Asesinado en Bagdad un relevante analista crítico con las milicias

El primer ministro de Irak, Mustafa al Kadhimi, durante su visita a Mosul esta semana, cuando se cumplían seis años de su toma por el autodenominado Estado Islámico.
El primer ministro de Irak, Mustafa al Kadhimi, durante su visita a Mosul esta semana, cuando se cumplían seis años de su toma por el autodenominado Estado Islámico.AMMAR SALIH / EFE

Irak y Estados Unidos han iniciado esta semana un “diálogo estratégico” para definir el futuro de sus relaciones bilaterales, muy deterioradas durante el último año. Pero, aunque formalmente el debate alcance también a la economía y la política, su eje central es la seguridad, en especial la reducción de las tropas estadounidenses desplegadas en el país en 2014 para frenar al autodenominado Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés). Sobre la negociación se proyecta inevitablemente la sombra de Irán, cuyo empeño en la salida de las fuerzas estadounidenses ha convertido el territorio iraquí en campo de batalla de su enemistad con Washington.

“La amenaza ha cambiado. Tenemos que reconfigurar el tipo de asistencia, tal vez con menos fuerzas, que el entrenamiento quede en manos de la OTAN (el mismo formador, pero bajo insignia de esta organización) y con mayor énfasis en nuestra soberanía para eliminar la imagen de tropas de ocupación”, explican fuentes cercanas al Gobierno iraquí.

Lograr ese cambio manteniendo el equilibrio de las relaciones con Washington y Teherán constituye uno de los principales retos para el nuevo primer ministro iraquí, Mustafa al Kadhimi. La palabra clave es soberanía: que EE UU no lleve a cabo ataques no autorizados y limitar la inmunidad total de sus tropas. De momento, Washington ha dicho que en los próximos meses “va a seguir reduciendo efectivos en Irak y negociará con su Gobierno el régimen de las fuerzas restantes” y que “no busca una presencia militar permanente”, según el comunicado de la primera sesión.

La incomodidad con el contexto actual se hizo evidente el pasado enero cuando el Parlamento iraquí aprobó una resolución pidiendo “la retirada de las fuerzas extranjeras”, es decir de Estados Unidos. Se trataba de una pataleta de los partidos chiíes proiraníes por la operación estadounidense que mató al general iraní Qasem Soleimani y a su mano derecha en Irak, Abu Mahdi al Mohandes. La votación, no vinculante y boicoteada por los representantes de las comunidades árabe suní y kurda, evidenció no obstante la ausencia de un marco legal apropiado para la presencia de las tropas estadounidenses y, por extensión, de la coalición internacional, en la que participa España.

Los militares de EE UU llegaron a Irak en 2014, cuando el ISIS se hizo con el control de casi un tercio del país, a petición del Gobierno de Nuri al Maliki, pero en la petición no se estipulaba ni fecha ni condiciones de retirada. A pesar de las reticencias que el regreso de los uniformados estadounidenses (que se habían ido en 2011, tras ocho años de ocupación) suscitó en Teherán y sus socios iraquíes, el frente común contra los yihadistas se tradujo en una alianza de facto entre los dos países. Hasta que Donald Trump llegó a la Casa Blanca, sacó a EE UU del acuerdo nuclear y reimpuso sanciones a la República Islámica. Enseguida empezaron los ataques a las tropas.

La incapacidad de los responsables iraquíes de impedir que milicias en teoría bajo control estatal lanzaran cohetes contra las bases que alojaban a fuerzas estadounidenses o contra su Embajada en Bagdad, llevaron las relaciones bilaterales a su punto más bajo. De ahí que el secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, propusiera el pasado abril un diálogo para reevaluar su futuro.

Washington tiene dos objetivos principales en Irak: Reducir la amenaza que aún plantea el ISIS y evitar que Bagdad ayude a Irán a evadir las sanciones. Para seguir cooperando en la lucha contra los yihadistas, EE UU quiere neutralizar el debate sobre la presencia de sus tropas y tener garantías contra los ataques de las milicias que escapan al control estatal. Los sectores más conservadores incluso piden la retirada total tanto por el coste del despliegue como por el escaso aprecio que la misión suscita.

La posición iraquí es más complicada. Aunque la expulsión de los soldados norteamericanos se ha convertido en una fijación para Irán y sus aliados locales, no lo es tanto para los iraquíes y la mayoría de los grupos políticos. “No existe consenso entre la población”, aseguraba la embajadora Rend al Rahim, cofundadora y presidenta de la Iraqi Foundation, en un reciente seminario.

Consciente de la disparidad de opiniones, Al Kadhimi se reunió la semana pasada con representantes de los principales grupos políticos. Significativamente, todos apoyan el diálogo, aunque esperan resultados distintos. “Árabes suníes y kurdos desean un acuerdo que permita la permanencia de las fuerzas de la coalición bajo un marco bien definido. Los grupos chiíes, por su parte, están divididos entre los que desean su salida inmediata y los que opinan que debieran quedarse”, resume una fuente con acceso a los participantes. Quienes apoyan su presencia ven en ella una ayuda importante frente al resurgir del ISIS, pero también una forma de equilibrar la influencia iraní.

¿Cómo cuadrar ese círculo? La clave está en la economía. Irak está con el agua al cuello. El golpe de la pandemia de la covid-19 y el desplome de los precios del petróleo han encontrado vacío el erario debido a la malversación de sus políticos. El país necesita ayuda urgente para hacer frente a la crisis financiera. Tan urgente que los pensionistas ya han sentido el recorte en su última paga y no hay suficientes fondos para hacer frente a la próxima mensualidad de los salarios públicos. Los negociadores iraquíes buscan que EE UU siga permitiendo la importación de electricidad iraní, inversiones en infraestructuras energéticas, apoyo en su solicitud de ayuda al Fondo Monetario Internacional (FMI) y respaldo a su integración regional.

“Irak va a ver cómo puede seguir beneficiándose de la asistencia de Estados Unidos, incluida la económica, y conseguir garantías de que Washington no va a dañar su relación con Irán. Si logra un compromiso para los próximos dos o tres años, podrá decir que ha tenido éxito”, asegura a EL PAÍS el politólogo iraquí Sajad Jiyad.

Algunos observadores atribuyen a la crisis económica el hecho de que Teherán, que carece de medios para rescatar a su vecino, haya dado un paso atrás, con la esperanza de que Estados Unidos pague la factura. “Irán apoya el concepto de diálogo sin imponer condiciones a Irak”, escribió el analista Hisham Alhashemi, tras la visita del sucesor de Soleimani a Bagdad a principios de mes. Por supuesto, algunos de sus aliados locales siguen haciendo ruido.

Dos cohetes cayeron cerca del aeropuerto de la capital iraquí y de la Embajada estadounidense en vísperas del inicio del diálogo, tras varias semanas sin ataques. Y el portavoz de la agrupación proiraní Fatah (Conquista), Ahmad al Asadi, insiste en fijar una fecha límite de seis meses para la salida de las tropas. Aunque no se espera que EE UU abandone de repente Irak, en los últimos meses ya ha reducido su presencia de 12 a tres bases y ahora ha confirmado que va a seguir haciéndolo. De momento, las restricciones de viaje debido a la covid-19 obligaron a organizar la primera sesión del diálogo por videoconferencia. El objetivo era fijar la agenda y el calendario de un proceso que previsiblemente culminará con una visita de Al Kadhimi a Washington dentro de unos meses.


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