Durante un tiempo, el periodista Anxo Lugilde (Lugo, 51 años), miraba los horarios de los trenes no para viajar, sino para suicidarse. Estuvo cerca. Muy cerca, relata en su libro La Vieja Compañera (Península, 2021), una crónica descarnada sobre sus 30 años de lucha contra la depresión. El periodista, autor de varios libros sobre política gallega y emigración y muy interesado en la Segunda Guerra Mundial, dice de la enfermedad que es “el Tercer Reich de las dolencias”, un mal “invisible” con vocación asesina que siempre vuelve.
En un relato salpicado de referencias históricas a la gran contienda de mediados del siglo XX y símiles recurrentes entre grandes batallas de entonces y sus guerras personales contra la enfermedad, Lugilde desgrana en primera persona los entresijos de una dolencia que afecta a 300 millones de personas en el mundo, según la Organización Mundial de la Salud.
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Poco se habla, lamenta, del “sufrimiento insoportable” que provoca la depresión y las secuelas físicas y psíquicas que deja, como aquella cojera que le provocó en una ocasión o los bloqueos mentales que le dejaron en blanco más de una vez, incapaz de responder a las acciones cotidianas más elementales.
Tras la última recaída durante la pandemia, Lugilde ha vuelto a salir a flote, aunque sigue bajo la supervisión del equipo de Víctor Pérez, jefe de psiquiatría del Hospital del Mar de Barcelona. No baja la guardia, pero, con la misma retranca que adereza cada página del libro, sonríe seguro: “Este libro es una catapulta que me puede llevar a la recuperación o de nuevo al Fórum [el centro psiquiátrico donde ingresó tras la última recaída]”.
Pregunta. ¿Cómo está?
Respuesta. En transición. Dicho politológicamente, yo sería un país en una situación desastrosa, en caos total y un régimen totalitario, y ahora estoy en un intento de democratización, lo cual es muy complejo. Hay días en los que no pasa nada y días en los que se suceden las noticias de disturbios y atentados o aperturas de parcelas y libertad. Ojalá esa transición fuese como el modelo portugués de ruptura total del pasado, sin pastillas ni nada, pero creo que Víctor [Pérez, su psiquiatra] apuesta más por una transición pactada a la española, con rémoras del pasado y lastre de elefante.
P. ¿Qué es la depresión?
R. Para mí es una enfermedad del alma. Es tu alma la que sufre. El cerebro tiene un bicho invisible que está en tu contra diciéndote que no vales nada y no tienes futuro. Hubo un tiempo en el que yo escuchaba la palabra futuro y lloraba. Es una enfermedad vocacionalmente asesina. Su vocación última es la muerte.
“La depresión es una enfermedad del alma con vocación asesina
P. La “vieja compañera” tiene un deje cariñoso, aunque en sus cartas a ella en el libro arranca con un “Odiada Vieja Compañera”. ¿Qué ha significado la enfermedad en su vida?
R. Una cabronada, un flagelo de toda la vida, una carga muy pesada. [Con el nombre] estoy revisitando un título de Xosé Manuel Beiras [histórico líder de BNG]. Es una idea de proximidad, pero más que en el sentido cariñoso, es como una lapa, el amigo que se te pega y no te suelta. Me parece mucho más apropiado para la cultura latina ese concepto de proximidad que el nombre inglés que usaba Winston Churchill, “el perro negro”. Es algo que tienes metido en ti.
P. ¿Cuándo toma conciencia de la enfermedad?
R. Yo no lo asumo hasta el intento de suicidio de 1991. Pero ahí pensé que era algo transitorio hasta que en la recaída de los años 2000 ya me empiezan a hablar de la medicación permanente. El asumir que tengo una depresión mayor resistente al tratamiento es desde 2016.
P. Habla de que tenía “un sufrimiento insoportable”. ¿Qué significa eso? ¿Cómo lo describe?
R. En ese momento es una sensación que me desborda, que me duele tanto que me siento totalmente superado y pienso que, como ya me pasó más veces, va a seguir volviendo y no tiene solución. Que la psiquiatría y la psicología es mentira, ilusionismo, y la única solución es la muerte. Yo llegué a notar físicamente como si me clavasen un cristal en el pecho.
