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Angélica Liddell y Albert Serra llevan los toros al Pompidou de París


Este domingo en París, mientras la ciudad celebra los 100 años de la muerte de Proust con una exposición de lo más polvorienta, y en una misa en pleno centro homenajean al diseñador Thierry Mugler, dos toros de lidia del arte contemporáneo, el cineasta Albert Serra y la autora y directora de teatro Angélica Liddell, se encuentran en el Pompidou para hablar de muerte y de tauromaquia, esa práctica tan antigua de la que no conviene hablar mucho no vaya a ser que las hordas antitaurinas revienten el acto. Sin embargo, en las inmediaciones del museo no hay señales de protesta alguna. Todos los protestantes están concentrados en el puente del Alma contra el pasaporte sanitario.

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Impugnando todas las previsiones, los obedientes estamos en las colas del Pompidou, que llegan hasta la bandera, donde reza un lema en neón del artista inglés Tim Etchells: Qu’y a-t-il entre nous? (Qué hay entre nosotros). El museo ha invitado a Albert Serra para que modere sus encuentros Hors Pistes (Fuera de Pista), una cita anual en la que participa desde hace años y que reúne las propuestas artísticas más innovadoras, que esta vez ha contado, de la mano de Serra con el epígrafe Cuerpo a cuerpo, con el actor Benoît Magimel (La pianista, Michael Haneke), el cineasta rumano Radu Jude y la escritora y dramaturga española Angélica Liddell.

¿Qué hay entre Angélica Liddell y Albert Serra? ¿Y qué hay entre ellos y nosotros? Los toros lo explican todo. El encuentro comienza con uno de esos excursos interminables del realizador catalán —que no calle, por favor— que le pregunta a Liddell por qué ha elegido ese tema en una de sus últimas obras, Liebestod, el olor a sangre no se me quita de los ojos, una pieza que se estrenó en la última edición del festival de Aviñón y que se adentra en la vida del torero Juan Belmonte. La dramaturga se lanza al ruedo hablando de su particular bestia negra, la vida. Hace más de veinte años que Liddell lidia en la plaza de Aviñón, donde se consagró, y sus faenas no han dejado de fascinar al público, por su capacidad para poner al público frente a la bestia, como sucede con Albert Serra y el festival de cine de Cannes, donde nació artísticamente. No es una novedad que los artistas españoles de mayor riesgo hayan encontrado en Francia su plaza principal, sucedió con Picasso, con Buñuel, hasta con Goya —su primer biógrafo Matheron fue francés—, y sigue sucediendo con Arrabal, con Barceló.

Angélica Liddell, durante la representación de la pieza ‘Liebestod, el olor a sangre no se me quita de los ojos’, sobre el torero Juan Belmonte.Christophe Raynaud de Lage

Liddell responde, sin el menor ánimo de provocar: “No me interesan los debates morales, de verdad que no es provocación, me interesa el espectáculo de los toros por lo que tiene de inmoral precisamente: como decía Bergamín, solo lo inmoral educa”. El peligro, o enloquecer en medio de la faena, es otro de esos riesgos que conviene correr. Sin ese riesgo no hay arte, sin plantarse ante la muerte no hay vida. La transfiguración sucede en el mismo instante del ritual, y esa Angélica Liddell que ha construido su arte disparando a todo lo que se mueve ha encontrado como Belmonte su manera de desafiar las reglas del arte contemporáneo.

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La dramaturga habla de su desprecio por la vida. Como buena suicida, como Belmonte, la realidad no la convence. Lo mecánico, lo que ya nace muerto, es lo que combate. Y en ese combate la violencia no existe. Es todo lo contrario, dice, la violencia de la belleza es otra muy distinta a la violencia del Estado. Como dice Steiner, el genio no se rige por la democracia. Ella trabaja con las emociones puras, en un espacio ritual, y esa búsqueda de la belleza que supere o impugne la violencia de la realidad es lo que la salva de pegarse un tiro, o pegárselo a alguien. Nadie como ella ha cogido el toro por los cuernos en su escritura, nadie se ha arrimado tanto en sus puestas en escena. Liddell no soporta la vida, pero no se vence, una y otra vez se lanza al toro.

Imagen de la película ‘Liberté’, de Albert Serra.

Lo que hay entre Liddell y Serra es algo parecido a esa búsqueda salvaje. Serra lo dejó patente en su último trabajo, Liberté, quizás la más extrema de sus películas, pero les diferencia algo. Mientras Serra bucea en los abismos de la belleza como un pez sable, huyendo de esa vida de “segunda categoría” que sucede fuera del arte, Liddell es desafiante y agresiva como un Leviatán. Claro que el teatro no se puede montar como el cine. En el teatro no hay arreglo o manipulación posible. Serra lo describe como su gran frustración, la del arte total. Tener que trabajar con gente lo exaspera. En cambio, Liddell puede permitirse llenar ella sola el escenario, en tiempo real, como los toreros.

La aversión de ambos por los actores profesionales también les une. Últimamente, dice la dramaturga, se han convertido además en figuras icónicas y ejemplares de la sociedad, el vivo retrato del éxito, así que su motor, la fuente de la que bebe su arte, es la del odio, la destrucción de todo lo que la hiere. Ese cuerpo a cuerpo con la vida, sometido al raciocinio, al equilibrio y a la búsqueda desesperada de una catarsis o liberación, es lo que la mantiene viva: “Sin el trabajo no sé vivir, no tengo ni idea, es lo que me mantiene en pie, pero si me preguntas por la relación con los otros, con el público, si busco gustar, la respuesta es no. No busco amigos”.

A todas las preguntas de Serra, Liddell vuelve a su casilla de salida. No hay en esta mujer progresión alguna, no hay meta a la que llegar. La finalidad está ahí, en el instante y en el comienzo de la creación. Cada trabajo es una manera de salvarse de la cogida. Ella nos planta, como al toro sin educar, y se va por la puerta grande cada vez que lo intenta. Como Serra, que no ha dejado de evolucionar sin mover los pies del sitio, como Belmonte. Él mismo está ahora inmerso en la producción de su próxima película, Bora, Bora, rodada en una isla del Pacífico con Benoît Magimel de protagonista, a la vez que trabaja en su siguiente largometraje, la mejor película que se ha rodado sobre el arte de la tauromaquia, según sus propias palabras, y no será París quien lo dude.

Un misterio el de esta ciudad que hace una retrospectiva de Baselitz lo mismo que intercala un homenaje a Yves Saint Laurent entre las obras de Mondrian, y es totalmente impotente a la hora de homenajear a su mayor artista. Como si no supieran que la única forma de honrar a Proust consiste en convocar sin el menor estruendo, sin quererlo casi, a dos personajes irrepetibles como Liddell y Serra.

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