En la capital, la gente, aunque puede hacerlo, no sale de casa por miedo a enfermar. La situación sanitaria, al menos en números oficiales, está bajo control.
Por Emilia Delfino/ Especial de Salud con lupa para Aristegui Noticias
Diagonal Norte era una de las estaciones de subterráneo más abarrotadas en horas pico. Sacaba lo peor de la ciudad. Intentar subir a un vagón en este tramo de la línea C después de las 16:00 y hasta pasadas las 18:00, era una violenta odisea. Los usuarios que llegaban de las líneas A, B y D luchaban contra los pasajeros de la C por un espacio para regresar a casa. El objetivo era llegar a la terminal Plaza Constitución, al sur de la ciudad, y luego volver a disputar un lugar en uno de los trenes de la línea General Roca para alcanzar el sur del Gran Buenos Aires.
Esa violencia mutó en distimia. Una nueva dinámica depresiva moderada. La ciudad no se suicida, pero en esta cuarentena se encuentra sumida en la tristeza prolongada, a la espera de que acabe la “nueva normalidad”.
La hora pico del 20 de mayo vino con una lluvia torrencial, típica del otoño en la Ciudad de Buenos Aires. Un otoño que viene ralentizado, con altas temperaturas y días soleados. Una cachetada para la mayoría de sus habitantes, confinados por el aislamiento social preventivo y obligatorio decretado en Argentina el 20 de marzo.
Desde entonces, el confinamiento ordenado por el presidente Alberto Fernández se viene prorrogando cada 15 días, con algunas flexibilizaciones en las provincias y distritos menos afectados.
El objetivo es “aplanar la curva” y evitar el colapso del sistema de salud. Sin embargo, y aunque se han obtenido ciertos logros, el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), la zona más poblada del país, no logra superar las expectativas de los epidemiólogos.
En Diagonal Norte no se ven más estudiantes ni oficinistas. No hay padres con hijos, ni grupos de compañeros de trabajo o de amigos. Nadie reclama el asiento para una embarazada. No hay alianzas para forzar el ingreso al vagón.
Los pasajeros que vuelven a casa, ya sin sobresaltos, viajan en soledad. Su única compañía es su teléfono celular. Pertenecen a la clase trabajadora, casi exclusivamente. Se nota en sus ropas, sus bolsos de trabajo. Cumplen tareas en las actividades económicas exceptuadas del aislamiento social, cuya lista se amplió en mayo. El que puede se queda en casa y el que puede, viaja en auto. Pero están los que no.
Hay lugar de sobra en los vagones. Por el altoparlante del subterráneo una voz metálica pide guardar la distancia social. Llevan tapabocas. Se notan cansados, cabizbajos, ensimismados, se vuelcan en las pantallas de sus teléfonos. Un pasajero rompe el monopolio ruidoso del tren con el sonido de un video en su celular. Está fuera de lugar. El resto del vagón lo acalla con los ojos. No se puede pasar desapercibido en la soledad.
Más de 26 millones 800 mil personas viajaron en las seis líneas del subterráneo y el premetro de Buenos Aires en abril de 2019. Un año después, la pandemia redujo la circulación mensual en el mismo mes a 795 mil pasajeros, menos del 3 por ciento que el año anterior.
Desde fines de abril, el uso de tapabocas es obligatorio en la ciudad y en la provincia de Buenos Aires, y en otros 13 de los 24 distritos a lo largo y ancho del país, aunque el epicentro de la pandemia se encuentre en el área metropolitana de la capital.
El tapabocas es lo único que las personas tienen en común en las calles, cada una con su versión: la correcta y las otras (nariz al descubierto; barbijo al cuello; mentón al aire). Desde los niños hasta los ancianos; desde los pudientes hasta los recolectores urbanos, que escarban los contenedores de residuos en busca de cartón, plástico o cualquier otro reciclable. Más ropa y restos de comida, en algunos casos.
En los colectivos o autobuses urbanos también se viaja cómodamente en hora pico. El tránsito automotor se mueve un poco más. El silencio enquistado en las avenidas más transitadas de Buenos Aires durante las primeras semanas de aislamiento fue cediendo a medida que se habilitaron nuevas excepciones al confinamiento a principios de mayo.
Se observan largas filas para ingresar a supermercados y farmacias. Otros negocios, que con las nuevas habilitaciones levantaron sus persianas, buscan recuperar la clientela.
El movimiento permanece sólo de día. Al caer la luz, el ritmo de la ciudad se apaga. La noche ya no es vibrante en Buenos Aires. Cierra todo. Los comercios, que sostienen la economía de la clase media, se reinventan o desaparecen.
Sobre la calle Mitre, en Almagro, uno de los principales barrios de la clase media, una florería se reconvirtió en verdulería; una mujer salió a la calle a vender, con éxito, barbijos caseros; los comercios de ropa venden por internet el look “quédate en casa”.
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Las férreas medidas de distanciamiento parecen haber funcionado en alguna medida. La estricta cuarentena, el cierre temprano de las fronteras, la paralización de la movilidad y el freno de muchas actividades económicas han dado, al menos hasta ahora, resultado: Argentina mantiene números controlados de casos confirmados y de fallecimientos.
