¿Qué lugar tiene el amor en un mundo como el nuestro? El filósofo Alain Badiou lo venía cuestionando en su libro Elogio del amor, y ahora, oportunamente, sus palabras resuenan cuando apunta: “Realmente pienso que el amor, en el mundo tal cual es, se encuentra en ese asedio, en ese cerco y que está, a este respecto, amenazado… Lo que probablemente supone, como lo diría el poeta Rimbaud, que también deba ser reinventado”. Y conjetura: “En efecto, el mundo está lleno de novedades y el amor debe ser también comprendido en esa innovación. Hay que reinventar el riesgo y la aventura contra la seguridad y la comodidad”. Lo notable del amor —y el secreto de su virulenta resiliencia— es su capacidad de inundar nuestro sistema con una toxina que provoca una indiferencia tenaz hacia las contradicciones inherentes a sus propias compulsiones y su retórica. Mas ¿qué cosa es el amor?
Desde el nacimiento, precisamos de interacciones, y del lenguaje, para completar el cableado de nuestro cerebro. Inevitablemente, los cuidadores de los que nos valemos para nutrirnos, a través de una larga dependencia, acaban moldeándonos —Kipling lo capta en la historia de Mowgli, criado en la selva—. Asimismo, nuestra vida adulta la pasamos en gran medida con otros: tanto personas o animales con los que convivimos e interactuamos como con la ubicua presencia virtual de quienes descubrimos en nuestras lecturas, el cine o la televisión, y personas del pasado que habitan nuestro mundo subjetivo, como entidades internas o recuerdos, incluso en soledad. El hecho de que nuestras vidas están tan íntimamente relacionadas con las de otros hace que las cualidades del apego sean fundamentales para darle su textura emocional a la nuestra, su tono, el brío, la vitalidad misma. Los grandes escritores han inventado formas de experiencia que no habían sido posibles antes de que escribieran sobre ellas —es evidente lo mucho que Jane Austen o Flaubert nos han enseñado sobre el romance como potencial humano—.
El romance está más cerca del amor que del enamoramiento, surge en relación con el amor —un tipo particular de amor que conlleva fuertes corrientes eróticas—. Comúnmente hablamos de romance para describir un sentimiento particular y un modo de relacionarnos que genera emociones intensas, estimula el juego imaginativo y fomenta la devoción por ciertos ideales. Aprendemos a amar en el contexto de la infancia, y el amor busca perpetuamente una especie de completitud que oculta lo desconocido, lo peligroso. El romance, en cambio, se nutre de la novedad, del misterio, del peligro, por eso la familiaridad lo dispersa y el tiempo es su enemigo. “Al nacer fuimos arrancados de la totalidad”, escribe el poeta Octavio Paz en La llama doble. Amor y erotismo. “En el amor, todos nos hemos sentido regresar a la totalidad original. Por esto, las imágenes poéticas transforman a la persona amada en naturaleza —montaña, agua, nube, estrella, selva, mar, ola— y, a su vez, la naturaleza habla como si fuese mujer. Reconciliación con la totalidad que es el mundo”, sigue. La gran ironía de nuestros esfuerzos por hacer que el amor nos procure seguridad es que acaban haciéndolo más peligroso. Anhelamos tanto la seguridad como la aventura, lo familiar como lo novedoso, y buscamos formas de perseguir alternativamente ambos anhelos, aunque nos desequilibre. Paz nos recuerda que “la palabra pasión significa sufrimiento y, por extensión, designa también el sentimiento amoroso. El amor es sufrimiento, padecimiento, porque es carencia y deseo de posesión de aquello que deseamos y no tenemos; a su vez, es dicha porque es posesión, aunque instantánea y siempre precaria”. Para los griegos, según Fedro, el amor es casi tan antiguo como el caos.
¿Por qué ese tipo? ¿Por qué esa chica? Está la causa del deseo —el flechazo—, lo que Freud llamó la condición del amor, Liebesbedingung. Es un rasgo particular, o un conjunto de rasgos que tienen una función decisiva para la elección del ser querido, es único para cada persona, depende de su historia, singular e íntima. La cultura popular y la ciencia nos dicen que la química es crucial en el amor, la emoción está ahí o no, se nos dice. “Estamos programados de forma innata para el amor”, comenta la especialista en neurociencia del comportamiento Zoe Donaldson, de la Universidad de Colorado Boulder, “luego viene toda la superposición de la cultura en la que estamos inmersos, pero la neurobiología subyacente es innata —no elegimos aumentar nuestro ritmo cardiaco cuando vemos a alguien que nos atrae—, el tener química con alguien activa en nuestro cerebro una cascada de fenómenos”. Donaldson lo ha estudiado en los ratones de pradera Microtus ochrogaster, que forman lazos de pareja de por vida. “El núcleo accumbens juega un papel importante en nuestro sistema de recompensa y motivación, es una región cerebral en la que se codifican los enlaces de pareja altamente gratificantes”, y explica que “la interrupción de la señalización dentro de esta región altera la formación de enlaces en los ratones”.
En palabras de la psicoanalista Julia Kristeva, “la alquimia de las identificaciones” del amor engloba una compleja contingencia de factores, muchos de ellos inconscientes. Pero el deseo y la pasión se dan en contextos, y tenemos mucho que ver con la construcción de dichos contextos, en los que es más o menos probable que afloren otros.
David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.
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