Además de la de ómicron, y la de chalecos hasta las corvas, hay este invierno en España una pandemia de bolsos falsos de Bimba y Lola. Ciertas páginas chinas los venden ilegalmente hasta que las cierran pero, mientras, se hinchan a despachar clones de los auténticos para consuelo de quienes querrían y no pueden comprarlos. Así, una plaga de zurrones de nailon negro con el logo impreso en letras de a palmo invade la calle, cruzados sobre el pecho de pájaras de todo plumaje. Desde las señoras que pasean al perrazo por el Retiro hasta las que van en metro a limpiarles los retretes. Yo misma llevo uno. Ignoro si verdadero o falso. Quien me lo regaló no tuvo a bien facilitarme el dato y no es cosa de preguntárselo. Da lo mismo. Por mucho logo que te pongas por bandera, a las que queremos y no podemos se nos ve el barrio a la legua.
Eso, y no tanto cochazo y tanto jet y tanto yate, es lo que más me conmueve del ¿documental? sobre la vida de Georgina Rodríguez, madre de los hijos de Cristiano Ronaldo. Sí, lo he visto. Qué digo visto: lo he devorado con la misma lujuria con la que te hinchas a torreznos sabiendo que te van a atorar las arterias. Georgina, Gio para los íntimos, es el epítome de la que quería y no podía tener o hacer según qué cosas y ahora, pudiendo, no quiere libros en el salón, que cogen polvo, por ejemplo. Alguien me contó que, antes de conocer a Gio saliendo de la tienda de Gucci donde ella trabajaba como dependienta, Cristiano pedía comida a domicilio en su casoplón de La Finca y, a veces, invitaba a cenar la misma pizza al alucinado repartidor por el puro gusto de hablar con alguien que sabía lo que valía el pedido. Por eso, más que amor loco, me da que, entre Cris y Gio, manda la afinidad entre desclasados buscavidas que, habiéndose reconocido entre la masa, comparten códigos. Reza la promo de la serie que, antes de que se le apareciera Ronaldo, Georgina vendía bolsos de lujo y hoy los colecciona. Cierto. Tanto como que ni él ni ella serán jamás aceptados como iguales en ciertos círculos a los que, llevado por ellos, un Hermès exclusivo les parece un Bimba y Lola de los chinos. Y eso también es clasismo.
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