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Aplanar la curva, también en la lucha contra el calentamiento global


En un mundo sin vacunas para todas las personas, con un incremento notable del precio de las materias primas y con problemas de seguridad humana, la emergencia climática vuelve a las agendas.

Finalizó la Cumbre del Clima en Glasgow (COP26), otra cita más en la que gobiernos, empresas, sociedad civil y otros actores se han reunido para avanzar en la lucha contra el calentamiento global.

Estamos acostumbrados a comprobar la pobreza de resultados alcanzados en las mismas y, sin embargo, siempre después de una COP solemos salvar los muebles diciendo que pese a que los acuerdos son insuficientes y poco ambiciosos, el marco de relación y discusión multilateral permite que el conjunto de la comunidad internacional siga avanzando en la materia.

En esta COP la diplomacia británica se ha deslizado entre delegaciones para tratar de sacar brillo a la pérdida de liderazgo internacional consecuencia del Brexit. Deforestación, metano, automóviles y carbón estuvieron entre los temas esenciales de su agenda.

Pese a lo anterior, no nos engañemos… La pregunta sigue siendo la misma, cómo mantener el aumento de las temperaturas por encima de los niveles preindustriales en menos de 1,5 grados, como recomienda el IPCC.

Si bien el acuerdo final adoptado en Glasgow recoge la necesidad de reducir en al menos el 45% las emisiones globales para 2030, tal y como recomienda el IPCC, esto no termina de ser factible: es un texto que no tiene carácter vinculante y no exige la revisión de los compromisos de reducción de los países.

Llegamos tarde y no hacemos lo suficiente, no basta con establecer compromisos “cero neto” para 2050, tampoco con recomendar o animar a los países a que aceleren su descarbonización para 2030. La curva de emisiones debe inclinarse ahora hacia abajo. Eso es económica y tecnológicamente viable, aunque difícil. No podemos esperar 30 años, pues sería demasiado tarde para evitar daños irreversibles. El mantra “cuanto antes mejor” no parece suficiente para la urgencia del momento.

Además, junto a la ambición de llegar a cero hay otro problema, el cómo planeamos llegar allí. La mayoría de las personas comprenden el cambio climático y quieren evitar sus catastróficos efectos, pero ¿están dispuestos a cambiar sus estilos de vida y patrones de consumo? Desafortunadamente, somos como la persona que quiere perder peso pero aún no se ha acostumbrado a hacer dieta y ejercicio. En la lucha contra el calentamiento global corremos el riesgo de reverdecer las cosas, sin que los cambios sean sustanciales. Urge emprender acciones y políticas radicales. Los países del G-20 representan casi el 80% de las emisiones globales, pero pocos han aumentado sus compromisos de reducción. Esto es crucial dado que de sus compromisos y tiempos de reducción depende el descenso de la curva.

El último informe de la Comisión de Transiciones Energéticas (ETC) establece acciones impostergables para esta década. Estas se han planteado parcialmente en la COP26:

El Compromiso Mundial sobre el Metano de reducir las emisiones de efecto invernadero en al menos un 30% hasta 2030 no cuenta con el apoyo de China, Rusia, Australia o India, fundamentales al ser grandes emisores.El acuerdo contra la deforestación sustituye al de Nueva York de 2019 y no es novedoso (más allá de incorporar a países clave como Brasil en la firma). Permite otra década de destrucción de bosques y no es vinculante. Los pueblos indígenas pedían el 80% de protección para el Amazonas en 2025. Nada más lejos.Las aclamadas referencias al fin de las subvenciones a los combustibles fósiles y a la eliminación progresiva de la dependencia del carbón también se quedaron a medio camino (la presión de India y China rebajó el texto final de la declaración al permutar la palabra clave “abandonar” por “reducir”).El lanzamiento de la Glasgow Breakthrough Agenda, con sus “soluciones de cero emisiones” en sectores contaminantes (metano, acero, transporte, energía, cemento…), tampoco aterriza, quedándose en el llamamiento de los 40 países firmantes.Insuficientes son los compromisos (de países, ciudades, fabricantes…) de acabar con las ventas de coches de combustión a partir de 2035. El transporte por carretera es responsable del 90% de las emisiones de todo el sector. Este acuerdo sin Estados Unidos, China o la UE limita la electrificación necesaria del transporte por carretera, que junto a la descarbonización del transporte marítimo y la aviación de larga distancia es otro gran reto.

La COP26 ha traído declaraciones pero poca concreción. Concretar con ambición lo anterior es asumible con incentivos, regulación, mayor transparencia, aumento sustancial de la financiación y asistencia técnica, sobre todo, para los países emergentes y en desarrollo. Lo que los países con bajas emisiones realmente necesitan es la tecnología y la financiación para evitar apoyarse en los combustibles fósiles para su progreso. Esto debería haber comenzado con los 100.000 millones de dólares del Fondo Verde prometidos en 2009 durante la COP15. Lamentablemente, la financiación comprometida ahora en la COP26 para los programas de población, medioambiente y desarrollo (PED) no es suficiente y tampoco será efectiva si las comunidades afectadas y los pueblos indígenas quedan al margen de la misma. Alegrarse porque la declaración final insta a los países desarrollados a que por lo menos dupliquen sus provisiones colectivas de financiación dirigidas a ayudar a las naciones en vías de desarrollo a adaptarse al cambio climático para 2025 es casi una broma.

La pandemia de covid-19 nos ha enseñado a aplanar la curva de contagios para evitar el agotamiento de la capacidad médica. En términos de emisiones de carbono, es imprescindible trabajar en el descenso drástico de la curva en algunos países para lograr su aplanamiento. Los grandes emisores deben reducirlas drásticamente (dejando de lado las compensaciones) para declinarla, y los países con bajas emisiones deberían reducir su crecimiento de emisiones antes de alcanzar su punto máximo. Esto es factible debido a una mayor disociación sobre su PIB de las emisiones a lo largo del tiempo: a medida que sus economías se desarrollan, no necesitarán emitir tanto carbono dado que las tecnologías mejoran continuamente.

La transición hacia economías no dependientes de los combustibles fósiles es crucial para el progreso del conjunto de la población mundial y la pervivencia del planeta en su conjunto de acuerdo a los límites biofísicos. Progresar dentro de la senda de la sostenibilidad nos obliga a repensar también el reparto de beneficios. A nadie se le escapa que la contabilización de los beneficios ambientales o sociales en términos de protección de empleo y salario desplazará, en alguna medida, a los beneficios económicos.

Hay que pensar en ganar menos para ganar mejor. Hay también que aplicar la solidaridad con los países en desarrollo habilitando ya, y no en 2025, el fondo para pérdidas y daños. Debemos cambiar nuestros patrones de consumo introduciendo cambios sobre los sistemas agroalimentarios industriales y sobre la dieta de una parte de la población mundial —menor demanda de carne y productos lácteos industriales—.

La emergencia climática afecta a los derechos de las personas, empezando por el derecho a la vida, y también amenaza gravemente la habitabilidad, la salud, la alimentación o los medios de vida de las personas. La poca concreción de la declaración de la COP26 representa un fallo a la hora de protegerse de los efectos de la emergencia climática, un fallo en la protección de los derechos humanos. Dejemos la retórica a un lado, aceleremos la descarbonización para 2030 y protejamos el planeta y el derecho a un futuro.

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