Quiso Miguel de Cervantes que don Quijote en su lecho de muerte se viniera abajo, mirara hacia atrás, reconsiderara sus aventuras, se arrepintiera de ellas y pinchara las expectativas propias y los miedos ajenos con una frase hermosa y triste: “Vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Brillan más en la historia de nuestros tópicos literarios sus delirantes luchas contra los molinos, el soltar embravecido a unos presos, el yelmo mágico, los sueños de grandes monstruos y ricas ínsulas; no hemos perpetuado en nuestra memoria a un Quijote cuerdo sino al loco. Y ese personaje cuerdo que recapitula en la cama y que da por imposibles los sueños que albergó se asemeja bastante a nosotros mismos en estos días, en esta época de inevitable inventario y retrospectiva que guardan los finales de año.
Todo es fabricado en la medición del tiempo que hacemos los humanos al separar años, meses, días, horas, minutos y segundos. Como es artificial, este sistema de medida es de cómputo tajante: lo que en la naturaleza es una modulación gradual del buen tiempo a la lluvia, de la luz a la sombra, del otoño al invierno, eso que en el cielo es un “vámonos poco a poco”, es en el reloj un orquestado pasar de las doce a la una. Nada será más acompasado que nuestra ceremonia de final de año: el día 31 nos darán las 12 campanadas y habrá un intervalo de silencio entre dos momentos de ruido, el del final y el del inicio; entonces empezará un año nuevo aunque nada cambie: seguirán las mascarillas, seguiremos los de siempre y faltarán los que ya hace meses que echamos de menos porque la vida nos los quitó de la agenda.
En el artificio del año, que tiene su correlato natural en ciclos más orgánicos, como los de la cosecha o las estaciones, hemos descansado secularmente nuestras marcas de fin de etapa. Es una convención, pero el año nos funciona como una unidad de medida de la vida. Y eso lo muestra la lengua. Hemos usado el año para medir aquello que nos ha dado de comer durante siglos: la tierra y los animales; los añojales son los montes que cumplían un año tras haber sido limpiados de matas y hierbas malas; un año de vida de becerros y corderos servía para llamarlos añojos. Lo que sucedía cada año se llamaba cadañal y el contraste, doloroso o no, entre el año anterior frente al año presente sirvió para nombrar dos bellos adverbios: antaño (ante annum, un año antes) y hogaño (hoc anno, en este año). Los dos están en la frase quijotesca: el antaño que nombra todo lo de ayer y el hogaño que nombra todo lo de hoy. Este segundo adverbio, el referido al tiempo más actual, es curiosamente el que se nos ha quedado anticuado: lo empleaba Cervantes para representar a un Quijote que claudica, pero ya no lo usamos los hablantes de hoy. Nos gusta más mirar hacia atrás, a las aventuras que nos hicieron personajes antaño, y no a un hogaño que sentimos demasiado cabal o duro. Pero yo creo que siempre hay una aventura nueva que meterse en la cabeza para hacer de quijote un rato, por eso hay esperanza y tiene sentido desear un feliz 2022, como ahora hago a mis lectores de hogaño.
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