La cueva de Ardales, ubicada en el pequeño municipio malagueño del mismo nombre, ha saltado esta semana al primer plano de la actualidad al convertirse en la prueba irrefutable de que los neandertales fueron los autores de las pinturas que lucen sus paredes desde hace 64.800 años, lo que confirma que no fueron los Homo sapiens los que inventaron el arte rupestre. Pero antes de convertirse en laboratorio científico, esta singular gruta era conocida por haber sido pionera del turismo cultural en el siglo XIX, además de albergar fiestas flamencas y servir de refugio durante la Guerra Civil española. Su historia puede servir tanto para ilustrar la evolución de la industria turística como la del conocimiento mundial de la prehistoria.
Pero antes de eso la gruta de Ardales estuvo durante 3.500 años oculta, hasta que en 1821 un terremoto que sacudió la provincia de Málaga deshizo el tapón de rocas que impedía el acceso a su interior. Quienes entraron entonces en ella por primera vez, al ver cómo las paredes brillaban como diamantes, pensaron que habían descubierto un yacimiento de piedras preciosas. Pronto entendieron que no lo eran ―era la calcita la que reaccionaba a la luz de sus lámparas―, pero supieron sacarle rendimiento económico: cobraban dos reales a quien quisiera visitarla, lo que hoy serían entre 60 y 90 euros. No se saben los nombres de aquellos descubridores, solo se les conoce como los mineros, que no solo fueron pioneros en el nacimiento del turismo cultural, pues fue la primera cueva de la península Ibérica en ser visitada, sino que también ―sin saberlo― abrieron nuevos caminos a la ciencia. De aquel descubrimiento se cumplen ahora 200 años, aniversario que se ha aprovechado para editar una nueva y completa guía del lugar.
A cuatro kilómetros del municipio homónimo, la cueva de Ardales es un gran contenedor de la prehistoria del sur de Europa. Los más de tres milenios durante los cuales su entrada estuvo obstruida facilitaron su conversión en laboratorio científico, aunque en sus inicios su espectacular interior fue solo un argumento más dentro de un original paquete turístico. La incipiente burguesía industrial visitaba entonces, durante los meses de verano, el balneario de Carratraca, cuyas aguas sulfurosas tenían fama por sus cualidades curativas. Hasta allí llegaban en una diligencia que partía dos veces al día desde la estación de ferrocarril de El Chorro, a un paso del Caminito del Rey. Tras los baños, los conocidos como agüistas aprovechaban la estancia para acudir a fiestas flamencas, corridas de toros y divertirse en el casino. También para subirse a un burro o un caballo y realizar una excursión hacia el cerro de la Calinoria, donde se esconde la gruta bajo tierra. En ella se sorprendían especialmente del cambio de temperatura: el interior siempre está a 17 grados, lejos de los 40 que a veces se rozan en verano en esa zona.
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El impulso turístico definitivo se lo dio Trinidad Grund, empresaria de origen alemán nacida en Sevilla. Tras comprar la cueva a mediados del siglo XIX, decidió remodelar las escaleras, acicaló las principales estancias e incluso, cuenta la tradición oral, ofreció música en directo con un guitarrista y una cantaora flamenca los días de Nochevieja y San Juan. La mayoría de las estancias fueron bautizadas con nombres religiosos: el Camarín, el Tabernáculo, el Altar, la Sala de la Virgen o el Calvario. Pedro Cantalejo, conservador de la cueva de Ardales y uno de los investigadores que más han impulsado su conocimiento durante los últimos 40 años junto a María del Mar Espejo, José Ramos y Gerd C. Weniger, explica el motivo de estas denominaciones: “Había que adaptarse a los gustos de los ricos, que por aquel entonces estarían acostumbrados a visitar iglesias y catedrales, así que se intentó recrear algo parecido”.
Hasta 6.000 personas visitaban al año la cueva, según la documentación de la época. Es el máximo, curiosamente, permitido en la actualidad por razones de conservación. Apenas una treintena de personas al día que, por 10 euros y reservando con antelación, pueden seguir los pasos de aquellos ricos industriales entre sorprendentes formas cinceladas por el agua y el paso del tiempo. Dos siglos después tienen la suerte de que la ruta es más larga (1,5 kilómetros) y cuenta con guías profesionales que relatan cada detalle durante dos horas. Pero, sobre todo, se pueden adentrar en lugares que entonces se desconocían.
La visita en 1918 del prehistoriador francés Henri Breuil, acompañado del arqueólogo malagueño Miguel Such, marcó el punto de inflexión. En un artículo que Breuil publicó más tarde, describió cómo durante su recorrido preguntó sobre unas galerías que había en la parte más alta. Such le respondió que nadie había subido porque esa zona resbalaba mucho. La curiosidad y la intuición, tras ver muestras de arte no figurativo, le llevaron a adquirir cuerdas para acceder a esa zona. Descubrió 10 paneles con 20 animales, publicó un estudio y captó la atención para siempre de los investigadores. Si el siglo XIX fue para la cueva de Ardales el del turismo, el XX fue el de la investigación y el XXI, el de remover los cimientos de la prehistoria.
Hoy se sabe que el espacio es un museo del arte prehistórico en el que, además de restos humanos, herramientas y ajuares, se han documentado 1.010 motivos pintados o grabados. Algunas obras tienen forma de puntos y rayas. Otras, de manos negativas y positivas. También hay perfiles de cabras, ciervos, caballos o incluso peces, además de figuras femeninas. Algunas de esas pinturas están realizadas en óxido de hierro y fueron aplicadas directamente con los dedos, según un estudio publicado en febrero de 2018 por la revista Science, que ya anticipaba la posibilidad de que hubieran sido obra de neandertales.
Ahora que se ha confirmado ese supuesto, el debate se centra en determinar si el sur de la península Ibérica fue realmente el confín de Europa o la puerta de entrada de los neandertales desde África. “Es lo que estamos defendiendo a capa y espada a partir de las investigaciones científicas”, cuenta Cantalejo, que se apoya en el trabajo del Neandertal Museum alemán y las muestras analizadas en el Instituto Max Planck de Múnich (Alemania). “Los datos demuestran que el uso de esta cueva es muy antiguo. Y no solo como refugio, también cultural”, subraya Cantalejo.
Asegura el especialista que la única manera de reivindicar la importancia del sitio ―y de otras grutas cercanas como la Pileta o el Cantal― frente al tradicional frente cántabro y francés es “seguir investigando”. Por eso, un equipo de arqueólogos internacionales volverá a la cueva, previsiblemente, durante la primavera de 2022. Antes, entre los días 17 y 19 de septiembre, Ardales acogerá a numerosos especialistas que pondrán al día los últimos descubrimientos y avances, además de conmemorar el bicentenario y mantener el acceso abierto a un puñado de afortunados diarios.
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