Mutaciones. Cronicidad. Adherencia al tratamiento. Resistencias. Carga viral. Indetectable… La covid-19 ha traído al lenguaje cotidiano términos hasta ahora reservados a los trabajadores sanitarios y bien conocidos por las personas con VIH. Desde la aparición del virus de inmunodeficiencia humana, esta terminología ha sido fundamental entre el cuerpo médico y los propios pacientes para, a lo largo de más de cuatro décadas, conseguir que una enfermedad mortal se haya convertido en crónica o para lograr que los tóxicos cócteles de medicamentos de los primeros años hayan acabado, en muchos casos, en un tratamiento con un solo comprimido.
Esa pastilla es capaz de controlar el virus y hacerlo indetectable e intransmisible. Pero hay un requisito: igual que muchas de las vacunas contra la covid-19 requieren de dos dosis para lograr una alta inmunidad, el éxito terapéutico entre las personas con VIH las obliga a no ser descuidadas, olvidadizas o irresponsables en la toma de la medicación. En términos médicos, se les exige adherencia al tratamiento para evitar que el virus reaparezca, se multiplique y se vuelva resistente al antirretroviral.
¿Por qué el VIH es una enfermedad crónica? ¿En qué consiste esa adherencia? ¿Por qué el VIH puede mutar y hacerse resistente si no se sigue a rajatabla la pauta de medicación?
VIH: de la letalidad a la cronicidad
Durante muchos años considerada como una infección mortal, en la actualidad el VIH cumple los criterios para ser una enfermedad crónica: no existe cura para ella, pero sí tratamientos efectivos que pueden frenar su avance. La simplificación de estos tratamientos, aparte de colaborar en esa cronicidad, ha sido crucial para el éxito de la terapia, porque es imprescindible que el paciente con VIH se comprometa con su tratamiento y lo cumpla sin deslices. Por eso tiene tanta importancia el concepto de adherencia.
La adherencia: el compromiso
Todo enfermo crónico (no solo de VIH) debe adherirse a su tratamiento, es decir, cumplirlo para evitar que su enfermedad progrese. Pero esta precisión en pautas, dosis y horarios es más importante en unas patologías que en otras. Por ejemplo, si una persona con hipotiroidismo descuida de vez en cuando su tratamiento, probablemente los próximos análisis mostrarán unos peores niveles de tiroxina. Si es diabético y descuida la medicación, es posible que tenga una subida o una bajada de la glucosa. Mientras que en casos como estos –o en el de fármacos contra la hipertensión o el colesterol, entre otros– se puede reconducir la situación volviendo al carril, no ocurre lo mismo con el VIH: “Se trata de un retrovirus con una descomunal capacidad de replicación”, explica el doctor José Luis Blanco, consultor de Enfermedades Infecciosas del Hospital Clínic de Barcelona y profesor en la Universitat Autònoma de Barcelona. “Además, tiene una enorme facilidad para cambiar de cara, para mutar. De hecho, lo que sabemos [en este sentido] con respecto al SARS-COV-2 [el coronavirus causante de la covid-19] no es nada comparado con el VIH”.
Por eso, una mala adherencia al tratamiento antirretroviral no solamente puede conllevar un aumento de la carga viral, sino también que el virus mute y logre su objetivo: generar resistencias.
Las resistencias: un paso atrás
El concepto nos resulta familiar: llevamos años oyendo que, cuando los antibióticos se usan mal, dejan de ser efectivos porque las bacterias se vuelven resistentes a ellos. En el caso del VIH sucede algo similar, explica el doctor Blanco: “Tenemos tratamientos antirretrovirales tremendamente eficaces, capaces de evitar que el virus se multiplique y de reducir la carga viral hasta hacerla indetectable. Pero el VIH tiene una gran facilidad para escapar a la presión a la que le someten los fármacos”.
