Un niño de algo más de un año da sus primeros pasos en una estancia repleta de armamento. Se mueve entre kaláshnikovs, proyectiles de mortero, pistolas y cajas de munición almacenadas en el cuartel de una de las unidades del Batallón Azov en Kiev. Es el hijo del responsable del grupo, Andrei, apodado El Filósofo. Con una mezcla de orgullo y preocupación este médico reconvertido en militar recuerda el domingo 27 de febrero, el día que los rusos llegaron a Bucha, a las afueras de la capital. “Fue la primera vez que he tenido que enfrentarme al ataque de un helicóptero. Daba miedo. Estábamos trabajando con morteros, rodeados muy estrechamente”, cuenta en el despacho del edificio oficial que ocupan y que también hace las veces de dormitorio.
A los hombres del Batallón Azov, importante pilar en lo militar pero un cero a la izquierda en el campo político, se les puede ver por todos sitios en Ucrania. Están bajo el paraguas de la Guardia Nacional tanto en el frente de Mariupol, la ciudad que más daño está sufriendo en la guerra, como integrados en el Ejército en Bucha o Borodianka, las localidades de la periferia de Kiev donde la retirada rusa ha destapado la muerte de cientos de civiles que no participaban en la contienda. Están muy activos desde la primera línea de combate hasta la retaguardia de voluntarios o en simples controles de carretera. No se esconden y van identificados con distintivos en sus uniformes y camisetas, aunque ninguno de ellos afirma abiertamente profesar la ideología nazi. Esta es la principal acusación que se lanza contra este grupo ultranacionalista, que en el campo de batalla se ha convertido en un verdadero dolor de cabeza para el presidente ruso, Vladímir Putin, en su intento de someter a la exrepública soviética.
La polémica rodea a este movimiento desde que nació en 2014 integrado por un importante número de militantes nazis y voluntarios de extrema derecha y apoyado sobre la tensión que envolvía a Ucrania entre el influjo de la Unión Europea y el de Moscú. Lo hizo para hacer frente al levantamiento de separatistas prorrusos en Donbás, en el este de Ucrania, espoleados desde el Kremlin. Su fama de movimiento aguerrido y bien preparado para combatir en el frente se empezó a agrandar —y no ha parado— cuando, ese mismo año, frenó la caída de Mariupol en manos de prorrusos y eso llevó a sus militantes a acabar formando parte de la Guardia Nacional de Ucrania. Su fundador, Andrei Biletski, es un ultranacionalista y exparlamentario de extrema derecha cuyo entorno no escapa a la polémica ni dentro ni fuera de Ucrania por ataques a la comunidad gitana o a los que no comulgan con sus ideas.
Hoy, ocho años después, Maxim Zhorin, uno de los hombres que sentaron las bases del Batallón Azov desde el principio junto a Biletski, rechaza la idea de que sean un movimiento nazi. Ambos se conocieron durante la revolución del Maidán en Kiev en 2014. “Cuando los rusos públicamente proclaman que quieren desnazificar Ucrania, principalmente se refieren a Azov, pero han conseguido el resultado contrario, y ahora Azov se ha extendido por todo el país, incluido Kiev”, afirma Zhorin, vestido de verde cacería, tocado por un sombrero y, aunque locuaz, poco amigo de sonreír. “En los últimos ocho años Putin ha invertido muchísimo dinero y recursos para crear en el mundo este mito del Azov demoníaco”, pero “en Ucrania no hay nadie a quien desnazificar” y “Putin necesita esta historia para poder justificar sus acciones”.
Serguéi Movchan, militante anarquista y estudioso de los movimientos de extrema derecha en Ucrania, coincide en esencia con el análisis que hace Zhorin. Pese a que ambos se hallan en las antípodas en lo ideológico, en sendas entrevistas con EL PAÍS, los dos señalan un único enemigo en la actualidad, Rusia, que mantiene a todos los ucranios en el mismo bando. La guerra ha servido para neutralizar las críticas contra el presidente, Volodímir Zelenski, un judío puesto en duda por unos y otros hasta que Putin pisó el acelerador de la invasión el pasado 24 de febrero. Desde esa fecha, las diferencias políticas se han congelado en Ucrania de puertas adentro. “Te guste o no te guste”, no es el momento de poner en duda al presidente, reconoce Zhorin.
Mariupol, la ciudad bañada por el mar de Azov que da nombre al batallón, es hoy para ellos la principal preocupación en el desarrollo de la guerra en Ucrania. Asediada y bombardeada por tropas rusas desde finales de febrero, es allí donde los hombres más preparados de Azov tratan de evitar que esta localidad, que tenía unos 450.000 habitantes antes de la guerra, caiga en manos de los militares invasores. Mariupol, donde según la alcaldía ha habido ya más de 5.000 muertos, es “el problema y la amenaza más grande” que afrontan y de su evolución “depende el futuro de todo el país”, argumenta Zhorin. Se refiere sobre todo a la posibilidad de que Putin logre conectar la península de Crimea, que Rusia ocupa desde 2014, y la región de Donbás. “La primera operación grande en la que yo personalmente participé como soldado fue la liberación de Mariupol en 2014″, señala este responsable de Azov aupado a comandante dos años después.
