Periodista y fotógrafa documental. Ana Palacios (Zaragoza, 1972) se dedicó durante 17 años a la producción de cine americano. Ha trabajado con Ridley Scott, Roman Polanski, Milos Forman, Tony Kaye o Michael Radford, entre otros. Es decir, ha desarrollado su carrera en el cine de primer nivel, pero tras un viaje de cooperación a India fue más consciente que nunca del despilfarro económico de su profesión. “Satisfacer los caprichos y excentricidades de Hollywood costaba millones de euros; mientras en India una familia con 10 euros podía comer toda la semana”, detalla.
Viajó a Tanzania para visibilizar los problemas de cáncer de piel que tienen los niños albinos e hizo una serie fotográfica en el refugio de Kabanga que marcó definitivamnete su carrera. Sobre aquella experiencia, Palacios explica que el eje de aquel proyecto era la prevención del cáncer de piel: “El sol les está matando y no lo saben, las madres los ponen al sol durante horas porque no entienden que les falta melanina. Pero, además, están perseguidos por las supersticiones, unos creen que están malditos o otros que traen buena suerte, por eso hay brujos que hacen pócimas con partes de sus cuerpos para gente adinerada”.
Hoy Palacios expone parte de su trabajo en Las Habitantes, una muestra de 25 fotografías donde visibiliza la lucha diaria de miles de niñas que buscan cambiar su destino y abandonar ese círculo perverso de la pobre que les lleva a aceptar en muchas ocasiones la vulneración de sus derechos. La exposición puede verse en el B the Travel Brand Xperience de Madrid hasta el 15 de junio.
17 años trabajando en producción de cine americano al más alto nivel. ¿Te decepcionó lo que encontraste?
En principio me gustó todo porque era exactamente lo que lo que yo quería hacer y era mi sueño desde pequeña. Pero, quizá, lo que me dejó de gustar o lo que terminó cansándome fue la intensidad de la actividad porque, aunque ganaba mucho dinero, mató mi vida personal. También viré a esta nueva profesión porque tuve la sensación de que había mucho despilfarro en las superproducciones, e insisto en que es una sensación mía, ya que sé que cada dólar que se usa está muy medido; sin embargo, algo me decía que eso no estaba bien.
Había muchas cosas que comprábamos que no usábamos o que iban destinadas a satisfacer las excentricidades de Hollywood, los caprichos de los directores que suponían millones de euros, etc. A mí eso me chirriaba. En ese momento, además, vi un programa de Españoles por el mundo con la Fundación Vicente Ferrer que me hizo mirar otras cosas, pensar que podría llevar a cabo un cambio de vida.
Todo lo que se compra para las películas, ¿qué se hace con ello después?
Se revende a empresas de atrezzo y vestuario, si se ha construido algo se lo queda la localidad, también la gente del equipo se lleva cosas, a veces lo regalan, etc. Yo concretamente llevaba la gestión de los hoteles, mercancías y los viajes del equipo. Me pasaba muchas veces que compraba billetes de avión que se perdían y no importaba nada; hoteles o apartamentos para actores que estaban ya pactados con sus representantes y al llegar no les gusta y les teníamos que alojar en otro sitio sobre la marcha, a pesar de que ya habíamos pagado todo el alojamiento por algunas semanas. Es que quizá eran 6.000 euros al mes por un apartamento. No podía compartir aquello, aunque estuviera presupuestado.
Consciente de estas extravagancias, te dices a ti misma: “Madre mía, ¿dónde estoy?”.
No fue inmediato, no creas, fue una cosa de desgaste. Fue el 2010, tras el viaje a India, cuando comienzo a ser sensible con esos gastos y cuando he visto que con 10 euros en las zonas rurales de este país puedes alimentar a una familia durante una semana entera. El valor del dinero en ese momento tomó una dimensión diferente para mí, vi que con muy poco se pueden cambiar las cosas. Ahí es cuando pensé en usar la fotografía y el periodismo como herramientas para poder transformar, aunque fuera sólo un poco, dando visibilización a comunidades desconocidas que apenas tienen cabida en los medios.
¿Dejaste el trabajo?
No, tampoco sabía si iba a cambiar de profesión. Entre películas, como era freelance, me iba a un proyecto de cooperación con algún tema que me interesara con el fin de poder documentarlo haciendo fotos, aunque –si te soy sincera– sin saber qué haría con ellas. Comencé a enseñarlas, a contar sus historias y vi que la gente tenía interés, no sólo en conocer a las personas, sino también en ayudar de alguna forma.
En el documental de Niños esclavos. La puerta de atrás hay una niña que está siempre vestida con un traje de sevillanas y aparece muchísimo. ¿Cómo fue la relación con ella?
