Durante los años veinte del siglo pasado, se hicieron populares en Estados Unidos los festivales (algunos los llamaban “circos”) aéreos. Hacía poco que había terminado la Gran Guerra. Muchos jóvenes pilotos que habían ganado sus alas a los mandos de aquellos primitivos biplanos habían vuelto a casa. Algunos buscaban una forma de ganarse la vida explotando sus recién adquiridas habilidades. Al fin y al cabo, no había muchos que pudieran presumir de semejante experiencia que llevaba aparejada un aura de valor casi temerario.
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Coincidiendo con el fin de las hostilidades, el ejército americano puso a la venta los excedentes del esfuerzo bélico, ya innecesarios, por un importe ridículamente bajo. Un biplano de entrenamiento Curtiss Jenny, cuyo precio original era de unos 5.000 dólares se ofrecía por 200, todavía dentro de su caja original. Se dice que alguno llegó a liquidarse por solo 50 dólares.
La disponibilidad de aviones baratos y pilotos en paro hizo que los espectáculos aéreos se multiplicasen, d forma casi improvisada. Tras un masivo bombardeo de octavillas publicitarias, aparecían un par de aviones sobre el pueblo que aterrizaban en un campo de labranza (previamente apalabrado con su dueño). Se estacionaban a poca distancia del granero y al día siguiente se organizaba el espectáculo. Podía incluir arriesgadas acrobacias a baja altura, equilibristas que paseaban sobre el ala, transferencias del copiloto de un avión a otro o incluso simulacros de duelos aéreos. En alguna ocasión, en San Francisco se orquestó un bombardeo de un pequeño acorazado de madera anclado en el puerto ante el entusiasmo de la parroquia.
La mayoría de habitantes de los pueblos de las grandes llanuras del Medio Oeste nunca había visto un aeroplano de cerca. Y mucho menos, volado en él. Ahora, por tarifas que iban de tres a cinco dólares, cualquier granjero de Nebraska podía volar un cuarto de hora sobre su pueblo. Cierto que la experiencia tenía su riesgo: En general aquellos aparatos estaban mal mantenidos (lo hacían sus propios pilotos, tratando de escatimar costes todo lo posible). Por otra parte, ya que aquellos vuelos carecían de la más mínima norma o regulación, los barnstormers eran libres de lanzarse a las más arriesgadas maniobras. A veces, con resultados fatales.
Ya no se trata de aventureros individuales, jugándose la vida para poder malvivir de su trabajo; ahora hay equipos de ingenieros, físicos, técnicos (y publicistas) en busca de las mejores soluciones a los problemas que plantea el vuelo
Un siglo después, parece que la historia se repite, pero no a cien metros de altura, sino a cien kilómetros. La competencia entre Richard Branson y Jeff Bezos tiene un aire de circo aéreo, aunque las circunstancias son distintas. Ya no se trata de aventureros individuales, jugándose la vida para poder malvivir de su trabajo; ahora hay equipos de ingenieros, físicos, técnicos (y publicistas) en busca de las mejores soluciones a los problemas que plantea el vuelo fuera de la atmósfera. El objetivo, como entonces, es ofrecer la experiencia a un público dispuesto a pagar por el privilegio de “ir al espacio”. Pero, por supuesto, ya no se venden tickets a cinco dólares.
Por caros que sean los billetes, hay un mercado. No ya en los casi treinta millones de dólares que pagó el anónimo pasajero que acompañará a Bezos el próximo día 20. Eso, a todas luces, parece una exageración, aunque el importe se destine a una fundación sin ánimo de lucro. La oferta de Virgin, a poco más de 200.000 euros es algo más asequible. Y el viaje dura más: una hora, desde despegue a aterrizaje, comparada con el cuarto de hora de Blue Origin, la empresa de Bezos. Cerca de una veintena de españoles ya han reservado plaza.
La viabilidad económica de estas empresas reside en utilizar lanzadores y naves recuperables. El Unity de Virgin es un avión-cohete: despega colgado de la panza de otro transporte mucho mayor que lo libera a 15.000 metros y aterriza planeando como cualquier avión convencional. En tierra, salvo por su doble timón de cola podría confundirse con cualquier jet privado. En cuanto al New Shepard que impulsa la cápsula de Blue Origin, se trata de un cohete sin capacidad orbital, pero que una vez liberada su carga puede volver a posarse suavemente en el suelo frenando la caída con su único motor y desplegando cuatro pequeñas patas que lo mantengan erguido. En ambos casos el vehículo puede reutilizarse docenas de veces.
Una de las claves es que ninguna de las dos naves alcanza velocidad de reentrada comparable a las de los astronautas de verdad. Una cápsula orbital vuela a 27 Mach y al regresar a la atmósfera la fricción del aire genera en su superficie temperaturas cercanas a los 3.000 ºC. Por el contrario, las de Virgin y Blue Origin no pasan de los 4 Mach y, por lo tanto apenas precisan protección térmica.
Richard Branson durante su vuelo, el pasado domingo. En vídeo, el vuelo de Richard Branson.
Distinto es el caso de las cápsulas de Space X (la empresa de Elon Musk). Se lanzan mediante impulsores mucho más potentes que sí les permiten entrar en órbita, con todos los problemas y precauciones que ello implica. Cohetes y cápsulas también son reutilizables. De hecho, el envío de astronautas o cargo a la estación espacial es ya casi rutina.
Musk tampoco ha querido perder el tren del turismo espacial. Para mediados de septiembre está previsto el vuelo de una cápsula Dragon tripulada (y financiada) por Jared Isaacman, que no solo es multimillonario (a sus 38 años se le estima una fortuna superior a los 2.000 millones de dólares, sin haber terminado la escuela secundaria) sino también un experimentado piloto, poseedor de un récord de velocidad alrededor del mundo. Tanto que Elon Musk no ha tenido inconveniente en dejarle los mandos de una de sus naves espaciales. El sueño de cualquier aficionado a la aeronáutica. Aunque no es muy adecuado calificar de aficionado a alguien una de cuyas empresas posee un centenar de aviones militares.
Isaacman viajará con cuatro acompañantes, todos relacionados de una u otra forma con un hospital infantil en Memphis, que ya ha recibido otras donaciones del millonario. No se ha divulgado el precio de los cinco billetes, pero puede estimarse basándose en lo que SpaceX cobra a la NASA por cada astronauta que a la ISS: 55 millones de dólares.
Los cinco, una semana en órbita. Al contrario de lo que sucedió hace veinte años con Dennis Tito (el primer turista espacial de pleno derecho) y otros pioneros en este negocio, no visitarán la estación espacial. Pero tendrán tiempo de sobra para disfrutar de unas vistas literalmente “fuera de este mundo”.
Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa). Es autor de Un pequeño paso para [un] hombre (Libros Cúpula).
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