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Aquí y en la Conchinchina

La familia es el lugar donde nombramos el mundo por primera vez. Dicen que cada casa es un mundo y cada uno de estos mundos tiene un lenguaje propio que está cosido de voces y términos que se cruzan continuamente, de consignas que se repiten invariablemente en unas mismas situaciones. Pasa el tiempo y se construyen universos que, en caso de desintegración, arrastran con ellos todos sus nombres. Lo cuenta Natalia Ginzburg en Léxico familiar, un libro en el que teje sus memorias a través de los hilos evocadores del lenguaje. Expresiones como «para vosotros todo es la casa de tócame roque», «sois unos poltronas» y adjetivos como «borrico» eran, en su casa, una especie de trampolín hacia el pasado. Ginzburg entendió muy pronto que cada vez quedarían menos personas capaces de comprender ese lenguaje íntimo y quizás, aunque esto es de cosecha propia, para eso escribió Léxico familiar: para que fuéramos nosotros, los lectores, los que mantuviéramos con vida todas aquellas palabras perdidas.

POSTALES DE OTRO MUNDO / 1 Ceilán.

Si pienso en ese lenguaje de infancia, una palabra regresa siempre como sinónimo de misterio y lejanía. Agosto de 1990, un pueblo aletargado de la comarca de La Selva, en Gerona, y los niños, de todas las edades, estamos desperdigados por el campo cuando, de repente, uno de los mayores desvela triunfal aquel secreto de que los reyes son los padres. Lloros, decepción e incredulidad, pero luego, en casa, llega la respuesta en forma de esa sentencia harto conocida: «Que los reyes no son los padres lo saben aquí y en la Conchinchina. ¿Cómo explicarías en ese caso las carrozas?, ¿acaso ves por aquí alguna?». Pero no, desde luego que en casa no cabía ninguna. Pero no fue aquel argumento el que me tranquilizó, sino la palabra mágica, el abracadabra que revestía de autoridad a todos aquellos argumentos: esto es así aquí y en la Conchinchina, los niños se van pronto a dormir aquí y en la Conchinchina, que no se señala con el dedo a la gente se sabe aquí y en la Conchinchina. Ese lugar mítico avalaba las grandes verdades y nos aunaba a todos bajo un mismo techo que se extendía desde aquel pueblo minúsculo a la Conchinchina.

La Conchinchina ha sufrido una doble desaparición, por un lado como frase hecha, porque ahora ya casi nadie se refiere a ella para nombrar lo que por fuerza es igual en todos lados, y por otro, como lugar geográfico porque su nombre no designa ya ningún lugar sobre la tierra. Pero la Conchinchina existió.

La calle Catinat (ahora Dong Khoi) de Saigón (ahora Ho Chi Minh), capital de la Cochinchina (ahora Vietnam), a principios del siglo XX. Culture Club / Getty Images

Fue una colonia de la Indochina francesa. Los franceses bautizaron como La Cochinchine a aquella región que ocupaba el delta del río Mekong, una zona muy fértil donde hoy se encuentra la ciudad más poblada de Vietnam, Ho Chi Minh, que antes se llamaba Saigón. El término empezó a ser conocido a partir de 1887, en el momento en que Francia se anexionó el sur de Vietnam, una aventura militar a la que España también se sumó y mandó tropas durante al menos cinco años. Todavía hoy un dato permanece oculto: nadie sabe con exactitud en qué momento los españoles añadimos una “n” de regalo para que su pronunciación fuera más fácil.

El término empezó a ser conocido a partir de 1887, cuando Francia se anexionó el sur de Vietnam, una aventura militar a la que España también se sumó y mandó tropas durante al menos cinco años.

En la Conchinchina –aquí nos quedamos con esta versión– la vida transcurre a escasos centímetros sobre el agua, que determina los días en las orillas de ese río poderoso, el Mekong. Arrozales, los habitantes con sus nón lá, sombreros cónicos vietnamitas que todos tenemos en nuestro imaginario, vegetación exuberante sobre canales e islitas. Sé que aquí debería hablar de Marguerite Duras porque en este escenario transcurrió su niñez, en la ciudad vietnamita de Sa Dec, ocupada por el ejercito francés. Fue allí donde se desarrolla parte de su novela autobiográfica El amante, libro en el que leí: «Nunca he escrito, creyendo hacerlo, nunca he amado, creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de la puerta cerrada», pero como decía, aunque sé que debería ahondar en esta frase que recuerdo de memoria y en Sa Dec, cuando empecé a escribir estas líneas me encontraba lejos de ahí. Estaba en una tienda de pelucas oncológicas y no me acordé de nada de esto sino de mi amado Raymond Carver, al que me encuentro a menudo por los rincones de estos primeros días de agosto.

La dependienta de la tienda escuchaba nuestra cháchara: «quizás ha llegado la oportunidad de tener una melena hasta la cintura», dijo ella, y yo cogí de la estantería una que llevaba una pamela incorporada: «la verdad es que no la acabo de ver del todo cómoda para estar en el sofá», siguió. Se encariñó de una que tenía un flequillo largo y escalado y, cuando se la probó, le caían los mechones de pelo sintético por entre los ojos. La dependienta sacó las tijeras: «hay que tener cuidado con el pelo sintético. Mejor ir cortando poco a poco porque este no crece». Y nos vimos ahí, dándole forma a una peluca de plástico y nos dio la risa a las tres y entonces fue cuando me vino a la cabeza una frase de Carver que traté de recordar sin éxito.

Sospecho que Natalia Ginzburg, Marguerite Duras, y en realidad, creo que todos los que escribimos, lo hacemos para luchar contra la apisonadora del tiempo

Cada año se añaden vocablos nuevos al diccionario de la RAE, pero también desaparecen un número determinado de palabras. Últimamente se han desechado algunas como malfaciente, palacra o electriz. No sé quién decide qué términos se encuentran ya obsoletos, listos para guardar en una maleta del altillo por los siglos de los siglos, pero sospecho que Natalia Ginzburg, Marguerite Duras, y en realidad, creo que todos los que escribimos, lo hacemos para luchar contra la apisonadora del tiempo, para evitar que desaparezcan las palabras de nuestro diccionario, que es, por otro lado, lo que hago yo intentando resucitar a la Conchinchina con estas líneas.

Al salir de la tienda, fuimos a dar un paseo y, después de comprarnos un par de horchatas en Sirvent, con la peluca sintética en su cajita de terciopelo, recordé por fin la frase de Carver que dice: «Había una ventana iluminada, pero a demasiada altura para que pudiera verse el interior». Por eso trataba de recordarla frente al espejo, rodeada de todas aquellas pelucas, porque la ventana estaba iluminada, aunque costara verla. En realidad, solo había que levantar los talones del suelo, ponerse de puntillas y ahí, en equilibrio sobre el aire, se atisbaba por fin la luz.

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