando no críptica. Funciona muy bien en la primera escena, cuando parecen acotarse tres espacios bien diferenciados: el teatro (el palco que acoge a Pollione y Flavio), el escenario en que se desarrolla la ficción y el proscenio como territorio intermedio. Que, en la segunda escena, el reverso de esa escenografía sea el espacio privado de los cantantes es un gran hallazgo, como lo es la convivencia de dos tipos de un (meta)vestuario decididamente paródico, pero cuando en el final del segundo acto va espesándose poco a poco el bosque primigenio (después de que un escenario vacío acogiera el trascendental dúo de Norma y Pollione) y desciende por fin el telón recogido del falso teatro, el palíndromo escenográfico, y el doble juego temporal, queda incompleto sin aquel palco inicial. Aun así, sacar tanto partido teatral de un título belcantista tiene un mérito enorme y refuerza la imposibilidad de un amor que ha de luchar no solo contra las convenciones, contra lo prohibido, sino también contra el tiempo entendido como –una vez más– doble concepto tanto histórico como filosófico.

Norma se repuso tras el fracaso del estreno, que tanto contrarió a Bellini (su juventud, confesó a su amigo Francesco Florimo, es lo que le daría “fuerza para vengarme de esta tremenda caída”) y se convirtió en el epítome del melodrama belcantista romántico. Nada menos que Arthur Schopenhauer eligió el dúo “Qual cor tradisti”, entre Norma y Pollione, muy cerca del final, y excelentemente cantado por Auyanet, “como el mejor ejemplo del efecto genuinamente trágico de la catástrofe, la resignación del héroe y la ulterior exaltación espiritual”. En los suplementos del tercer libro de El mundo como voluntad y representación se refiere a Norma como “una tragedia de extrema perfección, un verdadero modelo de la trágica disposición de los motivos, del progreso trágico de la acción y del trágico desenlace, junto con el efecto de todo ello en la manera de pensar de los héroes, que se eleva por encima del mundo y que se traspasa luego al espectador; de hecho, el efecto alcanzado aquí resulta tanto más natural y sencillo, y más característico de la verdadera naturaleza de la tragedia, cuanto que no aparecen en él cristianos o ni siquiera sentimientos cristianos”. Nadie debería perderse, por tanto, esta tragedia perfecta, preludio de la no menos consumada –esta sí, con elementos cristianos, o hipócritamente cristianos– que se abatirá el 13 de abril en el Teatro Real sobre el desdichado pescador Peter Grimes.


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