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Aplausos comprados, viajes inventados y retratos: así conseguían seguidores los 'influencers' del pasado


El punto de partida de Fake Famous, un documental recién estrenado en HBO, es coger a tres desconocidos y tratar de convertirles en estrellas de Instagram. Por supuesto, haciendo trampas: desde comprar seguidores hasta simular viajes en aviones privados. La idea del documental es mostrar hasta qué punto la fama de los influencers tiene mucho de pose y de cartón piedra. Y preguntarse si es posible (y fácil) replicarla si uno cuenta con fondos suficientes.

La fama en redes tiene mucho de novedoso. Pero, aun así, durante los últimos tres siglos (al menos) y antes de Instagram podemos encontrar a gente obsesionada por la celebridad, hasta el punto de inventarse toda clase de historias, además de un público deseoso de seguir las andanzas de sus ídolos y, en la medida de lo posible, imitarlos.

Aplausos falsos

Una de las claves del documental es la compra de seguidores falsos, con el objetivo de llamar la atención de las marcas y de los seguidores reales. Los primeros 7.500 fans falsos les cuestan poco más de 100 euros. Incluso se pueden comprar comentarios: frases elogiosas que valen para cualquier publicación de Instagram y que dan algo de legitimidad aparente a la cifra de seguidores.

La compra de fans es, sin duda, una práctica poco ética, pero tampoco es nueva. En su libro Dead Famous (que puede significar Superfamosos o Famosos muertos), el historiador Greg Jenner recuerda cómo ya a partir del siglo XVIII los dramaturgos contrataban a sus claques, público dispuesto a aplaudir a rabiar para contagiar al resto de espectadores con su entusiasmo.

Y no era algo propio de autores mediocres o poco conocidos: el propio Voltaire pagó a 400 profesionales para que aclamaran el estreno de su Sémiramis, para no perder su guerra (literaria) con Prosper Jolyot de Crébillon. Las claques estaban ya profesionalizadas a mediados del XVIII y uno podía contratar a especialistas en aplaudir, en reír a carcajadas en las comedias y en llorar en los momentos más tristes de los melodramas, según las necesidades.

Mentiras famosas

Mentir para conseguir notoriedad tampoco es algo nuevo. Jenner recoge en su libro la historia de George Psalmanazar, que se hizo famoso a principios del XVIII por el relato de su viaje a Formosa (la actual Taiwán), donde encontró caníbales que comían corazones a la parrilla. Escribió un libro que fue un bestseller de la época. Y era todo mentira, claro, como las vacaciones simuladas del documental de HBO. Otro ejemplo: la inglesa Mary Toft engañó a sus contemporáneos, incluyendo doctores, haciéndoles creer que había dado a luz a conejos. O, ya más recientemente, podemos rescatar de las hemerotecas a la falsa superviviente del atentado contra las Torres Gemelas, que incluso se inventó la historia de cómo un moribundo le había dado un anillo de bodas para llevárselo a su inminente viuda.

Hay protofamosos incluso en la época clásica, como Sócrates, Julio César o el auriga Diocles. Y Jenner recuerda que se puede hablar de fama a partir del siglo XVIII, con la llegada de la prensa y la creación de una esfera pública. Pero por lo general se suele fijar el inicio de la celebridad al estilo contemporáneo a principios del siglo XX, con la industria cinematográfica estadounidense y su maquinaria de promoción. Con la llegada de los medios de comunicación de masas, llegaron también los montajes de masas. Comprar seguidores está feo, pero estuvo peor obligar a Rock Hudson a casarse con la secretaria de su agente, Phyllis Gates, para acallar los rumores de homosexualidad del actor.

Inventarse historias para lograr una portada (sin ser político) ha sido tan habitual que incluso hay un precedente español de Fake Famous: en 2001 se estrenó en Telecinco el reportaje La gran mentira del corazón. En él se contaba cómo habían cogido a un completo desconocido, César Sicre, y lo habían paseado por revistas y platós para que explicara su romance con Paulina Rubio, un romance completamente inventado. El blanco de ese reportaje no eran los influencers, sino las revistas del corazón, pero la idea era la misma: la crítica de los famosos que son conocidos sin haber hecho nada meritorio para lograrlo.

El tabaco de la duquesa

¿En qué consiste el trabajo de un influencer? En el documental de HBO pasan por apuros a la hora de definir esta profesión, pero los expertos entrevistados llegan a la conclusión de que son personas que venden un estilo de vida, con la esperanza de vender también publicidad de marcas que quieran llegar a su público. Lo hacen promocionando su imagen y publicando, sobre todo, selfis en entornos supuestamente envidiables: hoteles de lujo, restaurantes caros y países exóticos.

