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Más de un mes después de su entrada en vigor, la ley de la eutanasia —aprobada en marzo después de 20 años de intentos frustrados, y efectiva desde el pasado 25 de junio— sufre una aplicación a varias velocidades en el territorio español, con tropiezos administrativos que deben superarse. Para empezar, cuatro comunidades ni siquiera han constituido las comisiones de garantía y evaluación, el tercer filtro de control de una ley extremadamente garantista y órganos indispensables para que la prestación se haga efectiva. Debían estar operativas cuando la ley entrase en vigor, pero a estas alturas, aún están enzarzadas en el entramado administrativo de una aprobación. Las entidades sociales también denuncian la falta de formación de los profesionales sanitarios sobre la norma y el proceso de solicitud de la prestación de ayuda a morir, retrasos en los plazos y trabas burocráticas.
No hay un aluvión de demandas. Tampoco se esperaba. Las comunidades, de hecho, ni siquiera aportan cifras sobre casos en trámite, pero la Asociación Derecho A Morir Dignamente sí ha constatado un goteo de solicitudes esparcidas por varias comunidades que, en total, se cuentan por decenas, sin llegar al centenar. Todas y cada una de ellas tienen derecho a un circuito de acceso impecable, sin vaivenes ni portazos.
Es preciso reconocer que la ley ha entrado en vigor en un momento bastante convulso en España, con la quinta ola de coronavirus golpeando con intensidad, los centros sanitarios volcados en la atención a los enfermos de covid y las plantillas menguadas por las vacaciones del personal. Pero las leyes hay que cumplirlas; los derechos que estas establecen deben atenderse sin excepciones. Es por tanto responsabilidad de las Administraciones poner al alcance de los profesionales sanitarios los recursos y refuerzos necesarios para cumplir la ley y la voluntad última de los pacientes que reclaman ayuda para morir. Urge hacerlo. Bastante han esperado ya.
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