Vista creada en 3D de una neurona.koto_feja (Getty Images)
El primer día de mi rotación en psiquiatría, estaba sentado en el puesto de enfermería mientras hojeaba una revista de neurociencia cuando, tras un breve alboroto en el exterior, un paciente —un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado y con una barba rala y desaliñada— irrumpió por una puerta que tendría que haber estado cerrada. Al alcance de la mano, erguido sobre mí, fijó su mirada en la mía con unos ojos desorbitados por el miedo y la rabia. Se me encogió el estómago cuando empezó a gritarme. Como cualquier urbanita, estaba habituado a la gente que dice cosas extrañas. Pero no se trataba de un encuentro en plena calle. El paciente parecía estar por completo alerta, no obnubilado; su vivencia era estable y cristalina, el dolor brillaba en sus ojos, el terror era real. Con una voz temblorosa que parecía ser todo lo que le quedaba y con una valentía enorme, se enfrentaba a la amenaza.
Su discurso era creativo pese al sufrimiento, lleno de frases que utilizaba no con su significado convencional, sino al parecer en sí mismas, como elementos de comunicación, con su propia gramática y estética, autónomas. Se enfrentaba directamente a mí —aunque no me conocía, afirmaba que yo lo había violentado—, pero lo hacía utilizando los sonidos como sentimientos, con unas conexiones que iban más allá de la sintaxis o el lenguaje. Pronunció una palabra novedosa que sonaba como una de una frase de Joyce que yo había leído hacía tiempo: era “telmetale”, aquello era Finnegans Wake en el pabellón cerrado, me iba hablando de aquello que resulta más denso que la piel o el cráneo, que el tronco o la piedra. Me quedé estupefacto, mi cerebro se reconfiguraba mientras él hablaba. Me hizo evocar la ciencia y el arte juntos, no en paralelo, sino como una sola idea, fusionada; con la firme certeza y el resplandor irrefrenable de un amanecer. Fue impactante, único y significativo, y logró aunar por completo mi vida intelectual por primera vez.
Más adelante supe que padecía algo llamado “trastorno esquizoafectivo”, una tormenta destructiva de emociones y realidad fragmentada que combina los principales síntomas de la depresión, la manía y la psicosis. También aprendí que esta definición no importaba en absoluto, porque la clasificación afectaba poco al tratamiento aparte de la simple identificación y el manejo de los síntomas en sí, y que no había ninguna explicación subyacente. Nadie podía responder las preguntas más sencillas sobre la naturaleza física de esta enfermedad, ni decir por qué esa persona la padecía, ni cómo un estado tan extraño y terrible se había convertido en parte de la experiencia humana.
Por complejo que parezca, el cerebro humano no es más que un conjunto de células como cualquier otra parte del cuerpo.
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Como seres humanos intentamos encontrar explicaciones, aunque esa misión parezca imposible. Y para mí, en adelante, no hubo vuelta atrás; cuanto más aprendía, menos razones había para mirar hacia otro lado. Ese mismo año elegí de manera oficial la psiquiatría como mi especialidad clínica. (…) Una vez obtuve el título oficial de psiquiatra, puse en marcha un laboratorio en un departamento nuevo de bioingeniería, en la misma universidad del corazón de Silicon Valley donde había estudiado Medicina. Mi objetivo era tratar a los pacientes y, al mismo tiempo, diseñar herramientas para estudiar el cerebro. Tal vez, al menos sería posible plantear nuevas preguntas.
Por muy complejo que parezca, el cerebro humano no es más que un conjunto de células como cualquier otra parte del cuerpo. Se trata de células hermosas, por cierto, que incluyen más de ochenta mil millones de neuronas especializadas en la conducción de electricidad, cada una con la forma de un árbol desnudo en invierno con muchísimas ramificaciones, y cada una con decenas de miles de conexiones químicas, llamadas “sinapsis”, con otras células. Minúsculas señales de actividad eléctrica fluyen sin cesar a través de estas células que emiten pulsos a lo largo de fibras de conducción eléctrica, llamadas “axones”, que están aisladas por una capa de grasa y conforman en conjunto la materia blanca del cerebro; cada pulso dura solo un milisegundo y se puede medir en picoamperios de corriente. Esta interacción de electricidad y química de alguna manera da lugar a todo lo que la mente humana puede hacer, recordar, pensar y sentir, y todo lo hacen células que se pueden estudiar, conocer y modificar.
