La historia de la danza española está por escribir, y esa deuda cultural abarca desde el ballet académico hasta el flamenco, pasando por la danza estilizada o el baile sinfonista o de argumento. Hasta ahora, una abundante literatura hagiográfica ha hecho perder un tiempo valioso, pues muchas figuras de segunda generación ya han desaparecido y deberán ser estudiadas retrospectivamente; entre ellas, Pilar López, Ángel Pericet, Joan Magriñá, María de Ávila, Trini Borrull, Antonio Gades o Antonio Ruiz Soler, cuyo centenario se conmemora esta semana. A este último, nacido en Sevilla en 1921, lo rondará para siempre una lectura controvertida de su vida y obra. Continuador de las grandes figuras de comienzos del siglo XX, como Antonia Mercé, Encarnación López o Vicente Escudero, abrió el espectro del espectáculo español de baile. Lo expandió con ambición en formato, número y consistencia escénica, además de desarrollar una ingente labor divulgativa con su propia carrera internacional, que abarcó toda Europa y América, además de su exitosa incursión en el cine.
Ruiz Soler —o Antonio el Bailarín, como se dio a conocer— partía de una formación ecléctica y singular. Niño prodigio, comenzó su vida escénica antes de los 10 años, aunque fuentes solventes en diccionarios y enciclopedias ofrecen hasta cinco fechas diferentes para su nacimiento. El coreógrafo firmó dos libros autobiográficos y la prensa rosa publicó por entregas unas supuestas memorias que fueron redactadas, en su mayoría, por otras personas y con tono de carnaza amarillista. El resultado vendió mucho y desdibujó al gran artista para engrosar el perfil del famoso, a veces tocando un exagerado histrión de polemista. A un lado, quedaba lo principal, que era su baile y su obra coreográfica.
Ruiz Soler hizo bascular su fama sobre indeterminaciones, y eso abarcó desde ese eufemismo entonces tan en boga, la “orientación sexual”, hasta la política
Entre las muchas materias pendientes está el inventario exhaustivo de toda su producción, un fichado documental de cada pieza, un análisis de su relación con la música española, de Falla y Albéniz a Cristóbal Halffter. El corpus creativo de Ruiz Soler ofrece una pauta para una cronología del ballet español entre 1950 y la llegada de la democracia, un cuarto de siglo decisivo. Si fueran interpretadas con criterios estéticos actuales, todas sus obras coreográficas no resistirían con igual fortuna al paso del tiempo, pero un puñado de ellas siguen plenamente vigentes. Más que un modernizador, Ruiz Soler fue un brillante inventor. Creó, sobre su potente e influyente estilo propio, el papel de una figura masculina llena de arrojo y virtuosismo, a imagen y semejanza del ballet académico. Así amplió, como género, el baile español y lo dotó de una estructura coral. En él confluyen todos los tópicos, del tipismo andalucista a los muy vulgarizados patrones plásticos del flamenco, pero informados de un cierto glamur, quizás a veces superficial y cercano al musical, pero efectivo como recurso escénico.
¿Hasta dónde llegó su proximidad con Franco, que se llegó a comparar con el colaboracionismo de Lifar con los nazis?
Antonio fue muy imitado en generaciones sucesivas de la danza española. Hasta el surgimiento de los ballets nacionales, con su fundación por decreto en 1978, fue su compañía, que pasó por varias etapas y formatos, la que tuvo mayor continuidad, éxitos y ganancias. También fue la preferida de los estamentos oficiales del franquismo, aunque su figura siempre levantó recelos por la mojigatería y represión imperantes. En él se verificaban las influencias de Broadway y sus versiones filmadas por Hollywood, así como del ballet moderno que encabezaron sucesivamente Massine, Robbins y Balanchine. Cuando Antonio Gades fue nombrado director del Ballet Nacional, llamó en primer lugar, en un gesto que le honra, a los supervivientes de la danza española. En 1979, el debut del BNE en los Jardines del Generalife granadinos, contó con Pilar López (Concierto de Aranjuez), una versión de la Suite flamenca (Gades) y la Fantasía galaica de Ruiz Soler.
Pero la historia tiene fama de traviesa: llegó el cese de Gades por motivos políticos en 1980 y fue sustituido por Ruiz Soler, quien, a su vez, sería cesado del puesto directivo en febrero de 1983, apenas tres temporadas después y también con la política como coro de fondo, aunque con otros pretextos miserables y espurios por delante. Así de áspera empezaba la historia de la compañía titular española. Ruiz Soler hizo bascular su fama sobre indeterminaciones, y eso abarcó desde ese eufemismo entonces tan en boga, la “orientación sexual”, hasta la política, aunque todo el mundo sabía sus preferencias horizontales y verticales, que en realidad no escondía, sino que manejaba con cortesanía y hasta desparpajo. Pero hay, aún hoy, muchas versiones interesadas acumulándose sobre su tumba, abonadas por el oportunismo y la posverdad. Pese a todo, subsisten ciertos interrogantes. Por ejemplo, respecto a su vida en el extranjero entre 1936 y 1949 (junto a Rosario, su pareja de baile). ¿Puede considerarse un exilio? Al regresar a España, Ruiz Soler fundó su compañía. ¿Hasta dónde llegó su significación como artista de Franco, que algún dirigente socialista llegó a comparar con el colaboracionismo de Serge Lifar en el París ocupado por los nazis? Tras su muerte, ¿qué sucedió con su herencia, un bochorno de expolio, dispersión y venta descontrolada? ¿Se equivocó al usar los diseños de Picasso para El sombrero de tres picos? 25 años después de su muerte en 1996, las preguntas siguen abiertas.
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