Pocas hipérboles quedan ya que no sean ciertas sobre Anne-Sophie Mutter (Rheinfelden, Alemania, 58 años), quien cumple ahora 45 años como violinista y ha tocado a todos los grandes autores en todas las grandes salas y cosechado todos los grandes premios. Debutó a los 13 en el gran festival de Lucerna y ahí fascinó al legendario Herbert von Karajan, quien la apadrinó y la preparó para la gloria. Ella se encargó de alcanzarla, y de ir más allá. Los mejores compositores vivos le han dedicado piezas de violín: nunca un intérprete inspiró tanta música. Krzystof Penderecki, André Previn, Sofia Gubaidulina… Hasta nueve. El último, estrenado este julio, es de John Williams, el formidable compositor cinematográfico.
Hoy, en transición de estrella a leyenda (y una que debe existir en la cuarta ola feminista), sus inquietudes de solista parecen en un segundo plano: le preocupa más el futuro inmediato de la música a la que ha entregado la vida. Se sienta a la mesa, eso sí, con el gesto de siempre, reposando en la silla desocupada el violín que le cuelga del hombro. Su Stradivarius, uno de 1710, el llamado Lord Dunn-Raven, del que Mutter es usufructuaria desde 1985, va siempre con ella, en una funda de Fendi que su hoy treintañera hija decoró de pequeña con dibujos de elefantes y palmeras. Así sabe que está a salvo; hoy, por ejemplo, en la terraza del hotel María Cristina de San Sebastián, donde se deja entrevistar, cosa inusual, tras participar en la Quincena Musical. “No siempre llevo el Strad”, enmienda con severidad germánica. “Hace poco fui de vacaciones a Apulia (Italia) y me llevé otro violín. Tengo cinco instrumentos contemporáneos. A veces los toco en el escenario. La música de hoy pide que tratemos los violines casi como instrumentos de percusión. Nunca le haría eso al Strad”.
Más fácil que averiguar cuál es su compositor favorito es saber qué marcas viste (Chanel, Givenchy) o los colores con los que combina el Stradivarius (verde, rojo, naranja). Están en prácticamente todas las reseñas y entrevistas que le han dedicado en estos 45 años. ¿Le molesta? Lo consideraba entonces bastante degradante, pero confiaba en que esos comentarios desaparecerían. Sigue pasando y es muy irritante. Veo con gran tristeza que a la siguiente generación le ocurre igual. A las mujeres las están juzgando no solo sobre el escenario, sino fuera de él. Pensaba que las artes nos liberarían de estar sometidas a cualquier tipo de visión convencional.
Hay palabras que siempre vuelven en estos reportajes: “Ambiciosa”. “Elegante”. “Bella”. No se encuentran en artículos sobre hombres. Si acaso ha ido a peor. Cuando era adolescente, nadie se preocupaba de nuestro pelo o nuestro maquillaje. No hay más que ver las portadas de aquellos discos. Ahora el aspecto lo es todo para los jóvenes. Duele ver que el contenido artístico no siempre es tan atractivo como el envoltorio, pero debe ser lo que quieren las discográficas. En fin. La música es algo que se disfruta con los ojos cerrados.
Descubrió su vocación a los cinco años, cuando fue a un concierto de David Oistrakth. ¿Le preocupa atraer a los jóvenes a la música como hicieron con usted? Las generaciones venideras lo tienen más difícil ahora para empezar. Y eso es problema nuestro [ella tiene una fundación que ha tutelado a, por ejemplo, el chelista español Pablo Ferrández, con quien grabará un disco en 2022]. Hay que repensar mucho el concepto de música clásica. Nunca se concibió como una conferencia en la que prima el contenido intelectual, lo que a veces parece ser, debería ser un abrazo que abarque a todos. Hay que cambiar el lugar, por ejemplo: durante una época yo daba recitales en discotecas de Berlín. Querría volver a hacerlo.
¿La formación musical es esencial? No. Pero la falta de educación musical, que es igual por todo el mundo, incluido mi propio país, tiene efectos muy negativos. Las capacidades auditivas, sin ir más lejos: los móviles, los cascos, que pueden ser herramientas maravillosas, nos han desacostumbrado a escuchar con atención y distinguir con precisión la calidad porque todo está comprimido. La música de ahora también es más corta: se llega a la melodía cuanto antes. Creo que estos hábitos trascienden a la vida misma y no deben. Sé que las cosas son así por un motivo, pero no deberíamos escuchar conversaciones como hacemos con la música por los cascos ni deberíamos vivir con la rapidez de la música actual. Ese ritmo y esa desatención nos impiden leer entre líneas, apreciar matices. Contemplar. El arte necesita contemplación.
El concierto que le ha escrito John Williams tiene un ADN jazzístico, algo por otro lado común en él. ¿Se le hizo lejano? El concierto está muy inspirado por la música de Claude Thornhill, un arreglista de jazz que murió en los años setenta. Yo no lo conocía, pero John lo admira y hay varios acordes en el concierto que están ahí como homenaje. Culturalmente hablando, Mississippi lo tengo muy lejos, soy de la Selva Negra, pero siempre he admirado el jazz. La capacidad de transponer, de encontrarte cómoda en una conversación musical, de improvisar sobre la marcha, son cosas que los músicos de clásica hemos perdido. Y era común en tiempos de Beethoven, incluso en los de Schubert, Schumann y Mendelsohn. Ya no tenemos capacidad de comunicar al instante con un texto musical.