Sí, sí. Ese traje de sevillanas vete a saber desde qué parte del mundo llegó a ella. En gran parte de los países de África, que es donde más he trabajado, los niños de los orfanatos y centros de acogida se visten con ropa que llegan de donaciones de las ONG, ropa de segunda mano, etc. No tienen ropa nueva. La niña del vestido se llamaba Lavande –nombre ficticio– y ¡no se quitaba el vestido! Recuerdo que le pedí que se pusiera otra ropa porque a ella le hacía muchísimas fotos e iba a salir vestida siempre igual. (Ríe)
Colaboras con varias ONG religiosas, ¿hay que creer en Dios para hacerlo?
Me alegra que me hagas esta pregunta porque soy una atea recalcitrante. Cuando comencé a viajar a proyectos de cooperación todo era nuevo, no conocía el mundo de las monjas y mucho menos el de las misioneras. Para mí fue un descubrimiento porque no se oye hablar de ellas, ni de lo que hacen en los contextos de pobreza ni de lo mucho que trabajan durante años escuchando e integrándose en las comunidades a las que ayudan. No son una organización que llega, hace un proyecto y se va, ellas se quedan durante décadas ayudando porque viven los problemas de esas personas como si fueran suyos. De verdad, donde están los misioneros la vida es siempre un poco mejor para las comunidades que viven en la pobreza. Entonces, contestando a tu pregunta: no creo en Dios, pero sí en la labor que hacen los misioneros. Así que, benditos sean.
Desde tu experiencia, muchas veces desde los países más desarrollados intentamos ayudar a las personas de los países más pobres de África, India, América Latina, etc. ¿En qué crees que nos equivocamos?
Es que es fundamental escuchar las necesidades que ellos transmiten que tienen, no sólo las que nosotros detectamos que tienen como blancos y eurocentristas. Me explico: a lo mejor tú crees que necesitan un pozo de agua en el pueblo porque es más cómodo o práctico, pero resulta que las mujeres de esas comunidades aprovechan esa hora y media de desplazamiento al pozo más cercano para charlar entre ellas, estar un rato solas y no estar trabajando en casa. Es un momento de ocio para ellas. No debemos tener una mirada condescendiente, tenemos que escuchar y saber qué quieren y ayudarles, pero no dándoles caridad, sino educación. De nada sirve un hospital fabuloso si no saben usar los Rayos X o no tienen personal sanitario ni electricidad o acceso a agua. Hay que trabajar más en conjunto, y creo que ahora estamos en esa línea.
Hay un libro que se llama Cuando la ayuda es el problema: hay otro camino para África, de Dambisa Moyo, que habla precisamente de esta problemática a la que te refieres.
Claro, es que es cierto que no debemos dar caridad, sino ayudarles con educación y formación. Recuerdo que en Etiopía visité una maternidad y las mujeres se salían al umbral de la puerta a dar a luz porque hacerlo dentro, en un interior, les parecía sucio. Ahí la labor es de sensibilización y transformación de sus creencias ancestrales explicándoles que es más seguro para su vida y la del bebé dar a luz en un espacio esterilizado o que la mutilación genital femenina no es un acto de amor para sus nietas e hijas, sino un ataque directo a su salud y a su integridad física. Es que no saben que cosas tan básicas como que lavarse las manos es una forma de no coger infecciones y enfermar.
Hablas de cómo salen a dar a luz fuera por creencias ancestrales, mientras en los países desarrollados muchas madres dan a luz en casa obviando el peligro que pueden correr sus vidas. ¿No es un poco paradójico?
A ver, pero estas mujeres que dan a luz en sus casas no lo hacen en un hueco en la tierra o en un bosque. Creo que puede haber un equilibrio entre un parto programado y quirúrgico porque le viene bien al médico para tener libre el fin de semana, por ejemplo, y un parto un poco más natural. Pero, bueno, yo respeto todo.
Uno de tus proyectos más conocidos es el dedicado al centro de acogida de niños albinos en Tanzania. Un colectivo incomprendido en África que tiene que ser salvaguardado porque sus vidas corren peligro.
De nuevo las creencias. Las personas con albinismo en África tienen un gran problema, los propios padres de esos niños albinos no saben que es una condición genética, una carencia de melanina en la piel, los ojos y el cabello; ellos creen que son hijos del demonio, de un blanco, que la mujer que les ha dado a luz está maldita, que es un espíritu o que curan el sida. Hay brujos que hacen pócimas con partes de sus cuerpos porque creen que traen buena suerte, normalmente son pócimas que se hacen para gente adinerada.
Pero igual de supersticiosa.
