Un simpatizante del expresidente brasileño Jair Bolsonaro durante el asalto a la sede de la Presidencia, este domingo en Brasilia.ADRIANO MACHADO (REUTERS)
Miles de seguidores del expresidente de Brasil Jair Bolsonaro sumieron el domingo al país en la crisis más grave desde el fin de la dictadura militar hace 38 años. Una multitud de radicales asaltó las sedes del Congreso, del Tribunal Supremo y de la Presidencia en Brasilia con un propósito meridianamente golpista: reclamar una intervención del Ejército para echar del poder a Luiz Inácio Lula da Silva, quien asumió el cargo hace una semana. La policía logró retomar el control de los tres poderes después de horas de caos, de las que no solo queda el rastro de los destrozos y los actos vandálicos, sino una herida profunda en el corazón de la democracia.
Lula, quien tuvo que decretar la intervención federal de Brasilia para detener el ataque, responsabilizó a los “fascistas” y señaló, sin nombrarle, a Bolsonaro por instigar el rechazo del resultado electoral y alentar un clima de intolerancia ante la toma de posesión del nuevo Gobierno. La dirección del partido del expresidente se desvinculó enseguida de los hechos, pero este aguardó varias horas antes de pronunciarse desde Florida, donde había acudido para evitar asistir al traspaso de poderes. Solo después de que el asalto hubiese fracasado, afirmó que “las invasiones de edificios públicos escapan a la regla” y repudió las acusaciones que le implican en la intentona. Fueron unas palabras tardías, mezquinas ante la gravedad de los hechos y que muestran, una vez más, el peligro que siempre ha representado Bolsonaro para la democracia.
Ese apoyo a sus simpatizantes más radicales, a menudo expresado con una retórica ambigua, ha marcado su discurso desde hace al menos dos meses, cuando Lula le ganó en segunda vuelta. Las concentraciones y movilizaciones de militantes ultraderechistas solo eran un aviso y, aunque la ceremonia de investidura transcurrió el domingo 1 de enero sin mayores incidentes, la situación se precipitó este domingo en una jornada aciaga para todos los demócratas, que se saldó con unos 150 detenidos. Detrás de lo sucedido está, en última instancia, no solo la incapacidad de Bolsonaro de aceptar la derrota, sino el veneno de una vociferante ultraderecha que, tanto en Estados Unidos como en Brasil y otros países, no es capaz de aceptar las reglas del juego democrático y busca por todos los medios, incluida la fuerza bruta, hacerse con el poder. El capítulo vivido este domingo en Brasilia, como lo fue hace dos años el asalto al Capitolio, debe servir de recordatorio del enorme peligro que representan estos movimientos radicales y de la necesidad que tienen las fuerzas democráticas de mantenerse unidas y evitar darles oxígeno.
En el caso de Brasil, es evidente que, pese al triunfo de Lula, el bolsonarismo aún tiene un profundo arraigo en ciertos sectores sociales. Ocurrió algo parecido en 2020 en Estados Unidos, después de que Donald Trump perdiera frente a Joe Biden. Y si en las aterradoras imágenes de Brasilia resuenan los ecos del 6 de enero de 2021, el paralelismo entre los dos ataques muestra también que no valen las medias tintas en la condena de los hechos. La comunidad internacional repudió sin matices el asalto. Ese es un importante apoyo que Lula, sabedor de que solo recibirá puñaladas de Bolsonaro y sus partidarios, debe aprovechar al máximo. No es una travesía fácil la que le queda. Su antecesor dejó un país roto y la gravísima crisis de este domingo no ha hecho más que ahondar esa fractura. Para superarla, Lula habrá de imponer la ley y castigar sin paliativos a los culpables, pero también apelar a los valores que le permitieron ganar en las urnas y avanzar en el camino que permita a los brasileños recuperar la normalidad democrática.
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