Estima Zhorin que en esta estratégica ciudad del sureste hay 3.000 militares ucranios, de los que aproximadamente la mitad pertenecen a sus unidades, haciendo frente a unos 14.000 rusos. No esconde que la batalla está siendo dura y cruenta, pero no quiere dar detalles porque eso significaría dar pistas al enemigo. “Puedo decir que desafortunadamente tenemos bajas todos los días. Unos días más, otros días menos. Pero las bajas del enemigo superan nuestras bajas significativamente”, asegura en el cuartel general de Azov en Kiev. Perder Mariupol, además, cree que daría alas a Putin para avanzar con más seguridad en otras regiones del país y organizar un nuevo ataque tras el intento fallido de tomar a Kiev.
En el otro extremo, un garito de copas ubicado en un sótano de la capital es el centro de operaciones de varios grupos de izquierda radical que estas semanas han unido fuerzas para tratar de hacer también piña frente a la invasión rusa. El local ha sido cedido por unos opositores bielorrusos, país cuyo Gobierno es aliado de Putin. Su actividad pasa cada vez más inadvertida en medio de la reapertura de otros comercios y establecimientos alrededor que recuperan su actividad según se han ido alejando los militares del Kremlin de la principal urbe del país. Al caer la tarde puede verse incluso sentados en los taburetes de la barra a varios de los milicianos de la unidad anarquista recién llegados de combatir en el frente. No hay declaraciones —tampoco posibilidad de hacer fotos— más allá de un cordial intercambio de saludos con el reportero. Les rodean varios activistas asomados a las pantallas de sus ordenadores y decenas de cajas cargadas de material y de equipos de seguridad, entre ellos chalecos antibalas, llegados de distintos países donde hay activistas que están colaborando con la causa.
En un reducido reservado, el anarquista Serguéi Movchan, de 36 años, se ríe al reconocer que tienen que adquirir lo que necesitan para mandar a sus hombres al frente en países que consideran “imperialistas”, pero que no les queda otra. No sin dificultades logísticas, traen de todo menos armas, que las ha repartido por doquier el Gobierno de Kiev en vísperas de la invasión. También eso puede ser un problema en el futuro, señala, cuando haya que desarmar a la población, aunque esa espita del acceso a pistolas y rifles está abierta desde 2014. “Azov no es el primer problema ahora mismo en Ucrania. El primer problema es el Ejército ruso”, señala Movchan, que coordina Marker, un observatorio de la violencia que ejercen los movimientos de extrema derecha.
La popularidad del Batallón Azov y sus éxitos militares hizo que mucha gente quisiera alistarse con ellos y eso hizo que el sello nazi que tuvo al principio el movimiento se diluyera, explica. “Comparado con 2014, sigue siendo de extrema derecha pero no es tan nazi”, estima Movchan. Para él, sin embargo, el principal peligro para la política de Ucrania ahora mismo lo representa Cuerpo Nacional, el brazo político del Batallón Azov, integrado en buena parte por antiguos combatientes y “más radicales” a nivel ideológico que los que integran el brazo militar. Esta formación no obtuvo, sin embargo, ningún asiento en el Parlamento en las últimas elecciones legislativas, celebradas en 2019, a las que acudió con otras formaciones y obtuvieron un 2% de sufragios.
Algo alejado del centro de Kiev, un edificio público se ha convertido en el cuartel de una de las unidades de Azov que hace frente a los rusos. Prefieren que no se den más detalles de su ubicación, pero tanto dentro como fuera se ve a personas de uniforme de todas las edades pasando el rato cuando no acuden al frente. Sobre el suelo, hay mantas, colchones y hamacas por toda comodidad. Su responsable es Andrei El Filósofo, que se hizo comandante de una batería de morteros en Mariupol en 2014. “Nuestra misión es una, defender nuestra tierra. No quiero que nadie, ni un ruso borracho, ande por mi tierra. No somos fascistas como algunos nos pintan”, contesta Andrei al ser preguntado por la ideología del grupo. Sobre la presencia de extranjeros, dice que solo ha trabajado junto a bielorrusos, rusos y georgianos.
Maxim Zhorin insiste en separar la actividad militar de Azov de la de Cuerpo Nacional, formación integrada en buena parte por veteranos del batallón. Añade también que el máximo líder, Biletski, se concentra ahora únicamente en el campo de batalla: “Toda la actividad política se reanudará después de la victoria en esta guerra”. En cuanto a los extranjeros en sus filas, insiste en que los que llegan de fuera no suponen una mayoría y que principalmente son ciudadanos de Bielorrusia y Rusia descontentos los con regímenes de Minsk y Moscú. Preguntado sobre la llegada de voluntarios de fuera del país de ideología nazi, Zhorin asegura que disponen de filtros para controlar quién se enrola en sus filas. Además, para defenderse de las acusaciones de que son supremacistas, dice que no cierran las puertas a judíos y musulmanes. “No nos importan la religión o la raza. Lo único que nos importa es la defensa de nuestro país”, comenta. Sin embargo, no costó encontrar, a primeros de marzo, a Miguel, un joven de 23 años de Tarragona que había sido detenido en 2017 en Hungría por hacer el saludo nazi en una sinagoga. Estaba entrenando en uno de los campos de Azov organizado en el patio de un colegio de Kiev, según pudieron comprobar las cadenas CNN de Portugal y la vasca ETB. “Generalmente, los nazis dicen que no son nazis”, concluye con una sonrisa y encogiéndose de hombros el anarquista Serguéi Movchan.
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