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Ahora, la palabra “oscura” es el mayor elogio que puede recibir una película. Su índice de oscuridad es proporcional a las alabanzas que recibe, y da mucho rédito contar cómo los villanos se hicieron tales: qué traumas esconde su personalidad torcida. Hay casos brillantes ―Joker―, y otros que se extravían en la ancha frontera que separa dos verbos: entender y justificar. Disney nos cuenta que Cruella de Vil, que despelleja dálmatas, lo hace porque su madre intentó arrojarla por un barranco. Es una gran villana y debería seguir asustando a generaciones, pero pulirle el pasado para que le tengamos lástima es peligroso: yo no le tendría lástima a Pinochet, aunque me dijeran que su mamá quiso arrojarlo al Mapocho, pero la tendencia empieza en Hollywood y ya sabemos dónde termina. Es difícil saber qué transforma a una persona en un ser siniestro. En todo caso, entender es una tarea noble, y justificar es un oficio rastrero. Semanas atrás, en Elche, un adolescente mató a su madre, su hermano, su padre, y se sumergió en los videojuegos por tres días hasta que se descubrió todo. Hay desconcierto: sus vecinos aseguran que era un chico normal. En Tenemos que hablar de Kevin, la novela de Lionel Shriver, Kevin es un niño cruel. La madre le tiene pavor, el padre lo justifica. El chico es inhumano, pero nadie, excepto su madre, ve nada raro en él hasta que organiza una matanza. Identificar a un monstruo sería fácil: hace cosas de monstruo, es un monstruo. Pero los torturadores son buenos vecinos; los abusadores, ciudadanos probos. No sé cuál era la situación de esa familia, si podrían haberse evitado los asesinatos. Sé que la salud mental de los adolescentes fue lo que menos importó en estos años. Sé que la única forma de impedir que las cosas vuelvan a pasar es entender por qué pasaron. Sé que, para eso, deberíamos dejar de empeñarnos en hacer que los victimarios encajen en el traje de monstruo que tanto nos gusta, que nos tranquiliza tanto.


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