En ocasiones se ha hablado de George Bryan Brummell (1778-1840) como del primer influencer. Conocido como Beau Brummell (Bello Brummell), encarnó el estilo del perfecto dandi, como escribe Giorgio Riello en Breve historia de la moda. Los dandis ayudaron a colocar a Inglaterra como centro de la moda a principios del siglo XIX, estableciendo el traje de tres piezas como la prenda masculina arquetípica. A esto contribuyó de forma clara la figura de Brummell, conocido básicamente por vestir bien y dejarse ver.

Brummell procedía de una familia modesta, pero gracias a su imagen y buen gusto formó parte del círculo de confianza del rey Jorge IV de Inglaterra, antes de caer en desgracia y morir exiliado y en la pobreza. El vestuario del rey “fue transformado por Brummell, que vistió al soberano quizá no como un dandi, pero sí con todos los accesorios del hombre de estilo”, escribe Riello. Y eso, sin Instagram.

Quienes podían permitírselo se esmeraban por imitar a estos protoinfluencers de la época. Greg Jenner explica en su libro que Giacomo Casanova se sorprendió al ver que los parisinos hacían cola para comprar tabaco de una tienda llamada La Civette porque una duquesa glamurosa había sido vista comprando allí. Y Hannah Pritchard, actriz británica del XVIII, fue una de las primeras celebridades de la historia con su propia línea de ropa, que promocionaba llevándola en escena.

¿Ser influencer es un trabajo?

Con independencia de lo que pensemos sobre los influencers, no es fácil ser uno. En el documental de HBO solo lo logra uno de los tres participantes, Dominique Druckman. Los otros abandonan a medio camino. Chris Baily se negaba a mantener la ficción y quería ser famoso por sí mismo, no con montajes. Y Wylie Heiner lo dejó por no poder soportar ni la presión ni los comentarios que le acusaban de haber comprado seguidores.

El caso de Heiner recuerda a lo que escribió Schopenhauer sobre la falsa gloria: en su Parerga y paralipomena, el filósofo distingue entre quienes alcanzaban la fama por sus ideas y su trabajo, y quienes solo buscan la gloria para disfrutar de la admiración ajena. Estas personas que llegan a la fama sin merecerlo viven con miedo a ser desenmascaradas, una situación que el filósofo compara a la de “un hombre poseedor de una herencia en virtud de un testamento falso”.

Pero incluso cuando la gloria es merecida y hay un trabajo detrás que promocionar, son muchas veces las propias celebridades quienes tienen que dedicarse a la promoción y el marketing, igual que hoy alimentar las redes también forma parte del trabajo de actores y músicos. También en el siglo XVIII. Greg Jenner explica que Laurence Sterne tuvo que darse bombo cuando las dos primeras partes de su Vida y opiniones del caballero Tristam Shandy pasaron inadvertidas tras su publicación, a pesar de que hoy está considerada un clásico de la literatura universal (y humorística). No logró convertirse en una sensación literaria hasta que logró que el actor David Garrick recomendara la obra. Para aprovechar el tirón, se mandó retratar e imprimir grabados. Como explica Jenner, los grabados de personajes populares se multiplicaron en la segunda mitad del siglo XVIII y los admiradores de escritores, actores, militares y nobles los compraban igual que se compraban pósters dos siglos después.

Un siglo más tarde se pusieron de moda las tarjetas de visita con pequeñas fotografías. Quien podía y quería no solo se las hacía, sino que coleccionaba las que se comercializaban con el retrato de personajes ilustres, a modo de cromos. También en España, donde había de personajes ilustres como Gaspar Núñez de Arce, la duquesa de Alba, Napoleón III o Leopoldo O’Donnell. Según Jenner, en el Reino Unido se vendieron más de 300 millones entre 1861 y 1867.

Famosos por ser famosos

En el documental de HBO, la actriz Justine Bateman, autora de Fame: The Hijacking of Reality (Fama: el secuestro de la realidad), recuerda que lo habitual siempre había sido ser famoso por algo: por actuar, por cantar, por ganar la liga… Pero a medida que los medios de comunicación necesitan más material, aumentan las oportunidades para el reconocimiento público. No solo la prensa del corazón expande sus intereses y el interés por el famoso se contagia a sus amoríos, amigos, empleados y conocidos, sino que la aparición de los realities hace que sus concursantes reciban la atención del público y de los medios solo por salir por la tele y participar en programas como Gran Hermano y todas sus variantes.

