Bailar ‘En la cuerda floja’ para crear un universo propio

Sevilla/28-09-2020: La bailora Ana Morales durante su espectáculo 'En la cuerda floja', representado en el Teatro central de Sevilla y enmarcado en la Bienal de Flamenco.
Sevilla/28-09-2020: La bailora Ana Morales durante su espectáculo ‘En la cuerda floja’, representado en el Teatro central de Sevilla y enmarcado en la Bienal de Flamenco.PACO PUENTES / EL PAÍS

En su mismo nombre, el espectáculo esconde el riesgo: estar En la cuerda floja es metáfora de inseguridad, y más si se trata de bailar. Es como el asomarse al abismo de las improvisaciones en el jazz, esa búsqueda inherente al arte que la bailaora Ana Morales, catalana afincada en Sevilla, ejercita con una estimable honestidad. Ella acumula una larga y brillante carrera como bailarina y como bailaora en todas las disciplinas de este arte, pero, en el camino por crear un universo dancístico propio, su indagación la ha llevado a una formas expresivas nuevas, que se antojan siempre como resultado de un largo estudio, un proceso en el que fuera decantando su inquietud.

Esa evolución, resultado de la forma que ella entiende la creación, fue perceptible en su anterior trabajo, Sin permiso, premiada con el Giraldillo al baile en la pasada edición de la cita sevillana. Se podría entender que su nueva obra, presentada en la XXI Bienal de Flamenco, es una continuación lógica de aquella, mas eso no lo explicaría todo. Resulta evidente la penetración de la danza contemporánea en su trabajo, que impregna hasta su baile más flamenco, pero hay algo más: quizás la directa y sencilla expresión de lo que bulle en su interior, que en este caso parece ser confusión, el signo del tiempo en que vivimos. Para expresar ese estado, la bailaora ha requerido la colaboración del guitarrista jerezano José Quevedo, Bolita, que ha compuesto una música que ejerce como un traje a medida a la intención dancística y que se pliega a su baile y a su danza, porque ambas disciplinas, separadas apenas por una delgada línea que se diluye, se alternan como parte de un binomio esencial. Las dos caras, quizás, de una artista que busca su espacio en este mundo, su habitación propia.

El cante de Sandra Carrasco aparece en off, y la bailaora evoluciona sola en todo momento, con la única compañía de una iluminación que resulta fundamental para comprender cada una de sus mudanzas

El espectáculo, no obstante, no resulta fácil y, en su austeridad, carece de concesiones. El trío que comanda «Bolita» —perfectamente cohesionado, por cierto— es el elemento escénico más resaltado, pero a la vez apartado en un podio que custodian unas cortinas metálicas. El cante de Sandra Carrasco aparece en off, y la bailaora evoluciona sola en todo momento, con la única compañía de una iluminación que resulta fundamental para comprender cada una de sus mudanzas. La estilizada danza inicial, llena de formas y de una llamativa ligereza, ofrece su silueta a contraluz. De aquella simplicidad pasará a la suntuosidad de los volantes de una bata roja que pide focos, como el cambré de tinte dramático con que cierra el cuadro.

La atmósfera, con la cuerda frotada y los efectos del contrabajo, se torna inquietante al igual que lo hace la danza, de formas angulosas en muchos momentos. Con el baile, guiado por la guitarra y una eficaz percusión, recupera su poder de seducción, sustentado en el de sus pies, pero ofrecido dentro de un discurso decididamente contemporáneo, que redibuja las formas tradicionales. La música flamenca —bulerías, taranto, tangos…— sigue siendo fuente de inspiración, pero se percibe por su aroma, sus ritmos o melodías, y juega a desestructurarse en paralelo a la deconstrucción que desarrolla la bailaora. La lucha de contrarios que esconde el trabajo parece que va a encontrar su síntesis y equilibrio en la soleá, que ejecuta vestida de nuevo de rojo. Es solo un espejismo, el tormento se mantiene en la expresión hasta el final. La obra, como la propia protagonista, resulta coherente hasta en ese último detalle.


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