El Gobierno afirma que Argentina concentra apenas 0.4 por ciento del total de los casos Covid-19 del continente, muy lejos del 12 por ciento que representan los de Brasil.
La situación sanitaria parece estar controlada si hacemos caso a los números oficiales. Al 23 de mayo, sólo 173 personas se encontraban en Unidades de Cuidados Intensivos. El pico que se esperaba aún no llegó. Apenas 15 por ciento de las camas de terapia intensiva están ocupadas.
Aun así, las autoridades no han cedido y parecen esperar un escenario menos positivo. La cuarentena superó las 10 semanas a fines de mayo.
El desgaste social y económico obligó al Gobierno a flexibilizar el confinamiento en mayo, pero la estrategia no avanzó demasiado en el área metropolitana. El número de contagios repuntó. En la tercera semana del mes, el pico superó los 700 casos en un solo día.
Por eso, el jueves 21 de mayo, los gobiernos de la provincia y de la Ciudad de Buenos Aires acordaron restringir nuevamente la circulación entre ambos territorios.
Marcha atrás. Cancelaron los 2 millones de permisos para circular que habían expedido. Los ciudadanos tienen que realizar los trámites para obtener una nueva autorización. Los controles policiales a peatones y automóviles recuperaron su endurecimiento.
A partir de la última semana de mayo, el transporte público es exclusivamente para trabajadores exceptuados del aislamiento obligatorio: personal de salud, alimentación, comercios esenciales, periodistas, policías, funcionarios, funerarios, entre otros.
Por supuesto, la economía ha resentido los impacto del paro. En marzo, cayó 11.5 por ciento y la producción industrial perdió 17 puntos. Fue el peor marzo desde 2002 en términos de empleo, resaltó Luis Campos, de la Central de Trabajadores Argentinos.
El Estado debió inyectar sumas millonarias para evitar el hambre en los más pobres y ya pagó el salario de 2 millones 400 mil trabajadores de empresas privadas.
Mientras el resto del país ingresa en la Fase IV (movilidad de hasta 75 por ciento de la población), Buenos Aires retrocede y el tiempo de duplicación de casos se achica. Mala noticia. El área más habitada y afectada por el virus no logra salir de la fase en que la movilidad máxima es de 50 por ciento de la población.
Casi nueve de cada 10 casos confirmados en Argentina se concentran en la Ciudad (unos 3 millones de habitantes) y en la provincia de Buenos Aires (17 millones de personas, es decir, 40 por ciento de la población del país).
El presidente Alberto Fernández informó que en mayo la ciudad había habilitado 60 por ciento de su actividad comercial, pero sólo cuatro de cada 10 negocios decidieron abrir. Y apenas vendieron una tercera parte de lo habitual. La gente no compra. “Hay una sociedad que se retrae”, dijo.
Se retrae por miedo a enfermar.
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El virus, que ingresó al país con los argentinos que regresaban de Europa y Estados Unidos a fines de febrero, avanzó en los últimos dos meses sobre los barrios más vulnerables, donde el hacinamiento y la falta de agua potable hacen que el distanciamiento social, el lavado de manos o la desinfección de objetos, sean nada más que una ilusión.
Al 20 de mayo, cuatro de cada 10 casos confirmados de la Ciudad de Buenos Aires se detectaron en los barrios más vulnerables. Uno de ellos fue el de Ramona Medina, una de las vecinas referentes de la villa 31 de Retiro.
Ramona pasó días reclamando en los medios de comunicación por la falta de agua. “¿Cómo quieren que cuide la limpieza y cumpla con el lavado de manos si no tengo agua? Cada tanto vienen los camiones a repartir, pero hay que acercarse con baldes y con lo que uno tenga”, se quejaba el 2 de mayo, con su desempleo y sus 43 años a cuestas.
Exactamente 15 días después, Ramona murió a causa del virus. Roger Waters, el legendario líder de la banda Pink Floy, se enteró del caso, grabó un video y le dedicó una canción.
Antes, dejó un mensaje: “Me da mucha pena saber que finalmente falleció. Por favor envíenle mis sinceras condolencias a su familia y a todos en la Villa 31. Casi digo que no tengo palabras, pero sí sé qué decir, sé exáctamente qué decir, por supuesto: Ramona tenía razón“.
Su caso puso la situación de los barrios populares en la lista de emergencias y dio vuelta el enfoque de la pandemia.
Como Ramona, otros referentes sociales y vecinos de los barrios populares caen ante el virus y se suman a la lista de muertes. Varios trabajaban en los comedores que proporcionan alimento a los más pobres.
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Todas las noches, los argentinos salen a sus balcones y ventanas para aplaudir al personal de salud. Hay palmas, gritos de aliento y sonidos de murga. Es el único shock diario de endorfinas.
A medida que pasan las semanas, los promotores de la alegría se reducen, pero siempre están, con puntualidad extrema, a las 21:00, sin falta, aunque últimamente sean pocos.
El país siempre está dividido: por un lado, el peso de la soledad también hace agujeros en el ánimo de los solitarios. Por otro, el alivio del “efecto montaña” tiene efectos curativos en los estresados pre-pandemia. El insomnio y la angustia versus el nuevo tiempo libre.
Buenos Aires no sabe cuándo asomará la cabeza o si podrá recuperar la vieja normalidad. Por ahora, sólo sabe que no quiere morir.