La casa-museo de un artista o escritor nos ayuda a viajar hacia atrás en la historia del arte y de la cultura. Para los mitómanos puede convertirse, además, en una experiencia de tintes místicos, pues allí verán de cerca los objetos que sus admirados maestros usaban a diario. En España hay un gran número de casas-museo bien conservadas que merecen una visita, y no solamente por la admiración que podamos sentir hacia Machado o Victor Hugo, también porque en ellas se refleja una época ya perdida. Cada una es una oportunidad para entender la sociedad de otros tiempos.
Joaquín Sorolla (Madrid)
En cualquier hogar donde resida un pintor abundan los frascos llenos de pinceles, como ocurre en la casa-museo madrileña de Joaquín Sorolla (1863-1923). Más que los pinceles, sorprende la gran cantidad de cerámica popular que atesoraba, repartida por diversas dependencias. Para admirarlas, primero hemos de atravesar el jardín de estilo andaluz que hay tras la verja de entrada, uno de los secretos mejor guardados del barrio de Chamberí.
Además de los salones llenos de vitrinas y muebles decimonónicos, el epicentro de la casa es, sin duda, el enorme estudio del artista, de paredes color bermellón. En uno de sus rincones, bajo una reproducción de la Victoria alada de Samotracia, se encuentra el diván donde el pintor descansaba esperando que se secara el óleo de sus lienzos. Ahí mismo atesoraba libros que nos hacen ver su afición por las obras de su contemporáneo Pío Baroja, pero también por las de Oscar Wilde y Quevedo.
Manuel de Falla (Granada)
En una carta a su amigo el guitarrista Ángel Barrios, Falla afirma: “Me siento bien en Granada”, y, como reconocimiento, la ciudad lo nombró hijo adoptivo en 1927. Es fácil imaginarle feliz en su precioso carmen —tradicionales viviendas hispanoárabes con jardín propio—, donde vivió 17 años, si bien nunca dejó de sentir cierta añoranza hacia su Cádiz natal, que contrarrestó pintando de un azul luminoso algunas paredes y marcos de ventanas.
Su compañera de casa fue su inseparable hermana María del Carmen, muy devota, a juzgar por su cuarto lleno de imágenes y estatuillas religiosas. El compositor, en cambio, confiaba más en la ciencia, de ahí que su dormitorio conserve aún cajas y latas de medicamentos vintage. El salón donde se encuentra el piano es un espacio esencial, y en sus paredes vemos obras de pintores amigos suyos como Hermenegildo Lanz o Zuloaga, autor de un famoso retrato del músico. Y, por supuesto, quienes vayan en busca de sus célebres gafas y su sombrero negro no quedarán decepcionados.
Concha Piquer (Valencia)
“Viajas más que el baúl de la Piquer”. Esa frase se hizo célebre en los años de mayor fama de la tonadillera valenciana, nacida en 1906, y es en su casa-museo valenciana donde podemos ver algunos de sus baúles roperos que siempre la acompañaban en sus giras. Historiadores y museólogos se han ocupado de transportarnos a la época en que Conchita Piquer vivía con sus padres en esta casa del barrio de la Zaidía entre 1916 y 1920. Su madre era modista, de ahí el cuarto de costura con su máquina de coser Singer y una pesada plancha de hierro. En el comedor tampoco falta algo muy común en los hogares de aquella época: una reproducción en latón de La última cena de Da Vinci. Y en el dormitorio encontramos una clásica jofaina para la higiene diaria que nos mete de lleno en las primeras décadas del siglo XX. En la planta baja esperan el tocador de la artista, con sus polveras, espejos y cepillos de plata, y la cartelería que promocionaba sus espectáculos a lo largo del mundo.
Antonio Machado (Segovia)
Durante los años que pasó en Segovia como profesor de instituto, Machado vivía en la pensión de doña Luisa Torrego, un clásico alojamiento que admitía “viajeros y estables”. El poeta claramente pertenecía a la segunda categoría, pues pasó allí 13 años, a tres pesetas y media por día en pensión completa. Su cuarto se situaba al fondo de la vivienda, así no le molestaban los otros huéspedes cuando recorrían el largo pasillo. Modesto y pulcro, allí se amontonan los libros sobre cualquier mueble: la mesilla de noche, la cómoda y su mesa redonda de trabajo, con su brasero para combatir el frío. Pero antes de llegar a su habitación habremos pasado por la cocina. Si bien Machado no se dejaba caer mucho por allí, pues era doña Luisa quien cocinaba platos de su recetario escrito a mano, los ojos se fijan en todos esos objetos —una chocolatera, un sacudidor de colchones, una huevera metálica— que nos acercan a la España de la década de 1920.
Miguel de Unamuno (Salamanca)
De la vida de Miguel de Unamuno sabemos bastante gracias a Mientras dure la guerra, el largometraje de Amenábar en que se recrean los últimos años de vida del escritor en Salamanca, como su visita diaria al Café Novelty de la plaza Mayor. Pero para conocer mejor todavía al intelectual vasco hay que visitar la que fue su vivienda la primera vez que ocupó el cargo de rector de la universidad, entre 1900 y 1914. Está junto al edificio de las Escuelas Mayores y su familia se encargó de volver a llenarla con los muebles y objetos que le habían pertenecido, así que allí se encuentran su colección de bastones, su baraja de cartas, su armario ropero y otros muebles de su dormitorio como un peculiar atril doble que él mismo se hizo construir dada su afición a trabajar desde la cama. Que la papiroflexia y el dibujo eran dos de sus principales aficiones queda claro en la visita; aquí esperan infinidad de animalitos de papel y minuciosos dibujos a tinta en los que reproduce sus iniciales.
Victor Hugo (Pasai Donibane, Gipuzkoa)
El verano de 1843 Victor Hugo lo pasó en el pequeño pueblo guipuzcoano de Pasai Donibane (Pasajes de San Juan, en castellano), en una casa con vistas al mar. La bahía que el escritor contemplaba desde sus balcones le inspiró para escribir su diario de viaje Los Pirineos, publicado póstumamente en 1890. Todo el mobiliario que vemos recrea a la perfección la época en la que el autor vivió “en esta calle única, que lleva a todas partes”, como él mismo describió la calle Donibane, en la que se encuentra su casa-museo. Otro de los encantos ineludibles de la visita proviene del transporte en barca que se emplea para cruzar desde Pasajes de San Pedro, el pueblo al otro lado de la bahía, a Pasajes de San Juan. Victor Hugo no conoció estos barcos motorizados, pero sí a las bateleras, las mujeres que en su época desempeñaban este trabajo a remo.
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