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Arabia Saudí juzgará en un tribunal antiterrorista a una destacada defensora de los derechos de la mujer

A punto de cumplirse un año de la llegada al poder del rey Salmán, Arabia Saudí ha generado más titulares que durante toda la década precedente. Y no (sólo) sobre la lamentable situación de los derechos humanos o la segregación de las mujeres, sino sorprendentemente por su política exterior. Con la intervención en Yemen, el nuevo monarca ha dado un importante giro a la tradicional discreción que el Reino del Desierto favorecía hasta ahora para avanzar sus intereses y minar los de sus rivales. Hasta el punto de que el mes pasado, los servicios secretos alemanes (BND) tomaron la inusual decisión de difundir una nota alertando de que el país corre el riesgo de desestabilizar el mundo árabe.

El BND atribuye la nueva política de “intervención impulsiva” a las luchas internas de los Al Saud y al deseo de liderar el mundo árabe. Apenas una semana después de su ascenso al trono, Salmán redistribuyó el poder entre las distintas ramas de la familia real, colocando a hombres de su confianza en el aparato de seguridad. Pero el nombramiento más importante ha sido el de su hijo preferido, Mohamed Bin Salmán, como segundo en la línea de sucesión, ministro de Defensa y presidente de la macro comisión encargada de la reforma económica y de la empresa nacional de petróleo, Aramco.

Nunca antes un príncipe había acumulado tanto poder. Ese hecho y su juventud, apenas 30 años en una sociedad que equipara edad con sabiduría (el rey tiene 80), han suscitado recelos, e incluso un par de cartas de destacados príncipes pidiendo la sustitución del monarca. Muchos analistas atribuyen a la bisoñez de su hijo las decisiones más arriesgadas como la guerra en Yemen.

Pronto quedó claro que Yemen sólo era el principio. La doctrina Salmán, como la bautizó el columnista saudí Jamal Khashoggi, se extiende a toda la región. Casi al mismo tiempo que Riad montaba a toda prisa la coalición para frenar a los rebeldes Huthi en un país que considera su patio trasero, también intentaba formar una fuerza militar árabe y reforzar económicamente a sus aliados sacudidos por las primaveras, en especial Egipto. Más recientemente ha anunciado una gran coalición islámica frente al terrorismo de tan incierta concreción como aquel proyecto. También en Siria, donde desde 2011 financia a grupos contrarios a Bachar el Asad, redobló su apuesta con la creación de una nueva fuerza que los integrara, Jaish al Fatah.

Esa repentina necesidad de actuar surge de la convicción de que Occidente  ha abandonado al reino

Esa repentina necesidad de tomar la iniciativa y actuar surge de la convicción de la monarquía de que Estados Unidos, su protector histórico, (y Occidente en general) han abandonado al reino frente al extremismo del Estado Islámico (ISIS) y el expansionismo de Irán. La obsesión con este vecino no árabe con el que Arabia Saudí rivaliza por la hegemonía regional, ha alcanzado el paroxismo y subyace al enfrentamiento sectario entre chiíes (apadrinados por Teherán) y suníes (patrocinados por Riad) que desangra Oriente Próximo.

Numerosos saudíes, y no sólo entre la familia gobernante, sienten que Irán ha salido beneficiado de los cambios estratégicos que se han producido en la zona desde principios de este siglo. Las intervenciones militares de EEUU en Afganistán (2001) e Irak (2003), las revueltas de la primavera árabe (2011) y finalmente el acuerdo nuclear han ido eliminando los muros que contenían al régimen iraní, al que ven extender su influencia de la mano de la afinidad religioso-cultural con las comunidades chiíes. De ahí que la mayoría aplaudiera la intervención en Yemen, incluidos los islamistas (suníes) disidentes.

Por la misma razón, fuera de la minoría chií (un 10% de los 20 millones de saudíes), apenas ha habido críticas a la reciente ejecución del jeque Nimr Baqr al Nimr, que ha desatado el último rifirrafe con Irán y la ruptura de relaciones diplomáticas. En el exterior, sin embargo, algunos observadores comparan el reino con un animal herido y apuntan a una huida adelante capaz de desencadenar una guerra. Eso es algo que no interesa a los Al Saud, centrados en preservar el poder en manos de la familia.

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Protestas en Teherán por la ejecución por parte del régimen saudí del clérigo chií Al Nimr. AP

“Una guerra entre Arabia Saudí e Irán [sería] el principio de una catástrofe mayor en la región y tendría graves efectos en el resto del mundo”, ha reconocido el príncipe Mohamed en una entrevista con The Economist. “No lo permitiremos”.

En realidad, la mayor amenaza para el régimen saudí no viene de la otra orilla del golfo Pérsico sino de los ultraconservadores de su propia mayoría suní, en los que históricamente ha buscado su legitimidad. Estos sectores, hostiles al Irán chií y a los activistas que como el jeque Al Nimr hacen campaña por los derechos civiles, están ideológicamente muy próximos a los extremistas que ya han atacado el reino, primero bajo la bandera de Al Qaeda y más recientemente del ISIS.

Así que para la monarquía refrescar la tradicional enemistad hacia Irán y los chiíes tiene también una utilidad interna, mostrarles que está de su lado y que no necesitan otro valedor. En especial, en un momento crítico como el actual cuando coincide un delicado proceso de sucesión de los hijos a los nietos de Abdulaziz Ibn Saud, el fundador del moderno reino saudí, con una situación económica que exige profundas reformas debido a los bajos precios del petróleo.

Este maná ha financiado un generoso estado de bienestar que los saudíes han asumido como un derecho de cuna, a cambio, eso sí, de renunciar a la participación política. Con el barril de crudo rondando los 30 dólares, resulta imposible mantener un sistema que además de ser muy caro, genera indolencia y apatía entre sus beneficiarios. El reto que afronta Salmán, y para el que ha delegado en su hijo, es lograr la transformación de una economía rentista en una moderna y competitiva, sin ceder el poder absoluto de la familia. De ahí, la búsqueda de apoyo público.

El enfrentamiento con Irán es una apuesta muy peligrosa. Sin dispensar a este país de su parte de responsabilidad en algunas crisis regionales, corre el riesgo de aumentar su implicación incluso allí donde es menor de lo que se pretende y de convertir el sectarismo en un monstruo con vida propia. Incluso descartando el extremo de la guerra entre ambos rivales, las consecuencias del deterioro de sus relaciones ya están afectado a la región.

En ningún caso resulta más evidente que en la lucha contra el ISIS, un enemigo común en cuyo combate son incapaces de cooperar. Mientras que Teherán lo considera un producto de la ideología wahabí (la estricta interpretación del islam oficial en el reino) y de la financiación de las petromonarquías, Riad lo ve como una reacción a la brutalidad de El Asad en Siria y las políticas sectarias del ex primer ministro Nuri al Maliki en Irak, ambos aliados iraníes. Ahí subyace el recelo saudí ante la presión occidental para alcanzar un acuerdo con el presidente sirio que permita derrotar al ISIS, lo que en su opinión daría alas a Irán.

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Barack Obama y el rey Salmán, en Riad en enero de 2015.

Aunque la pugna se extiende a otros conflictos de la zona, es en Siria donde se juega la partida principal. Las próximas conversaciones sobre ese país, previstas en Ginebra antes de fin de mes, darán la medida de hasta qué punto tienen voluntad de alcanzar un compromiso o se arriesgan a convertir la animadversión un (peligroso) modus vivendi. Los mensajes han sido hasta ahora contradictorios.


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