Susan Douglas explica en su libro Celebrity: A History of Fame (Celebridad: una historia de la fama) que en estos programas somos testigos de todo el proceso de formación de un famosete, aunque se trate de un proceso claramente artificial. A veces el atractivo consiste en mostrar lo absurdo que es ver a alguien esforzándose simplemente por salir en Sálvame o, peor, intentando recuperar algo de la fama del pasado en una isla más o menos desierta. Y a veces funciona. Douglas recuerda que Donald Trump participó en el reality The Apprentice entre 2004 y 2015. Como jurado, claro, y no como concursante. Pero según la historiadora, en la campaña electoral de 2016 le ayudó, además de Twitter, la imagen que se había formado en televisión de hombre de negocios duro y exitoso.

Incluso estas figuras tienen sus antecedentes. El historiador Greg Jenner compara a Kim Kardashian (y a Paris Hilton, un personaje similar, pero una generación anterior), con Brenda Frazier, una joven estadounidense de alta sociedad que se hizo famosa a finales de los años 30 por asistir a la fiesta de debutantes del Ritz-Carlton de Nueva York, una especie de puesta de largo de jóvenes de buena familia. Su buena presencia, carisma y riqueza, además de su difícil vida familiar y personal, la hicieron aparecer en campañas publicitarias y en la portada de la revista Life. Jenner cita al crítico de cine James Monaco para explicar esta fascinación que muchos sienten hacia los famosos, sean o no famosos por algo: “No nos fascina quiénes son ni lo que hacen, sino lo que pensamos que hacen”.

Dedicar tiempo a seguir a este tipo de celebridades no es necesariamente negativo, aunque a menudo pueda parecer una pérdida de tiempo artificial. La fama, escribe el historiador Greg Jenner, a menudo se critica como una estafa fabricada para ganar dinero, pero las celebridades también “forman parte de los cimientos sobre los que construimos nuestras identidades”. Proporcionan experiencias compartidas y el sentimiento de pertenencia a una “comunidad de conversación”.

La fama y la microfama

A pesar de todos los ejemplos que hemos visto, es cierto que hay diferencias entre la fama de un influencer y la de Brummell, y no es lo mismo (al menos, no del todo) comprar seguidores falsos que contratar a una claque. De hecho, Jenner considera que la mayor parte de los influencers no pueden llamarse propiamente celebridades, al menos no todos.

Un famoso, explica, es alguien cuya cara ves aunque no la busques. Por ejemplo, aunque a alguien no le guste el cine, seguro que sabe quién es Brad Pitt y ha visto sus fotos y apariciones públicas en la tele y en prensa. Con la mayor parte de los influencers o con las estrellas de redes sociales no ocurre lo mismo, aunque tengan un público muy amplio y ganen mucho dinero. Obviamente, hay excepciones, como ElRubius o Dulceida, que son conocidos por gente que no sigue a nadie en YouTube o que no tiene la aplicación de Instagram instalada en el móvil.

Por lo general, la fama de instagrammers y tuiteros se acerca más a la microfama. Como explica Tim Wu en Comerciantes de atención, un “microfamoso” o un “famoso de internet” no llega a las portadas de ¡Hola!, pero sí cuenta con una comunidad que deja comentarios, envía correos electrónicos y ayuda a crear una reputación online.

Hay otra diferencia: desde hace unos años el camino de la fama está abierto a mucha más gente, que ve así la posibilidad de conectar con un público más o menos amplio. Obviamente, aquí hay de todo, desde gente que solo quiere ser famosa solo por alimentar su ego y a pesar de las advertencias de Schopenhauer, a gente con un proyecto real y con cosas que contar y compartir. Aun así y como apunta Douglas, que sea más fácil ser famoso (o microfamoso) se trata en gran medida de un mito, ya que la mayor parte de quienes lo intentan permanecerán en el olvido. Quizás haya más personas que puedan alcanzar algo de fama en comparación con el siglo XVIII, pero seguirán siendo una minoría.

La parte positiva es que si a alguien realmente le apetece ser famoso, o intentarlo, a menos ya no tiene que hacer como Eróstrato, un pastor griego que en el año 356 a. C. incendió el templo de Artemisa de Éfeso. ¿El motivo? Quería alcanzar la fama a cualquier precio. Y lo cierto es que lo logró.

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