La actriz noruega Liv Ullmann y el actor sueco Erland Josephson en el plató de la miniserie de televisión ‘Escenas de un matrimonio’, escrita y dirigida por Ingmar Bergman.Sunset Boulevard (Corbis via Getty Images)
“Me gustaría que no nos forzáramos a desempeñar roles que no deseamos, que las relaciones fueran más sencillas y relajadas”, dice una tristísima Liv Ullmann en un primer plano incómodo filmado por Ingmar Bergman para Secretos de un matrimonio. Ullmann (o su personaje, Marianne) está sentada en un horrible tresillo verde chillón, muy del gusto de la época (1973), y viste con recato burgués y mojigatería subrayada. Casi 120 años antes, otra mujer de ficción se apoyaba en el alféizar y se entregaba a sus propios suspiros conyugales: “Antes de casarse, se había creído enamorada: pero como la felicidad que debía resultar de ese amor no llegaba, debía de haberse equivocado, pensaba. Y quería saber qué se entendía exactamente en la vida por las palabras felicidad, pasión y deliquio, que tan hermosas le habían parecido en los libros”, escribió Flaubert desde el punto de vista de Emma Bovary. La Marianne de Bergman quiere desromantizar las relaciones. La Bovary de Flaubert quiere lo contrario, que el aire de las novelas sople un poquito en su vida de clausura, pero ambas mujeres comparten una impotencia: alguien escribe sus biografías con un guion tradicional donde sus deseos no cuentan.
En el siglo largo que separa a ambos personajes se desató el nudo que los oprimía. El feminismo, la democracia y la revolución sexual demolieron el matrimonio y su moralismo, y en la demolición colaboraron con entusiasmo los grandes escritores del XIX, cuyas obras forman un larguísimo alegato contra la hipocresía monógama (Madame Bovary, Anna Karenina y La Regenta, por supuesto, pero también Mujercitas o Cumbres borrascosas). En su serie de televisión, Bergman dio testimonio de sus ruinas y propinó la puntilla final a la institución, obsoleta y tóxica para la época de la minifalda y el rock. A partir de entonces, las sociedades laicas occidentales normalizaron la sexualidad y las relaciones amorosas, concibiéndolas como asuntos privados que nadie tenía derecho a juzgar ni a coartar. Las heroínas de las novelas decimonónicas se hicieron fantasmas que solo se aparecían en algún lugar remoto al que no había llegado aún la señal de la tele. El último acto fue la promulgación del matrimonio igualitario, del que la otrora católica y asfixiante España fue pionera. Por primera vez se podía decir de verdad que todos fueron felices y comieron perdices. Y si no lo fueron y no las comieron fue porque no les dio la gana y pidieron el menú vegano, no porque los curas, los ministros y las Bernardas Albas se interpusieran en su dicha y en su libertad.
La tragedia matrimonial parecía terminada, pero en los últimos años se ha levantado de nuevo el telón para representar un epílogo desconcertante. Hagai Levi, uno de los maestros de la tele contemporánea, acaba de estrenar una adaptación de Secretos de un matrimonio. La acción, la trama y los personajes retratan a la clase media estadounidense del siglo XXI y no a la escandinava de posguerra, pero la tesis de Bergman se respeta en toda su extensión: el matrimonio heterosexual monógamo corrompe, oprime y destruye a las personas. La pregunta es por qué Levi cree que esa postura tiene la misma vigencia en 2021 que en 1973. Entonces aún abundaban las Bovarys y las Kareninas, la homosexualidad vivía en un armario cerrado con siete llaves y cualquier relación que no pasara por el altar tenía que ser clandestina o alegal. En 2021, quien no guste de enredarse en un matrimonio heterosexual lo tiene tan fácil como quienes sueñan con casarse en el Ritz.