Claro. Por ejemplo, se cuenta que cuando hay elecciones en estos países hay más mutilaciones de personas albinas para atraer a la buena suerte. Pero más allá de eso, lo que me interesaba que se viera era la problemática que tienen con el cáncer de piel, nadie les ha explicado nunca que deben protegerse del sol y su esperanza de vida es de 30 años, 20 menos que una persona no albina en Tanzania. El sol les está matando y no lo saben, las madres de niños albinos los ponen al sol durante horas porque no entienden que les falta melanina. Por eso, una de las patas importantes del proyecto tenía que ver con la prevención, enseñarles cómo ponerse la crema protectora porque cuando se la dan, lo que hacen es echarla sobre la ropa, no sobre la piel. No debemos asumir que todo el mundo sabe qué hacer con una crema o dónde se pone.
Las comunidades que visitas, ¿cómo te reciben?
En general bien porque siempre voy con ONGs, no me presento allí sin más, sino que voy de la mano de las personas que les ayudan. No te niego tampoco que aún hay mucho sentimiento de que nosotros tenemos la culpa de todo y de que la colonización fue el mal del continente. Entonces, para ellos un blanco es el símbolo de dos cosas. Por un lado, te ven como dinero, piensan que eres millonario; y por el otro, te culpan por su situación porque piensan que eres el responsable de su precariedad.
Otra serie de imágenes que tienes es la de chicas muy jóvenes con sus “dueñas”, un término espantoso que allí está naturalizado. Hay personas que son “dueñas” de otras.
Estas chicas jóvenes proceden de familias numerosas de zonas rurales de África que tienen naturalizado la entrega de sus hijas a amigos de la familia o familiares para que se las lleven a lugares donde trabajen, ya sean zonas urbanas u otros espacios rurales. Ellos lo ven como una boca menos que alimentar, nada más, pero también dan por hecho que allá donde vayan comerán mejor. Incluso, ven el trabajo de ese niños o niña como una remesa económica para ayudar en casa. Lógicamente, eso no suele suceder porque el intermediario se queda el dinero o directamente se deshace del niño. Por tanto, esas “dueñas” cree que esos niños y niñas están a su servicio, y terminan sin tener ningún vínculo con su familia original.
¿Rompen totalmente con el pasado?
Claro. Es que, además, muchos de ellos no saben regresar a sus hogares porque ni saben dónde están. Cuando se los llevan hacen rutas confusas para que no lo recuerden y pierdan la orientación, pero no pienes en autobuses llenos de niños que van a trabajar, no, van en motos, coches, mototaxis, etc. Nada llama la atención, es todo como muy natural, algo que se hace y no está mal visto.
¿Cómo te dejaron hacer esas fotos esas dos personas: la “dueña” y la “propiedad”?
Porque es tan natural para ellas que te las enseñan sin problema. Efectivamente, los niños son una propiedad y esas “dueñas” no se avergüenzan, están orgullosas. Por eso pude hacer esas fotos.
No es caridad ni ayuda, es propiedad. Entiendo.
Claro, es trabajo: la oferta y la demanda. Yo necesito ayuda y que sea mano barata, no hay más. Pero todos son trabajos muy precarios, muchas niñas sirven en casas, y ahí tenemos un doble desafío y peligro porque lo normal es que el dueño termine abusando de ellas, violándolas.
En el Amazonas –Frágil Amazonía– también te encontraste con otra realidad dramática de infancia y prostitución interiorizada por la sociedad . Las familias animan a sus hijas a que busquen el favor de los hombres para mejorar sus vidas y, de paso, la suya propia.
La principal razón de todo esto es la pobreza. Nadie haría esto si no lo necesitara, si tuviera los recursos necesarios no entregaría a sus hijos e hijas a nada de esto. En esta zona del Amazonas, donde confluyen las fronteras de Colombia, Brasil y Perú, siempre hay tráfico de todo tipo, ya sean personas, armas o drogas, y también hay una industria maderera muy fuerte, minería y pesca ilegal. Por tanto, hay muchos hombres allí trabajando de muchas formas, tanto legales como ilegales, que ponen sus ojos en las niñas y chicas, y las invitan a pasar con ellos el fin de semana en Caballococha, una pequeña localidad de entretenimiento, con promesas de comprarles ropa, un móvil, etc. Entonces, ante la gran pobreza que hay, las familias dicen a sus hijas que se vayan para conocer a alguien que les saque de allí o que lleven dinero para que puedan comer todos. Es una zona de mucho riesgo para las niñas, son el objeto de deseo perfecto y fácil.
Por eso, la clave es la educación. Las familias deben saber que el niño tiene derechos, que no los pueden pegar y maltratar, o poner a trabajar, sino que tienen que cuidarlos, garantizarles una salud y saber que tienen derecho a ir al colegio, que no lo pueden abandonar para casarse o por matrimonios pactados y embarazos precoces. Sólo así, formándose, podrán tener la capacidad de tener trabajos mejores y romper esos círculos perversos de la pobreza de sus comunidades.