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Aschraf cuenta su odisea para llegar a Ceuta en un flotador de botellas

Aschraf suplicaba en las aguas de Ceuta el miércoles 19 de mayo: ”¡Traten de entendernos, por Dios!”. Pedía comprensión a los militares españoles mientras braceaba y lloraba, amarrado a unas botellas de plástico que le servían de flotador. No se atrevía a pisar tierra porque creía que el soldado, que le hablaba en su idioma desde la orilla, le iba a pegar. Finalmente, este joven de 16 años, salió del agua, intentó huir escalando un muro, pero fue atrapado. Y, tras ser consolado por los propios soldados, fue devuelto a Marruecos ese mismo día. Justo dos días antes acababan de entrar a Ceuta 8.000 emigrantes irregulares sin encontrar ninguna oposición por parte de las autoridades marroquíes. De ellos, entre 2.000 y 3.000 son menores.

Ahora Aschraf se encuentra en Casablanca, en la pequeña casa de Miluda Gulami, de 46 años, su segunda madre adoptiva (tuvo una primera, Rabía Rguibi). Se había marchado de la ciudad en febrero sin avisar a nadie. Y ahora ha vuelto con los suyos al barrio chabolista de Er Hamna, en el distrito de Sidi Mumen, uno de los más pobres de Casablanca. La zona es famosa en todo el país porque ahí vivían los 11 jóvenes kamikazes islamistas que perpetraron en 2003 el mayor atentado de la historia de Marruecos, con 45 muertos. Y de ahí partieron en 2015 hacia Siria decenas de combatientes del Estado Islámico.

Aschraf contó este miércoles a EL PAÍS que esas imágenes suyas con las botellas que han dado la vuelta al mundo en realidad forman parte de su tercer intento frustrado por llegar a Ceuta en apenas 24 horas. “Me enteré de que estaban abriendo la frontera cuando estaba en las calles de Al Kasar el Seguir (un pueblo cercano a Tánger). Me lo dijeron otros niños y se lo preguntamos a un mon-ami (mi-amigo, en francés), que es como les llamamos a los subsaharianos. Y ellos nos dijeron que sí, que estaban dejando pasar a la gente”.

Aschraf, el pasado día 19 cuando intentaba entrar en Ceuta con un flotador hecho de botellas. JON NAZCA / REUTERS

El primer intento lo hizo el martes por la mañana. Llegó hasta la valla, pero se volvió a Fnideq, la antigua Castillejos. Y el martes por la noche lo intentó por segunda vez. Consiguió llegar nadando a Ceuta. “Pero me cogieron y me metieron en un centro, donde pasé la noche. Al día siguiente, el miércoles por la mañana, me dieron una toalla y unas galletas y me echaron hacia Castillejos”. A las pocas horas, cogió las botellas y lo intentó por tercera vez. “Las cogí para no cansarme nadando. Esta vez, después de que me atraparan, un militar me acompañó caminando hacia la frontera con Marruecos”.

Aschraf imploraba, amarrado a las botellas que lo entendieran. Pero su historia no se entiende fácilmente en España si no se explica el contexto social que persigue a decenas de menores en Marruecos. Aschraf fue abandonado por su madre biológica a los tres días de nacer. La madre tenía la edad que tiene ahora Aschraf. Ser madre soltera en Marruecos es un estigma que se extiende como una mancha corrosiva por toda la familia. Y por eso muchas optan por entregar a sus bebés.

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A veces, cuando una madre soltera revela que está embarazada, sus propios padres la echan de casa. La sociedad las trata a menudo como prostitutas. Las relaciones fuera del matrimonio están prohibidas por ley. Y a los niños como Aschraf se les conoce en el árabe dialectal del país como wlad lehram, hijos del pecado. No tienen derecho ni al apellido paterno, ni a una pensión ni a ninguna herencia. Los intentos emprendidos en 2017 por una madre soltera y un juez comprensivo para revertir esta situación toparon en 2020 contra una sentencia del Tribunal Supremo marroquí que niega la filiación paterna a los hijos nacidos fuera del matrimonio.

Un hogar humilde

Aschraf nunca conoció a sus padres biológicos. Fue un tribunal el que le puso el apellido de Sabir, que en árabe significa “paciente” o “el que tiene paciencia”. La tutela o kafala de Aschraf se la adjudicaron a Rabía, la mujer a quien la madre biológica le entregó el niño. Pero Rabía falleció en 2016, cuando Aschraf tenía 11 años. Lo adoptó entonces Miluda Gulami en un hogar muy humilde, con techo de uralita, en el barrio de Sidi Mumen. “Yo lo había amamantado durante 15 días, cuando lo adoptó Rabía”, explica. “Así que, cuando murió ella, que era muy amiga de mi madre, pensé que si yo no lo recogía el niño se iba a quedar en la calle”.

La casa de Miluda cuenta con dos habitaciones. Por un lado, un pequeño salón donde solo dispone de dos asientos, una mesa y un pequeño televisor plano pegado a la pared. La otra sala es aún más pequeña y sirve de cocina y dormitorio. En el salón duerme Miluda y en la cocina duermen Aschraf y tres hijos de Miluda.

Aschraf se marchó de casa un día de febrero, de madrugada. “Yo puse una denuncia en comisaría”, relata Miluda, “pero no supe nada de él en todo este tiempo, hasta que vi su foto. Pensé que estaba muerto. Pero ya después vi el vídeo [donde aparece con las botellas] y me alegré mucho”.

La hermana de Aschraf se llama Rayá Errad, tiene 30 años y es hija de Rabía, su primera madre en adopción. “Mi hermano es muy bueno. Yo me acuerdo de cuando era pequeño y nos bañábamos a veces en el mar. A él le gustaba subirse en mis hombros y tirarse al agua. Es muy educado y muy tímido. Casi no sabe defender sus derechos, se deja quitar cualquier cosa sin defender lo que es suyo. Cuando se marchó de casa pusimos sus fotos en las redes sociales. Pero no me imaginé que quería irse a España, nunca comentó nada de eso”.

Aschraf explica que los cuatro meses que ha pasado en la calle fueron duros. “A veces dormía al lado de una estación de tren. Y otras veces pasé hambre”. Explica que todo lo que quería hacer en España era cumplir sus sueños, que tiene amigos que ya lo han conseguido. “Quería ganar dinero y enviárselo a mi familia para que vivan bien”.

Ahora hay dos ONG locales, Sanad y Rawae, que han prometido a Aschraf buscarle un alojamiento en su mismo barrio de Casablanca, para que viva de forma independiente y cerca de su familia adoptiva. Le han prometido también una ayuda económica mensual para que además de estudiar, aprenda un oficio. Aschraf ha optado por la peluquería.

Su imagen con las botellas, el grito desesperado de “traten de entendernos”, ha conmovido a mucha gente en España y Marruecos. Pero el estigma de ser un “hijo del pecado” seguirá persiguiendo a Aschraf y a muchos como él, hasta la frontera con Ceuta. Un insulto alimentado por la sentencia reciente del Tribunal Supremo marroquí.


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