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Bancos, beneficios y tercera edad


El movimiento de clientes bancarios de mayor edad liderado por el jubilado Carlos San Juan obtuvo hace una semana un éxito relevante con el apoyo público de la vicepresidenta económica, Nadia Calviño, y del gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos. Doblegó la pasividad de la banca en el injusto trato que les dispensa. Las patronales bancarias presentaron al Tesoro un plan de choque para combatir la exclusión financiera que sus propias entidades han generado autónomamente mediante sus despidos masivos, cierres de sucursales y una acelerada digitalización sin acompañamiento a los menos entrenados en el manejo informático. La larga lista de medidas con que se proponen rectificar su desconsideración hacia un segmento de su clientela especialmente fiel durante décadas es ambiciosa. Hoy, lunes, Calviño y Hernández de Cos firmarán el nuevo protocolo con las asociaciones bancarias para el fomento de la inclusión financiera.

Figuran en el plan la ampliación de los autobuses que sirven a los núcleos más remotos, la instalación de cajeros en tiendas y gasolineras, la ampliación de la red de agentes especializados en el segmento desprotegido, los acuerdos con Correos para atender a la España rural… La debilidad de ese plan de choque —voluntario, al menos en los borradores iniciales— es la ausencia total de control independiente sobre el cumplimiento del catálogo de medidas propuestas. Es un punto esencial que pone en cuestión su eficacia y debe ser revisado, después de que durante la Gran Recesión quedara demostrado que la autorregulación del sector bancario no suele ser buena idea. El compromiso de las patronales sobre la labor del Observatorio de Inclusión Financiera puede quedar en nada si su control no está consorciado con los clientes y bajo supervisión pública. El sector bancario acumula ya experiencias fallidas en este ámbito y alguna muy sonada: en pleno estallido de la burbuja inmobiliaria y multiplicación exponencial del problema social de los desahucios por impago de hipotecas, el Gobierno de entonces tuvo la iniciativa de formular un Código de Buenas Prácticas, de carácter voluntario, para que el sector redujese los desahucios, sobre todo mediante daciones en pago. Esa medida apenas resolvió una parte del problema. Algo parecido sucedió en el escándalo de las preferentes. Los bancos podían elegir a los árbitros y escogieron consultoras que en buena parte dependían de sus encargos como clientes.

La racionalidad económico-social de estas compensaciones es obvia. La banca ha cerrado más de 20.000 sucursales (que nadie le había obligado a abrir) desde la crisis de 2008, y 2.488 solo en 2021; ha despedido a 117.000 empleados (más de 18.000 en 2021) y, a la vez, ha cosechado el año pasado beneficios por más de 19.000 millones de euros. Esas cifras mareantes podrían haberse destinado, sobre todo, a aumentar sus ratios de capital y solvencia (en las que España está en el furgón de cola de la eurozona), inversiones productivas y mejora de su servicio. Pero el sector ha enfatizado el reparto de dividendos. Ello, junto a las elevadas retribuciones a sus principales directivos con sueldos ya muy elevados, contrasta en exceso con la evolución de la masa salarial de los trabajadores.


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