Un virus tan escurridizo consigue, en cuanto los descuidos u olvidos en las dosis le dejan un resquicio, “no solo volver a replicarse sino, además, ir aprendiendo a enfrentarse al medicamento, cambiando de forma y generando mutaciones de resistencia”. El tratamiento, como vemos en el gráfico de abajo, será ineficaz y habrá que buscar una nueva estrategia terapéutica.
Pero las resistencias, además, pueden pasar de una persona a otra. La lógica es la siguiente: una mala adherencia al tratamiento provoca que este no funcione, que el virus siga replicándose y que se pueda volver a transmitir. Y, como vemos en el gráfico de abajo, el virus llevará consigo su historial. Es decir, sus resistencias. De ahí que, como advierte el doctor Blanco: “Haya personas recién diagnosticadas que, sin haber estado nunca tratadas, ya presenten resistencias a algunos fármacos”. Por eso es necesario identificar siempre si hay algún antirretroviral que no vaya a ser útil para un paciente. Esto se determina mediante la prueba de resistencia a los tratamientos, que también se realizará siempre que no se logre controlar la carga viral en un paciente.
La segunda oportunidad… y la tercera
En todo momento se trata de conseguir neutralizar al virus y de permitir que los antirretrovirales hagan su trabajo. Pero, como estamos viendo, hay que contar con el factor error, olvido, descuido, dejadez o incluso insumisión por parte de ciertos pacientes. Por eso no es suficiente con que los fármacos sean potentes –es decir, que sean capaces de bajar la carga viral–. La robustez es la capacidad que tiene el medicamento para contrarrestar los fallos ocasionales de adherencia y de evitar que un virus que está nuevamente comenzando a replicarse consiga generar una resistencia. Con ello, se da a los pacientes un cierto margen, una cierta flexibilidad en la toma y, de esta manera, se logra que, aun sin una adherencia perfecta, el virus no se vuelva resistente.
Aquí entra en juego otro concepto, el de barrera genética: se trata del número de mutaciones que se tienen que producir para que se produzca una resistencia. “Hoy todos los antirretrovirales son muy eficaces y el reto está en conseguir que los tratamientos sean suficientemente potentes e impidan el desarrollo de mutaciones de resistencias. Para ello, la adherencia juega un papel fundamental y esta no siempre es fácil”, continúa el doctor Blanco. Si trasladamos esta explicación al coronavirus y las informaciones sobre cepas y eficacia de las vacunas en ellas, resulta incluso más clarificadora.
No es tan fácil
Podríamos pensar que un tratamiento de una sola pastilla al día es sencillo de cumplir a rajatabla. No siempre es así. “En estas enfermedades crónicas hay un hastío. Al principio, el paciente está más motivado, le impulsa la idea de que su carga viral sea indetectable. Pero, cuando hablamos de años, sin un final a la vista, la fatiga puede aparecer”, explica Diego García, director de Sevilla Checkpoint, un centro comunitario de detección de VIH y otras ITS en el que se ha puesto en marcha el programa de Atención entre iguales que, entre otras cosas, ayuda a gestionar los problemas de adherencia.
“Hay determinadas circunstancias que dificultan la toma de pastillas”, continúa. “No solo el cansancio, sino también situaciones de abuso de drogas o alcohol, problemas de salud mental, trastornos emocionales… Nuestra tarea es detectarlas y buscar resortes para solventarlas”. Las personas con VIH en riesgo de exclusión social también son menos proclives a la adherencia, pero, añade García, “recientemente estamos viendo que el auge del chemsex también está influyendo en que los pacientes se olviden de las tomas. Y no son personas marginadas”. Otra circunstancia que también complica el cumplimiento terapéutico es la polifarmacia: “Muchos pacientes tienen otras comorbilidades y deben tomar distintas medicaciones cada día. Eso facilita los olvidos, la desgana y la falta de compromiso con el tratamiento, además de las posibles interacciones entre fármacos”.
Source link