En toda Europa se debate si las acciones que el Gobierno israelí está llevando a cabo en los territorios palestinos ocupados se pueden calificar de apartheid según el derecho internacional. En mi condición de ex fiscal general de Israel, he dedicado mi carrera a analizar las cuestiones jurídicas más acuciantes que afectan a mi país. La ocupación israelí de Cisjordania, Gaza y Jerusalén ha sido un dilema fundamental durante mi ejercicio del cargo y también después.
La actual ocupación israelí de estos territorios es una gran injusticia que debe ser rectificada con urgencia. También debo concluir con enorme tristeza que mi país se ha hundido en un abismo moral y político tal que en estos momentos es un régimen de apartheid. Es hora de que la comunidad internacional reconozca asimismo esta realidad.
Desde 1967, las autoridades israelíes han justificado la ocupación afirmando que es temporal hasta que se pueda encontrar una solución pacífica entre israelíes y palestinos. Sin embargo, ya han pasado cinco décadas desde que los territorios fueron conquistados e Israel no muestra ningún interés en rescindir su control. Es imposible concluir lo contrario: la ocupación es una realidad permanente. Es la realidad de un Estado único con dos pueblos diferentes que viven en desigualdad de derechos.
Israel ha violado el derecho internacional al trasladar a más de 650.000 de sus ciudadanos judíos a vivir en asentamientos en Cisjordania y Jerusalén Este. Estos asentamientos se levantan en zonas que cercan a los pueblos palestinos, de manera que fragmentan deliberadamente a las comunidades palestinas con la finalidad última de evitar la posibilidad de un Estado palestino contiguo. En Jerusalén Este, las leyes de propiedad discriminatorias están obligando a los palestinos a abandonar sus hogares en una política de judaización de la ciudad respaldada por el Estado.
En el Área C de Cisjordania, las leyes de planificación discriminatorias se utilizan para expulsar a las comunidades palestinas de su tierra. Estas comunidades se ven desbordadas por la violencia a manos de los colonos desde los puestos de avanzada no autorizados (ilegales, incluso según la legislación israelí), mientras que sus perpetradores no se enfrentan a ninguna o casi ninguna consecuencia. Cualquier intento de resistirse al apartheid es sometido a una estricta vigilancia o criminalizado, como ejemplifica la falaz calificación de terroristas aplicada por el ministro israelí de Defensa a los grupos de la sociedad civil palestina.
Los sucesivos gobiernos de Israel, incluida la actual coalición, que se promocionó a sí misma como un alejamiento de la intransigencia de Netanyahu, han afirmado repetida y públicamente que no tienen intención de crear un Estado palestino. Esta realidad es la que ha empujado a un conjunto cada vez mayor de voces internacionales a condenar el control de Israel sobre los territorios por considerarlo un régimen de apartheid, conclusión a la que también han llegado algunas de las organizaciones pro derechos humanos israelíes e internacionales más destacadas, entre ellas B’tselem, Yesh Din, Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
Sin embargo, gran parte del debate en la comunidad internacional se desarrolla como si el comportamiento de Israel en los territorios ocupados pudiera separarse de la democracia liberal que existe dentro de la Línea Verde. Es un error. Sencillamente, no se puede ser una democracia liberal si se aplica el apartheid a otro pueblo. Es un contrasentido, ya que toda la sociedad israelí es cómplice de esta injusta realidad. El gabinete ministerial israelí para los asentamientos es el que aprueba cada uno de los establecimientos ilegales en los territorios ocupados. Fui yo, en mi condición de fiscal general, quien aprobó la expropiación de tierras privadas palestinas para construir infraestructuras, como carreteras, que han afianzado la expansión de los asentamientos.
Son los tribunales israelíes los que ratifican las leyes discriminatorias dirigidas a expulsar a los palestinos de sus hogares en Jerusalén Este y de sus tierras en Cisjordania, mientras que los profesionales sanitarios prestan servicio más allá de la Línea Verde y los ciudadanos israelíes son los que, en última instancia, pagan los impuestos que financian la consolidación del control y la dominación gubernamentales sobre esos territorios.
Entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, es Israel quien priva permanentemente a millones de palestinos de sus derechos civiles y políticos. Es el apartheid israelí.
Hay dos posibles soluciones democráticas para resolver este estado de cosas. La primera es conceder ciudadanía e igualdad plenas a todos los que vivan bajo control israelí. Por desgracia, este escenario desembocaría en el fin de la mayoría judía y en la balcanización de todo el territorio, lo que aumentaría la probabilidad de un conflicto irresoluble. La segunda posible solución sería que Israel se retirara de los territorios ocupados y estableciera un Estado palestino que conviviera con él. Esto no solo aseguraría el reparto justo del territorio entre los nativos palestinos y el pueblo judío, perseguido desde hace miles de años, sino que garantizaría una solución sostenible al conflicto palestino-israelí y el final del apartheid.
La situación sobre el terreno es una abominación moral. La demora de la comunidad internacional en tomar medidas de calado para que Israel rinda cuentas por el régimen de apartheid que está perpetuando es inaceptable.
Contenido exclusivo para suscriptores
Lee sin límites
Source link