P. Usted explica que este libro es la culminación de salir del armario de la depresión. ¿Cuánto pesa el estigma?
R. Creo que la sociedad agrava la depresión con el estigma y la incomprensión. La sociedad es culpable de agravar esta enfermedad porque le da herramientas para flagelarse a alguien que precisamente lo que quiere es hundirse. Y otra cosa escandalosa es la incomprensión: hay enfermedades raras, como la esclerosis lateral amiotrófica, de las que se sabe más que de la depresión, que afecta a millones de personas.
P. ¿Cuánto pesó el estigma para usted?
R. El estigma lo primero que hace es no intentar ir al psicólogo o tomar pastillas. Solo me atrevo a dar un consejo: si alguien duda de ir al psicólogo, que vaya.
P. ¿Y qué puede hacer el entorno de un enfermo para ayudar?
R. Es muy complicado. Yo diría que empujarlo para que acuda a los profesionales, ser comprensivo y no agobiarlo. Y, sobre todo, no culpabilizarlo.
“Te tratan como si fueses un peligro para la sociedad cuando tú lo que eres es un peligro para ti mismo
P. Ha llegado a tomar 11 pastillas y ha probado muchos fármacos. ¿El sistema abusa de los psicofármacos?
R. Si, el sistema en sentido amplio. Tengo la sospecha de que no se avanza más en investigación porque para las farmacéuticas es mejor estar así que encontrar un remedio más potente. Una de las cosas que más faltan son psicólogos. El enfoque está muy condicionado por las farmacéuticas y la solución pasa por la combinación de las dos cosas: en la depresión hay un problema químico, pero también tiene una relación directa con comportamientos y la gestión de las emociones, y eso lo hace el psicólogo.
P. En el libro dice que la psiquiatría es la hermana pobre del sistema. ¿Qué es lo que más urge hacer ahora?
R. Investigar. Hay que saber más de cómo funciona la depresión y lo que pasa en el cerebro con la depresión. También hace falta mejor tratamiento y más profesionales, tanto psiquiatras como psicólogos. He ido a alguna consulta del psiquiatra en Coruña que duraba 10 minutos y eso no puede ser.
P. Cuando lo trasladaron en ambulancia para ingresar en un centro, denunció lo desagradable que fue ir atado a la camilla. ¿Falta humanizar la atención a la salud mental?
R. Creo que sí. Te tratan como si fueses un peligro para la sociedad cuando tú lo que eres es un peligro para ti mismo.
P. ¿Cómo afectó la pandemia a su estado de salud?
R. Me hizo recaer. Creo que sin la pandemia no recaigo. Mi antidepresivo era caminar y caminaba entre 8 y 10 kilómetros al día, ya había recuperado habilidades y socializaba mucho más con la gente y estaba menos cerrado en mí mismo. Y ahí me obligaron a cerrarme.
P. Pero, en cambio, dice que, en lo que respecta a la percepción social de la depresión, tras la pandemia notó un cambio. ¿Qué cambió?
R. No se veía como nada que asustase, sino como algo muy común. El estigma estaba en otro lado, en el enfermo de coronavirus.
“Hay que tratar el suicidio de forma profesional, aséptica y cuidadosa, sin amarillismos
P. ¿Cuál ha sido el peor momento de estos 30 años con depresión?
R. Es que hubo tantos… Pero me acuerdo del día del último ingreso, que estuve con la vieja compañera en una estación oscura y me decía “da un saltito”.
P. En el libro critica el abordaje informativo que se hizo durante muchos años sobre el suicidio. ¿Qué falta para prevenirlo?
R. No se puede hacer lo que se hacía antes, que era tomarlo como un suceso normal y publicar informaciones diciéndote el sitio donde más se suicidaba la gente y con más porcentaje de éxito. Eso es una barbaridad porque llamas a la gente a suicidarse. Pero luego pasó a ser un tabú, no se hablaba nada del suicidio, y eso tampoco está bien porque sigue estando ahí. Hay que tratarlo de forma profesional, aséptica y cuidadosa, y siempre con especialistas, sin amarillismo.
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