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Basta de distracciones


Invertimos demasiado esfuerzo en justificar algo tan obvio como los éxitos que ha arrojado la Transición para la consolidación de una España democrática. También consumimos mucho tiempo en subrayar de manera intensa sus defectos, que resultan igualmente visibles, como atestigua parte del deterioro que sufren algunas de nuestras instituciones. Consumir tantos recursos en ejercicios de nostalgia colectiva puede divertirnos mucho y, de hecho, no tendría demasiada importancia si no fuera por las consecuencias que hacerlo provoca para la sociedad y, más aún, para el futuro del país.

Debatir de manera recurrente sobre la Transición tiene gran impacto en quienes están directa y emocionalmente más afectados por un proceso en cuya construcción tomaron parte activa. Hacerlo solo consigue activar una escalada estéril de acción-reacción a cada una de las iniciativas que sobre la misma se plantean. La última ya la conocen. Una enmienda sobre la Ley de Memoria Democrática que ha desatado un debate airado entre los socios de Gobierno y también con otras fuerzas políticas. Sin entrar en el fondo de la cuestión, sólo quiero apuntar lo fastidioso que resulta ese nostálgico empeño de hacer creer que la justicia va a resolver problemas desde una técnica jurídica tan poco depurada como la manejada para el caso concreto. La política, con todo su poderoso instrumental, no debería ser el espacio para agitar emociones sin más resultado a largo plazo que ensanchar el campo de la frustración.

Con todo, los debates expuestos tienen, a mi entender, un efecto todavía más demoledor que el señalado en aquellas otras capas de la población que, por edad, viven el fenómeno con desapego y desgana. Además, en ellas opera el profundo convencimiento de que tales debates en nada contribuyen a mejorar su presente más inmediato y, menos aún, a abrir oportunidades sobre un futuro que se presenta para muchos incierto. Desde esta perspectiva, la recurrente conversación pública sobre la forma de saldar cuentas con nuestro pasado, solo puede servir para acrecentar la indiferencia o el hastío de una parte muy significativa de la sociedad que, sin embargo, debería ser protagonista indiscutible de la agenda política y condicionar sus prioridades.

No se trata, sin embargo, de negar validez a cualquier debate sobre el pasado, ni a trazar una línea divisoria a modo de parteaguas entre el entonces y el ahora. Se trata, más bien, de no quedar atrapados en dinámicas argumentales que capturan fácilmente nuestra atención y nos distraen de la más compleja tarea de configurar futuros esperanzadores. A mi entender, la política debería estar hoy concentrada en diagnosticar esos puntos de quiebre por los que se ensancha una corrosiva desigualdad social capaz de comprometer la sostenibilidad de nuestro sistema político y, desde ahí, acertar con el remedio y la solución. Es este el terreno en el que resulta inteligente concentrar todos los esfuerzos para armar nuevas mayorías encargadas de tejer a tiempo una narrativa de afectos y complicidades intergeneracionales sobre las que apoyar nuestra arquitectura de convivencia futura. Ya vale de distracciones.

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