Y, sin embargo, la reedición de las ideas de Bergman cae sobre un público receptivo que se ha acostumbrado a creer que un difuso aunque omnisciente poder heteropatriarcal presiona a las mujeres para que se casen con hombres y procreen. Así se promueve desde ciertos ambientes intelectuales y activistas de las nuevas izquierdas, que han encontrado acomodo en varias estructuras de poder, como el Ministerio de Igualdad. Alegatos poliamorosos como la obra de teatro Qué locura enamorarme yo de ti, de Gabriela Wiener, o ensayos como Pensamiento monógamo, terror poliamoroso, de Brigitte Vasallo, o Anarquía relacional, de Juan Carlos Pérez, forman la vanguardia, mientras miles de artículos contra la maternidad y las relaciones convencionales agrandan y ceban el debate. Para estas doctrinas, las relaciones abiertas, múltiples y no convencionales no son solo elecciones libres y privadas, sino manifestaciones políticas de lucha contra la tiranía sexista.
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Si esa dictadura existe, no funciona. La tasa de nupcialidad en España está en su mínimo histórico: 3,51 matrimonios por cada 1.000 habitantes en 2019 (2020 no cuenta en términos comparativos). Desde 1976, año en que el INE empezó a calcular esta magnitud (entonces estaba en 7,18), no ha hecho más que caer, y ni siquiera repuntó cuando el derecho se amplió a las parejas homosexuales en 2005. La nupcialidad en España está por debajo de la media europea, que anda por 5, y muy por debajo de países irreprochablemente democráticos y liberales en cuestiones sexuales como Alemania (5), Dinamarca (5,30) o Islandia (4,60). La tasa de natalidad ha sufrido un desplome acompasado, pero más abrupto, y está en 7,19 nacimientos por 1.000 habitantes. En 1975 eran 18,70.
Tal vez el Leviatán presiona para que nos casemos y tengamos hijos, pero la sociedad española lo ignora alegremente y lleva camino de convertir las bodas y los bautizos en celebraciones marginales de minorías. Lo normal —entendido como lo más frecuente— ya es no casarse ni tener hijos. La revolución sexual ha triunfado en Occidente y esas viejas opresiones sociales son historia de la literatura, por eso los activismos se rebelan contra algo que no existe. Reivindican como formas de rebeldía maneras de amar y de vivir el sexo que ya reciben la protección legal que se espera de cualquier derecho ciudadano en una sociedad abierta, compleja y democrática. Mejor dicho: la policía ya no multa a los novios que se magrean en el parque ni detiene a los homosexuales, sino que los protege, y persigue a quienes los agreden.
Como toda acción tiene su reacción, asoman algunas tímidas vindicaciones de la pareja heterosexual como una forma de transgresión. El matrimonio anarquista, de Begoña Méndez y Josep Maria Nadal Suau, o Un año con los ojos cerrados, de Carmen M. Cáceres y Andrés Barba, son dos libros testimoniales escritos a cuatro manos por parejas que se celebran y disfrutan su condición de tales. Aquí no hay infiernos domésticos.
De ambos libros, El matrimonio anarquista tiene un carácter más de alegato y se adapta mejor a la politización de la vida cotidiana que promueven ciertos activistas de las nuevas izquierdas. Esto indica que la vida privada y sexual vuelve a ser un campo de batalla, lo cual no es una buena noticia y no se combate adhiriéndose a un bando, sino negando la necesidad de la guerra.
Hay quien intenta convertir el amor en una cuestión de militancia, ideologizando hasta sus aspectos más nimios, y esto no es muy distinto de lo que sucedía en las novelas del siglo XIX, donde el matrimonio era una institución política que obligaba a los cónyuges a representar permanentemente un papel y a actuar conforme a criterios de prestigio, decencia y ejemplaridad. La revolución sexual del siglo XX no demolió el matrimonio monógamo, sino su conciencia de superioridad moral y su monopolio sobre las relaciones, y lo hizo mediante la doctrina liberal de vive y deja vivir, como quería el personaje de Liv Ullmann. Si el sexo se rearma de discursos moralistas, volveremos a la oscuridad de los clérigos que señalan qué formas de amor son correctas y cuáles no.
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