Fui a cenar a casa de un matrimonio amigo. Ella, mientras su marido trasteaba en la cocina, me mostró unas flores que le había regalado él por San Valentín, al tiempo de decirme: “Fíjate lo que duran, están como el primer día”. Luego, se retiró para echarle un vistazo al horno y yo, movido por una sospecha irracional, me acerqué a las flores y las toqué con la mano: eran de plástico. Volví a sentarme en el sofá un poco aturdido por la situación y por la delicadeza de las rosas falsas.
El contraste entre lo que me decían los ojos y lo que me decía el tacto era tan grande que llegué a pensar que las flores fueran de verdad, pero que se convertían en artificiales al tocarlas. En los cuentos ocurren cosas así, aunque yo no me encontraba dentro de un cuento (¿o sí?, dudé). Creo que es en el Don Juan, de Carlos Castaneda, donde lo que parecen serpientes se transforman en palos cuando les acercas la mano. Me vino también a la memoria una rugosidad aparecida en la pared de mi dormitorio que desde la cama era una mosca y desde cerca, una mancha. Al comenzar mi tratamiento, la mosca devino mancha definitivamente. La dejé ahí como prueba de mi fragilidad emocional.
Cuando nos sentamos frente al cordero asado, volví a mirar las flores con inquietud. Me costaba atender a la conversación de mis anfitriones. Además, el primer bocado que me llevé a la boca me supo a plástico. ¿Se trataría de un cordero artificial? ¿Habrían sustituido a mis amigos por un par de dobles idénticos a ellos? Tuve un movimiento de pánico que sofoqué con una liturgia mental. Tras el postre, de camino al sofá, donde prolongaríamos la sobremesa, volví a acercarme de nuevo a las rosas, que acaricié disimuladamente, y ahora se habían vuelto auténticas.
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