A la escritora Susan Sontag le extrañaba que Annie Leibovitz (Waterbury, Connecticut, 1949), su pareja durante varios años, no hiciese más fotos en sus momentos de cotidianeidad. Así lo recordaba años más tarde la célebre fotógrafa en el prólogo de A Photographer´s Life (Ramdon House), su libro más íntimo: “Susan protestaba diciendo que no sacaba suficientes fotografías. Solía decir que otros fotógrafos que ella conocía sacaban fotos de forma continuada”. La propia Leibovitz reconocería su carencia. Fotografiar otra cosa que no fueran celebridades resultaba algo excepcional para esta autora ya tan famosa como muchos de los que posaban frente a su cámara.
Así, estas fotografías sin gente, que miran tanto al pasado como al presente, y que serán exhibidas por la galería Hauser & Wirth bajo título de Still Life, se presentan como ejercicios dentro de un giro de renovación artístico y personal. Un camino emprendido hace unos años por la fotógrafa, heredera de la tradición de los grandes retratistas. La exposición, que tendrá lugar en Internet a partir del lunes 8 de junio, hace referencia a la importancia que puede adquirir un lugar determinado en nuestras vidas. Incluye Upstate (2020) una impresión compuesta por una cuadrícula formada por nueve imágenes, tomadas por la artista durante la cuarentena (los beneficios de su venta están destinados al Fondo de Respuesta Solidaría COVID-19), “Comencé finalmente a tomar fotos aquí: nuestra carretera durante la noche. Las piezas de un puzle de Lady of Shalott de Waterhouse que armaba mi hija. El pez abandonado por la garza cuando interrumpimos su almuerzo ¿Son fotografías estas nuevas imágenes? No lo sé. Son más una respuesta a este momento”, escribe la artista estadounidense.
El resto de las imágenes pertenecen a un proyecto personal, Pilgrimage (Peregrinaje), iniciado en 2009, para el cual Leibovitz se trasladó en solitario a lugares elegidos simplemente por el significado que habían tenido en su vida sus habitantes. Lugares que podía explorar fuera de su agitada agenda. De manera que a diferencia de los famosos que venía retratando, cuidadosamente iluminados y envueltos en elaboradas y perfectas escenografías —normalmente como encargos editoriales o publicitarios—, Emily Dickinson, Virginia Woolf, Georgia O’Keefee, Charles Darwin y John Muir, regresaban del pasado para, silenciosamente y de forma indirecta, pasar a formar parte del corpus de la obra de la artista a través de los paisajes, residencias o objetos que dieron sentido a sus vidas.
Entre las imágenes destaca la del esqueleto de una serpiente cascabel que Georgia O’Keeffe mató durante uno de sus paseos diarios por los alrededores de su casa de adobe de Abiquiu, Nuevo México. Pasaría a decorar su sala de estar dentro de una vitrina de cristal que servía de mesa. También lo hace una imagen, tan sobria como dramática, de la pequeña colina roja que la artista pintaba a diario en Ghost Ranch. “Al entrar en su estudio comencé a llorar”, recordaba Leibovitz en The Guardian. “Había algo acerca de su forma de vida que me impactó Su frugalidad —todas las sábanas estaban raídas— es un recordatorio de que no necesitamos mucho […] Era auténtica”. En ocasiones las imágenes apuntan hacia la abstracción como aquella tomada a la vacía mesa de escritorio de Virginia Woolf, en Monk´s House (su casa de campo en Rodmell, Inglaterra), la misma que Leonard Woolf recordaba en sus memorias cubierta de manuscritos, botellas de tinta, boquillas de cigarros y cerillas usadas. La artista acercará inusualmente la cámara en busca del detalle para inmortalizar a una de las palomas disecadas que sirvieron a Charles Darwin para elaborar sus teorías sobre la selección natural en su casa de Kent, y para captar las delicadas texturas del herbario que una joven Emily Dickinson elaboró siendo una colegiala en Anherst, Massachusetts.
A pesar de su costumbre por trabajar con película, la autora disparaba en esta ocasión con una cámara digital. En su conjunto las imágenes desvelan una producción más personal e intimista, una renovación, en cierto modo catártica, que comenzó a fraguarse con la muerte de Sontag en 2004, y tras el muy divulgado episodio de su ruina económica. “Tuve que aprender a fotografiar objetos”, aseguraba la artista en una entrevista durante la muestra de las obras en el Smithsonian American Art Museum, en 2011. “Este trabajo inmediatamente me retroalimenta a volver al retrato. Dar la espalda a todo aquello que has estado haciendo y tomar otra senda resulta un importante ejercicio. El mejor trabajo es aquel en el que no sabes que estás haciendo mientras lo haces. Me gusta esa sensación y estoy empezando a confiar en ella”, aseguraba la autora tras una intensa trayectoria de cuatro décadas.
Su exitosa carrera profesional tomo ímpetu en aquel lienzo blanco que llegó a ser para ella la revista Rolling Stone; la voz más radical de la América de comienzos de los setenta. Allí, a los veintiún años aprendió a no presuponer nada acerca de una persona o de una historia, a que “algo que no parecía nada podría ser algo”. Su primer acierto llegó con una portada dedicada a John Lennon —diez años más tarde el músico volvería a posar para la que quizás sea la fotografía más icónica de la autora, aquella en la que aparece desnudo y vulnerable, acurrucado en posición fetal junto a una Yoko Ono vestida, cuatro horas antes de ser asesinado—. Conseguir sobrevivir a una gira con los Rolling Stones estando siempre a la altura de las circunstancias convertiría a Leibovitz en la fotógrafa número uno del rock and roll.
Si bien Rolling Stone era considerada la biblia del estilo de los setenta, Vanity Fair lo fue de los ochenta. Allí llegó Leibovitz en 1983 dispuesta a dar una nueva dimensión a los retratos de famosos en las páginas satinadas del glamur, recibida como la Steichen del momento. Si los inmaculados fondos blancos se convirtieron en el distintivo de los aparentemente sencillos, pero profundamente psicológicos, retratos de Avedon en blanco y negro, la perfeccionista Leibovitz optó por tomar una dirección diametralmente opuesta, a través del uso de un color, con frecuencia saturado en la postproducción, así como en la insistencia en la relevancia de la escenografía. De ahí que, al igual que Cecil Beaton, su arte no se centra en atrapar ese momento de revelación donde se concentra la esencia del individuo, sino que pone el énfasis en el escenario y la tramoya que rodea a su complacido protagonista. El desnudo de Demi Moore embarazada, Bette Miller cubierta de rosas, Whoopi Goldberg sumergida en una bañera con leche, Gorbachov como protagonista de una campaña de Louis Vuitton, o el retrato de la Reina Isabel II de Inglaterra, a quien dicen que la fotógrafa pidió que se quitase la corona, forman parte de una larga lista de retratos que contribuyeron a definir la cultura popular de los últimos años.
Así, hubo un tiempo en que uno no era nadie si no había posado para Annie Leibovitz y fue quizás su afán por el perfeccionismo lo que la hizo no sucumbir a su éxito comercial. Instalada en el panteón de los grandes fotógrafos, la artista no duda en destacar uno de los retratos que hizo a su madre como su favorito. “Porque no hay barreras”, explica. Sus planteamientos cada vez más íntimos confirman una vez más su necesidad de saltar el muro: “No tengo dos vidas”, escribía la fotógrafa, “sólo tengo esta, y las imágenes personales y los trabajos de encargo forman parte de ella”.
Annie Leibovitz. Still Life. Hauser & Wirth. Exposición virtual. A partir del 8 de junio.
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