La noche que Donald Trump ganó las elecciones en EE UU, el cómico John Oliver, presentador del late show de sátira política Last Week Tonight, encadenó cinco episodios de RuPaul’s Drag Race (en España, Rupaul: reinas del drag) como antídoto contra el “vacío interior”. “Era la versión de EE UU en la que quería vivir, y no la que estaba desplegando la Historia”, explicó meses más tarde. Esta anécdota permite entender la dimensión que ha adquirido un programa televisivo que nació en 2009 como un talent show de drag queens dudosamente comercial y ha acabado convertido en una maquinaria de entretenimiento con 13 temporadas –sin contar las ediciones especiales y las de repesca de concursantes–, 19 premios Emmy, un salón de la fama propio y una audiencia planetaria que va mucho más allá de lo minoritario.
“El realidad el drag no es marginal. Se tiende a pensar que sí, pero transformismo ha habido siempre”, explica Supremme de Luxe, la presentadora de Drag Race España, la adaptación del superéxito americano que se estrena el próximo 30 de mayo en Atresplayer Premium. Cuando se anunció que habría edición española –la sexta internacional tras Chile, Tailandia, Reino Unido, Países Bajos y Canadá–, las redes sociales se llenaron de quinielas con candidatas a presentar el programa, coordinar el jurado y erigirse en autoridad irrefutable –aquí la monarquía no se cuestiona– de Drag Race España. Finalmente la elegida fue Supremme, toda una veterana con autoridad y carisma suficientes para no limitarse a imitar a RuPaul en playback.
“El formato se ha respetado muchísimo, porque algo que funciona tan bien no hay que cambiarlo”, explica. “Pero yo no he querido imitarla. He hecho otra cosa. Una adaptación es eso. No creo que haya comparación posible con RuPaul, aunque el referente es muy grande. En todo caso, me he tirado a la piscina. Si lo haces, lo haces”.
Drag Race es una competición en la que distintas aspirantes –aquí los pronombres masculinos apenas se usan– compiten en pruebas individuales y en equipos para demostrar sus destrezas a la hora de crear sus propios atuendos y lucirlos en desfiles temáticos, posar, bailar, interpretar, cantar, hacer monólogos, jugar con la sátira e incluso iniciar en los misterios del transformismo a padres de familia. Cada programa de la versión original comprime en poco más de 50 minutos de ritmo frenético varias pruebas, confesiones de los participantes, actuaciones, rifirrafes y valoraciones del jurado. La expulsión de las concursantes se decide en vertiginosos duelos de playback. Colores brillantes, humor, doble lenguaje y un poco de veneno. El mejor balance de blancos de la televisión moderna y un guion litúrgico lleno de bromas privadas que los fans pueden recitar de memoria. Un fenómeno de culto.
“Cuando me llamaron para formar parte del jurado, sentí como si el destino me estuviera haciendo el regalo de mi vida”, explica la diseñadora de moda Ana Locking, miembro del jurado junto a Javier Calvo y Javier Ambrossi, y feligresa devota de la causa desde hace años. “La primera vez que tuve conciencia del mundo drag fue con Rupaul, a principios de los noventa”, explica. “Yo era muy jovencita y a Madrid empezaban a llegar muchas cosas. Descubrí a la vez el arte contemporáneo, la danza, el teatro, y el drag. El Reina Sofía, la sala La Caixa y Rupaul, todo a la vez. Fue un despertar. Compraba ejemplares de Interview donde salía ella, que representaba aquel Nueva York que me fascinaba”.
Para varias generaciones, la figura de RuPaul Charles es sinónimo del transformismo de altura. Desde 1993, año del lanzamiento de Supermodel (homenajeada nada menos que por Britney Spears en su himno Gimme more), la primera reina del drag ha franqueado muchos límites antes vedados para el tranformismo. Ha escrito libros, grabado varios álbumes de éxito, cantado con Elton John y articulado toda una factoría de entretenimiento que hoy, además del formato y la idea original de Drag Race, genera contenidos, espectáculos y productos derivados.
Las credenciales de Locking para ejercer como jurado del programa, sin embargo, beben de fuentes más remotas y, en cierto modo, más puras: su fascinación con la cultura ballroom, el precedente del drag que surgió en los barrios negros y latinos de finales de los ochenta, y en los que el transformismo servía para articular posiciones subversivas. En estas fiestas clandestinas, personas LGTBQ de las zonas más marginales de Nueva York competían encarnando distintas categorías o arquetipos, desde el glamur del viejo Hollywood a la ostentación yuppy de los imitadores de Trump.