¿John Williams es otra forma de ampliar repertorio? Su concierto es muy poco convencional, como todo Williams. Dodecafónico, muy contemporáneo. Hay gente que ha dicho que no suena a cine, lo que por supuesto es una estupidez. ¡Claro que no! John vive en esos dos mundos. Con André Previn era igual. Es muy alemán hacer estas separaciones. En el mundo anglosajón no tanto, ese público está más acostumbrado. Piensa en [el primer gran compositor de cine Erich Wolfgang] Korngold o Leonard Bernstein, grandes músicos de mentes abiertas. Me gustaría traer esas figuras de vuelta.
Usted misma ha empezado a acompañar a Williams en sus conciertos de música cinematográfica por EE UU. Porque, evidentemente, él es uno de los grandes compositores de nuestro tiempo. Y con las bandas sonoras quiero llegar al público que no esté interesado en [los compositores Pierre] Boulez, Gubaidulina y [Witold] Lutoslawky.
¿Hay demasiado hombre blanco en la música clásica? Hay cosas que se pueden hacer. Mi preocupación ahora es cambiar de repertorio y tocar a menos hombres, menos blancos. Hay demasiadas obras que han caído en el olvido porque el repertorio se ha reservado a cierta parte de la sociedad. Hay un concierto fantástico de Joseph Bologne, un coetáneo de Mozart, a quien de hecho conoció en París [busca en su iPhone el retrato de un hombre negro]. Escribió 14 conciertos fantásticos y el año que viene inauguraré la temporada en Lucerna y el Festival de Pittsburgh con uno de ellos. Bologne venía de Guadalupe, su padre era el dueño de una plantación de algodón y su madre, esclava: le dieron la mejor educación posible, tocaba fabulosamente el violín, tenía su propia orquesta y era uno de los mejores esgrimistas de Europa. Se nota por el virtuosismo con el que escribe que tenía una mano derecha extraordinaria. [Sonríe] Me hace pensar que yo debería empezar a estudiar esgrima.
Contaba que, de pequeña, Karajan llamaba la atención de la orquesta por hacerle más caso a la partitura que a sus instrucciones como director: “Me da igual cómo consiga técnicamente lo que le pido. Usted es la que debe resolverlo, pero hágalo”, le decía. ¿Ha heredado esa preocupación por la espontaneidad ante partituras consagradas de Mozart o Brahms? Si estás tocando de forma personal y tomas una decisión, no solo guiada por la espontaneidad sino por lo que está haciendo la orquesta o el pianista que te acompaña… elevas el riesgo de imperfección técnica, pero a mí no me importa. Qué te voy a decir tras 45 años. Debes atreverte a ser personal, habrá gente que lo odie, a otros quizá incluso les ofenda. Bueno. La música también está para hacernos pensar e identificar emociones que no nos gustan.
¿La perfección viene de la expresión o de la precisión? Siempre de la expresión. El otro día cumplí mi sueño de grabar con [la pianista argentina] Martha Argerich. Siempre la he amado. Es la diosa, he ido a trillones de sus conciertos, y en cada uno de ellos mi hijo Richard, que toca el piano, y yo nos hemos quedado boquiabiertos. Al oírla en el primer ensayo, me resultaba casi imposible tocar, porque lo que estaba haciendo era tan brillante, tan fresco, tan nuevo, que no quería interrumpir, quería quedarme escuchando. Su música es la cima porque ella se lanza a por todas. No suele equivocarse, es perfecta, pero si lo hace da igual precisamente por eso.
La precisión técnica, ¿convierte a un intérprete en máquina? Ningún compositor busca una lectura formularia de su música, sino un diálogo. En 2007, Sofia Gubaidulina y yo estrenamos In Tempus Praesens, el enorme concierto para violín que ella me había dedicado. Se mostró… digamos que nada contraria a mi interpretación. Unos años después caducó mi exclusividad para tocar la pieza y otra gente empezó a interpretarla, un momento que para mí siempre es difícil.
¿Siente una pérdida? No me gusta. Es bueno para la obra, sí, pero… es como los hijos, sabes que te van a dejar un día, no te gusta, pero así es la vida. El caso es que [el violinista letón] Gidon Kremer fue el primero en tocar aquel concierto y lo hizo de forma radicalmente opuesta a la mía. A ella le pareció igualmente bien. No hay decisión incuestionable.
¿Por eso la música no caduca? Es lo que le pasaba a Monet con los lirios de agua. Le preguntaron: “¿Por qué has pasado 40 años pintando lirios de agua?”. Y él contestó: “No me interesan los lirios, sino lo que sucede entre un lirio y yo”. El arte es eso. ¿Qué pasa entre el objeto y el artista? ¿Quién soy hoy? ¿Cómo va a sonar la Sonata Primavera esta mañana?
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