Autoficción


Qué tentadora es la autoficción en este mundo en el que los teléfonos tienen cámara delantera porque lo que más nos interesa fotografiar es nuestro propio rostro. Hay ya más de una generación que no conoce más orografía que la de su cara. Y todos encontramos nuestra imagen a examen; todas las caras están mal. A la exigencia del físico se ha sumado la exigencia del mundo interior. No se pide riqueza sino drama. Es importante señalarse oprimido de alguna manera, porque quien se percibe así cree que no tiene ninguna responsabilidad sobre su propia existencia. Y no se me ocurre peor opresión que considerarse a uno mismo incapaz de tomar decisiones.

Esto tiene muchas y muy variadas consecuencias. La más superficial de ellas es la autoficción. Hay autoficción muy buena, y suele venir de autores que antes han hecho cosas que tratan de otros seres humanos. Pero la oleada de autores autorreferenciales ha llegado para quedarse, y a más actual su drama, más éxito de crítica y más premios. Mucho me temo que muchas de estas series de autoficción serán principio y fin de unas cuantas carreras. Si para contar tu propia vida necesitas a un equipo de siete guionistas, lo tuyo no es escribir. Si lo primero que escribes es una serie sobre tu vida donde te presentas como víctima del mundo, estás extendiendo un cheque sin fondos a nombre del futuro. Porque si llega el día en el que quieres contar otra cosa, no le va a interesar a nadie. Incluso en los casos de productos muy apreciables. Ese día en el que quieras escribir sobre otras cosas —día que a lo mejor ni llega—, el mundo estará a otra cosa y te darás cuenta de que lo interesante no era tu serie, sino tu personaje. Y vivir de ser una víctima está al alcance de unos pocos espabilados. La autoficción interesa y funciona. Pero cuidado con querer hacer una carrera de eso. Estar de moda y ser autor no son una misma cosa.

Inicia sesión para seguir leyendo

Sólo con tener una cuenta ya puedes leer este artículo, es gratis

Gracias por leer EL PAÍS


Source link