Un ejemplo claro del sesgo de género que todavía existe en ciencia es fijarnos en los premios Nobel. Hoy día solo hay 4 mujeres premios Nobel de Física, 12 de Fisiología o Medicina y 7 de Química. Si miramos todas las categorías, el Nobel ha sido entregado 889 veces a un hombre y 58 veces a una mujer. Por suerte, en la actualidad ya se está alcanzando la paridad en algunas carreras de ciencia, principalmente en las biosanitarias, aunque todavía queda mucho por hacer en ingenierías, físicas o matemáticas, donde sigue habiendo desequilibrio, que se hace mayor si, en vez de fijarnos en los estudiantes, vamos ascendiendo en la escala académica desde profesores asociados hasta catedráticos. La perspectiva es que muchos de estos problemas se vayan corrigiendo a medida que el recambio generacional vaya avanzando, pero no conviene bajar la guardia. Llegado el momento de tener una ciencia sin sesgos, será la ocasión de no olvidar a las pioneras porque su camino fue muy duro. Todos recordamos a Marie Curie y sus trabajos en física y química. En el campo de la genética existe un nombre que es injustamente desconocido para el gran público, el de Barbara McClintock, la mujer que estudiando el maíz revolucionó la genética.
Barbara nació en Estados Unidos en 1902. Se graduó en Ingeniera Agronómica por la Universidad de Cornell en 1923. Y aquí empiezan los problemas. Su interés era la mejora genética, pero tuvo que realizar el doctorado en Botánica porque el departamento de mejora genética no admitía mujeres. Quiso hacer una estancia posdoctoral después de defender la tesis, pero su beca de estudios fue denegada. El motivo fue que no era recomendable dársela a una mujer porque en cualquier momento podía casarse y dejar los estudios, por lo que habrían desperdiciado una beca. Tuvo que soportar la reprimenda de su director porque había visto anunciado su compromiso matrimonial en el periódico local. En realidad, se trataba de otra Barbara McClintock que no tenía ninguna relación con ella. Parece ser que cuando una mujer se dedica a la ciencia tiene que estar continuamente dando explicaciones sobre su vida privada y contestar preguntas que no le hacen a ningún hombre. Gracias a su determinación, ninguna de estas circunstancias adversas afectó a su producción científica. Se dedicó a estudiar las células del maíz. El primer problema que trató de resolver fue cuántos cromosomas tenía este cereal. Para eso tuvo que desarrollar complicadas técnicas de tinción. Lo que sirvió para contestar otra pregunta fundamental. Todos sabemos que los hermanos, a pesar de que vengan del mismo padre y de la misma madre, no son idénticos (salvo el caso de gemelos univitelinos). En su momento no estaba claro cuál era el mecanismo celular por el que esto sucedía ya que tienen el mismo material genético. El biólogo estadounidense Morgan había descubierto estudiando moscas que, cuando se forman los óvulos o los espermatozoides, ocasionalmente pueden ocurrir entrecruzamientos al azar entre una pareja de cromosomas. A efectos prácticos, esto sería como tener dos barajas de cartas ligeramente diferentes. Las juntamos, las barajamos y las volvemos a separar, de forma que el material genético en cada célula germinal será diferente, mezclando partes del padre y de la madre, y por eso los hermanos no univitelinos no son idénticos. Barbara McClintock fue la primera en demostrar a nivel citológico esta recombinación al observarla en polen de maíz gracias a las técnicas que ella misma había desarrollado previamente. Pero eso no fue lo que le valió el Nobel, sino un descubrimiento de mucha más trascendencia.
Hay variedades de maíz en las cuales cada grano tiene un color diferente. La existencia de estas variedades suponía un misterio para la ciencia. El patrón de herencia de estos colores parecía escapar a todas las leyes de la genética conocidas hasta aquel momento. McClintock fue capaz de descubrir un proceso general estudiando un problema particular. Esta distribución de colores, aparentemente al azar, se debía a que en el genoma, que se suponía estático e inmutable, había elementos capaces de moverse de un sitio a otro. Este descubrimiento fue acogido con incredulidad por la comunidad científica. Pero el tiempo es un juez implacable, que le dio la razón a McClintock y su descubrimiento ha sido fundamental para entender, por ejemplo, el genoma humano. El Nobel llegó, aunque muy tarde, en 1983, 30 años después de la publicación de sus resultados.
España, sin Física ni Química
— Si nos fijamos en los países con Nobel, España no parece estar haciéndolo muy bien en ciencia. No tenemos ningún Premio Nobel de Física ni de Química, solo uno de Medicina, el de Ramón y Cajal (1906), más el de Severo Ochoa, que, dado que cuando recibió el galardón (1959) tenía la nacionalidad estadounidense y realizó toda la investigación en ese país, en muchos rankings se considera estadounidense o se le da la doble atribución.
J. M. Mulet es catedrático de Biotecnología.
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