La primera visión que tuve de Doña Bárbara fue en función de reestreno en el Teatro Lincoln, cinematógrafo de Prado de María, especie de Santa María de la Ribera caraqueña.
En aquel filme mexicano, estrenado hacía ya veinte años— yo debía andar en los doce—, Doña Bárbara no era una mujeruca sin modales, una latifundista “terrófaga” con hombruno bozo bajo la nariz y un Smith&Wesson 38 al cinto, como es fama en Venezuela que era el original que la inspiró. Por el contrario, era una señora estupenda, bellísima, mundana y enigmática a la vez: María Félix.
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No se me alcanzaba el porqué tenía aquella Artemisa de alabastro e insondables ojos negros que verse expuesta al trato tosco de sus peones, llaneros del Arauca vibrador que iban armados de carabinas 30 30 y hablaban como si acabasen de llegar de Agua Prieta, Sonora. Andando el tiempo supe que aquel desvarío azteca de llaneros venezolanos, filmado en Veracruz, no tenía nada que ver con el exilio de don Rómulo Gallegos, aventado a la Ciudad de México por un golpe militar en 1948.
Rodada en 1943, mucho antes de ser elegido presidente de Venezuela, la película dirigida por Fernando de Fuentes y Miguel M. Delgado, con guion de Fuentes y Gallegos, obedecía a su prestigio continental como novelista y también a su interés de toda la vida por el cine. Gallegos fundó una de las primeras casas productoras de América Latina. Esas circunstancias hallaron eco en el México de Ávila Camacho. Juan Liscano recordaba que Andrés Iduarte, gran amigo tabasqueño de Gallegos, también tuvo su parte en ello.
En bachillerato nos hicieron leer y comentar la novela, publicada por vez primera en febrero de 1929, según esa mayéutica de la secundaria que siempre anda en plan conminatorio: “Cite tres valores literarios y tres valores cívicos de la novela Doña Bárbara, ¿quién es Santos Luzardo y qué simboliza? Dese prisa”. Lo que se llama una verdadera terapia de aversión.
Don Rómulo, es sabido, se hizo invitar por unos amigos llaneros quienes le mostraron la doma en las planicies, la caza del caimán con machete y estaca, los vados de los grandes ríos, los esteros y los palmares, la arepa rellena con picadillo de chigüire —así llamamos al carpincho o capibara—, lo llevaron a un contrapunteo o desafío joropero entre decimistas improvisadores y hasta arrojaron una res viva a un río llanero para que el novelista pudiese cronometrar el tiempo que a un cardumen de pirañas le toma dar cuenta de un novillo. Todo esto ocurrió durante el asueto de una Semana Santa, hace casi 100 años.
Gallegos fue ficha activa del partido de Rómulo Betancourt y no podía dejar de ser blanco de la sorna de los comunistas ilustrados, siempre dispuesta a disminuir los positivismos gradualistas de su programa, la austeridad del viejo profesor de bachillerato, su modo severo de andar por la vida que contrastó siempre con el talante bochinchero de sus compatriotas.
Por allá por los años sesenta y setenta estuvo muy en boga, entre la intelectualidad filomarxista, desdecir con aspaviento de la obra de Gallegos, fulminándola in toto, no solo en razón de los didactismos sociologizantes que la surcan y que, sin duda, embarazan su lectura, sino negándose a acordarle al escritor ningún atributo que no emanase de su abominable filiación socialdemócrata.
Según ese punto de vista, Gallegos no era más que mascarón de proa, un figurón, un conchabado de Betancourt, una censurable operación publicitaria del partido Acción Democrática. Fue en esa sazón que Gabriel García Márquez dejó en suspenso a un panelista “de izquierda”, en el transcurso de un debate público sobre literatura latinoamericana. Ocurrió en Caracas, si no recuerdo mal, en 1970.
Aquel miserable quiso torcer la visita del novelista colombiano y convertirla en ocasión para descalabrar “desde la izquierda” a Gallegos, cargando contra sus frondosos telurismos y sus pequeñoburguesas meditaciones reformistas, comparándolos negativamente con la deslumbrante cosmogonía macondiana.
Recuerdo que Gabo “no pisó el peine” como decimos los venecos. Se limitó a evocar con fervor su propia primera lectura de Doña Bárbara, dejando ver la gozosa memoria que anima a un buen lector cuando pondera con entusiasmo.
García Márquez rescató una imagen galleguiana, con el coquetón añadido de “yo habría comenzado a escribirla desde allí”: el momento en que Santos Luzardo —la civilización, según el catecismo del bachillerato— entra a la oficina de Ño Pernalete, el bárbaro jefe civil de aquella árida comarca, con ánimo de denunciar a Doña Bárbara por abigeato, y sencillamente no encuentra en su oficina al funcionario.
En su lugar se topa con una gallina empollando en el sombrero del Estado ausente. Un buen comienzo, sin duda, para casi cualquier novela latinoamericana.