Portada del libro ‘Conexiones’. Una historia de las emociones’, de Karl Deisseroth, editorial Debate.
Así como fue necesario para el auge actual de otros campos de la biología (la biología del desarrollo, la inmunología y la biología del cáncer), primero había que implantar nuevos métodos al servicio de la neurociencia que permitieran un conocimiento más profundo de la célula dentro del cerebro intacto. Antes de 2005 no se disponía de ningún procedimiento para inducir una actividad eléctrica precisa en células específicas del cerebro. (…) Una de las primeras herramientas tecnológicas que se desarrolló en mi laboratorio a partir de 2004 (denominada “optogenética”) empezó a abordar esta limitación: el reto de inducir o suprimir una actividad precisa en células específicas. La optogenética comienza con el traslado de un cargamento exógeno —un tipo especial de gen— tan distante como es posible imaginar en biología, desde células de uno de los principales reinos de la vida hasta células de otro reino. El gen no es más que un fragmento de ADN que dirige a la célula para que produzca una proteína (una pequeña biomolécula diseñada para realizar ciertas funciones en la célula). En la optogenética se toman prestados los genes de diversos microorganismos, como bacterias y algas unicelulares, y este cargamento exógeno se introduce en células cerebrales específicas de algunos de nuestros parientes vertebrados, como ratones y peces. Es un procedimiento algo extraño, pero dotado de cierta lógica, ya que los genes particulares que tomamos prestados (llamados “opsinas microbianas”), tras su introducción en una neurona, dirigen de inmediato la síntesis de proteínas asombrosas que pueden convertir la luz en corriente eléctrica.
Por regla general, los hospederos microbianos originales utilizan estas proteínas para convertir la luz solar en información o energía eléctrica, ya sea para orientar el movimiento del alga unicelular que nada libremente hacia el nivel óptimo de luz en el que puede sobrevivir o (en algunas bacterias antiquísimas) para ajustar las condiciones de recolección de energía de la luz. En cambio, la mayoría de las neuronas animales no responden por lo general a la luz; no habría razón para ello, ya que el interior del cráneo es bastante oscuro. Con nuestro enfoque optogenético (que utiliza trucos genéticos para producir estas exóticas proteínas microbianas solo en unos subgrupos específicos de neuronas cerebrales, pero no en otros), esas células cerebrales recién dotadas de proteínas microbianas se vuelven muy diferentes de sus vecinas. En este punto, las neuronas modificadas son las únicas células del cerebro capaces de responder a un pulso de luz aplicado por un científico, y el resultado se llama “optogenética”. Como la electricidad es la divisa fundamental de información del sistema nervioso, cuando le enviamos luz láser (suministrada a través de finas fibras ópticas o dispositivos holográficos que proyectan destellos de luz en el cerebro), y por tanto alteramos las señales eléctricas que fluyen a través de estas células modificadas, se producen efectos muy específicos en el comportamiento animal. Así es como se ha descubierto la capacidad que tienen las células seleccionadas de generar misteriosas funciones cerebrales como la percepción y la memoria. (…) La comunidad científica cuenta ahora con varios miles de datos sobre cómo las células determinan el funcionamiento y el comportamiento cerebrales. (…)
A veces me imagino que busco a aquel paciente del trastorno esquizoafectivo, con quien compartí ese primer despertar tan estremecedor, para sentarnos juntos y disfrutar de un tranquilo momento de comunión (…). Aquel paciente no se sorprendería en absoluto al enterarse de que, cuando ese día cruzó el umbral del puesto de enfermería, pudo haber contribuido, a su manera, al avance de la psiquiatría y la neurociencia.
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