Muchos elementos de aquella subcultura, popularizada a principios de los noventa por el documental Paris is burning, por el Vogue de Madonna – para muchos, la madre del cordero de la apropiación cultural– y más recientemente por Pose, la serie de Ryan Murphy, forman parte del código de la cultura queer de hoy y articulan la dinámica del formato Drag Race.
Locking, que recibió el Premio Nacional de Diseño de Moda en 2020, rindió homenaje a este universo en un desfile celebrado en julio de 2018 en la semana de la moda madrileña. Convirtió la pasarela de Ifema en un escenario de voguing y entregó a los asistentes paletas como las que empleaban los jueces de Paris is burning para puntuar cada actuación. “Aquel desfile marcó un punto de inflexión en mi carrera”, recuerda ahora. “Fue un grito de libertad y de justicia para todos, un intento de crear un espacio común, en el que todo el mundo se sintiera libre y fuera quien quisiera ser. Para mí la base del drag es esa voluntad de resistencia. La moda tiene mucho que ver con esa idea de montarse y desmontarse, que es lo que hacen las reinas cuando se suben a un escenario. Se montan y se desmontan. Y la moda consiste en inventarse, deconstruirse y reconstruirse. Mi vida cambió desde ese momento. Empecé a ser más feliz”.
La tensión política es inseparable de la fórmula. La edición estadounidense ha acogido incisivas imitaciones de Kim Jong Il o Melania Trump. La congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez ha participado como invitada. Entre las aspirantes hay representantes de distintas procedencias, razas y niveles socioeconómicos. Algunas –pocas– desembarcan con una maleta llena de prendas de lujo. Otras, con un pasado de marginalidad y problemas con la justicia, juegan sus cartas a este concurso como forma de salir adelante. Muchas lo consiguen: Bianca del Rio ha protagonizado varias películas, Violet Chatchki ha hecho campañas para Jean Paul Gaultier y para la mayoría la popularidad brindada por la televisión es una oportunidad inédita.
“Que exista este programa, y que esté en una plataforma con tanta visibilidad ya implica una reivindicación”, explica Supremme. “La posición es subversiva, aunque no quieras que lo sea. Yo soy artista, esto es una profesión, y no siempre se considera como debería. Yo vengo de la escena española, y además de la teatral, que es más raro todavía. El programa ha contribuido a mostrar que al drag se puede llegar de distintas maneras, y para expresar realidades muy diversas”.
Esa diversidad de registros también tendrá que adaptarse a la peculiar idiosincrasia de la escena española. Si una drag neoyorquina está en las antípodas de una sureña, lo mismo pasa aquí. Ana Locking apunta una taxonomía castiza. “En Canarias, el drag es para verlo desde lejos, es todo grandiosidad, fastuosidad, operístico, teatral. Y en Madrid los garitos son más pequeños y estás tan pegada a la artista que casi puedes tocarla. En Barcelona la estética es más contemporánea. En Andalucía prima más la sátira. Hay mucha riqueza”, apunta.
Supremme enumera referentes heterodoxos que poco tienen que ver con el contouring: Pavlovsky en ¡Hola, Raffaella!, Psicosis Gonsales en El semáforo de Chicho Ibáñez-Serrador, Shangay Lily y su espacio en Corazón, corazón o Paco España, “que llenaba salas” en los años de la Transición. Cuenta Supremme que conoció a Rupaul cuando viajó a España en 2002 para promocionar su single con Brigitte Nielsen. “Vino a Lo + Plus y nos llevaron a unas cuantas para estar ahí de fondo. Yo era uno de los loros que había en el público. Ella no sabía que íbamos a estar, y en el primer corte de publicidad vino a saludar, muy amable”.
Sin embargo, su encuentro decisivo no fue aquel, sino otro mucho más temprano. “Yo tenía seis o siete años, iba a ver una matinal en los multicines de Fuenlabrada que se acababan de inaugurar y había un cartel en el que salía una señora muy guapa con un body muy ceñido. Me llamó la atención y le pregunté a mi madre que quién era. ‘Una transformista’, me dijo, y me explicó que era un señor que se viste de mujer y hace espectáculo. Y me fascinó”.
El personaje de Supremme nació cuando ya era actor con experiencia teatral y cumplía la prestación social sustitutoria por objeción de conciencia. “De repente descubrí el cabaret. Me pareció una maravilla. Me di cuenta de que, transformado, podía hacer lo que me diera la gana”. Locking secunda esta idea. “El drag es un modelo muy necesario de libertad y de autodefinición. La identidad va mutando, igual que el drag, que te permite ser lo que quieras ser. Todos deberíamos ser un poco drag”. “¡Bravo! ¡Presidenta!”, aplaude Supremme. Por algo se empieza.
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