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Batalla de Lepanto: “La más alta ocasión que vieron los siglos”

Miguel de Cervantes calificó como “la más alta ocasión que vieron los siglos” lo que en realidad fue una de las batallas navales más cruentas de todos los tiempos. La última en la que se emplearon masivamente galeras, que fueron sustituidas a partir de entonces por los galeones, más rápidos, con mayor potencia de fuego y con cañones en los costados. Las galeras atacaban de frente. En la refriega, Felipe II logró, por primera vez, detener el que parecía un imparable avance otomano en el Mediterráneo. Un total de 46.000 bajas, más de dos centenares de barcos hundidos o apresados, unos 12.000 cristianos liberados de las galeras turcas ―incluidos mujeres y niños― y un enorme botín de guerra fueron su resultado final.

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Cuando se cumplen 450 años de aquel sangriento enfrentamiento, numerosas conferencias, libros, artículos en prensa especializada, exposiciones y hasta una maqueta de casi dos metros de la nave capitana cristiana, La Real, que se expondrá el próximo octubre en el Museo Naval de Madrid, recordarán “la batalla que cambió el destino de Europa”, como asegura el coronel de Infantería de Marina y secretario del Instituto de Historia y Cultura Naval José Cánovas.

Relatan las crónicas que sobre las 7.30 del 7 de octubre de 1571 los 300 barcos de la flota de la Liga Santa ―una coalición formada por la monarquía hispana, los Estados Pontificios, la República de Venecia, la República de Génova, la Orden de Malta y el Ducado de Saboya, con 227 galeras, seis galeazas y unos 70 bergantines― avistaron por primera vez a los de la Sublime Puerta, 210 galeras y otro centenar más de embarcaciones de diverso tipo. La velocidad máxima de las naves movidas por los galeotes se acercaba a los cinco nudos durante un máximo de media hora, por lo que no fue hasta el mediodía cuando ambas armadas se encontraron en posición de atacarse. “Si la victoria hubiese caído del lado otomano, la historia de España y de Europa habría sido completamente diferente. De eso no hay ninguna duda”, sostiene el coronel Cánovas.

Todo empezó, escribe Jesús Argumosa Pila, general retirado de división, en su reciente artículo España en Lepanto, publicado en la revista Ejército, con la toma de Constantinopla (actual Estambul) por los otomanos en 1453. Su éxito provocó el pánico en Europa central y oriental, que se veía incapaz de detener su avance. Incluso, entre 1529 y 1532, Solimán el Magnífico atacó Viena, aunque no logró tomarla. El famoso bollo cruasán, con forma de media luna, lo crearon unos panaderos vieneses para celebrar una posterior victoria cristiana ante uno de los múltiples ataques que siguió recibiendo la ciudad austriaca en las siguientes décadas. Se detuvo así la progresión terrestre, pero no la marítima. Los corsarios berberiscos (Barbarroja y Dragut), más o menos dependientes del poder de la Sublime Puerta, se convirtieron en los dueños absolutos de las plazas del norte de África.

En 1570, los otomanos conquistaron Chipre, el último bastión de la decadente Venecia en el Mediterráneo oriental, lo que forzó al papa Pío V a crear la Santa Liga en la primavera de 1571. Felipe II se hizo cargo aproximadamente de la mitad del coste de la armada (cuatro millones de ducados), además de aportar una flota de galeras y soldados de los tercios de Granada, Nápoles, Sicilia y Moncada. Al mando quedó su hermano Juan de Austria, ayudado por el comendador mayor de Castilla, el catalán Luis de Requesens y el almirante Álvaro de Bazán. En total, la coalición embarcó a unos 80.000 hombres.

Argumosa Pila afirma en su artículo que la estrategia que llevó a la victoria a Felipe II se basaba en tres pilares: “Ir a buscar directamente a la flota enemiga, una única armada a pesar de su diversa procedencia internacional, y la distribución de los tercios entre todas las naves sin tener en cuenta su nacionalidad”. En cada barco se estableció además un doble mando: el comandante del buque, encargado de los movimientos en el mar, y el jefe de la infantería, responsable del combate al abordaje.

Montante bendecido por Pío V que este regaló a Juan de Austria, tras la batalla de Lepanto.KIKE PARA

Juan López Díaz, coronel de Infantería de Marina retirado, señala en otro artículo en la revista Ejército que el lugar elegido para reunir las fuerzas cristianas fue “el estrecho de Mesina [entre Sicilia y la península de Italia], que ocupa un lugar central en el Mediterráneo”. La concentración se inició el 23 de julio, con la arribada de las escuadras de los almirantes Sebastiano Veniero y Marco Antonio Colonna, y finalizó el 5 de septiembre con la llegada de las naves de Álvaro de Bazán.

El barco de combate estrella del Mediterráneo en el siglo XVI era la galera, que contaba a proa con un espolón de unos seis metros de largo, para romper las maderas y los remos del barco atacado. Además, en ella se ubicaba una plataforma de asalto o tamboreta para facilitar los abordajes. La nave iba armaba con un cañón del calibre de 175 milímetros y un alcance máximo de 1.500 metros.

Otro estudio de reciente aparición es Los tercios en Lepanto, del teniente general retirado César Muro Benayas. Afirma que de los 80.000 hombres de la Santa Liga, 50.000 correspondían a la tripulación (remeros y marineros) y el resto a los soldados. La Monarquía Hispánica aportó 20.231 tercios; Sicilia, Nápoles y Lombardía, 5.208 mercenarios; el Imperio Romano Germánico, otros 4.987 infantes a sueldo; Venecia, 1.614 mercenarios y unos 5.000 soldados profesionales; además de presentarse a la lucha 1.875 aventureros de distintas procedencias.

El capitán de navío Marcelino González Fernández explica en su estudio Doctrina y armamento empleado en la batalla de Lepanto que Juan de Austria dividió su flota en cuatro escuadras en línea. En el ala izquierda situó las naves de Agostino Barbarigo, a la derecha a Juan Andrea Doria, en el centro él y en retaguardia o reserva a Álvaro de Bazán. El esquema otomano era parecido. A la derecha, Mohamed Siroco, en el centro Alí Pachá, a la izquierda Uluch-Alí y en retaguardia o socorro Murat Dragut. La flota cristiana se desplegó en forma de media luna, con los extremos exteriores de las alas muy adelantados.

Los abordajes se iniciaron con el lanzamiento de flechas por parte de los arqueros turcos y de dardos provenientes de las ballestas venecianas y genovesas. “El abordaje de una nave, tras el choque de sus cascos, comenzaba con el lanzamiento de los garfios por los aferradores, que los enganchaban en el aparejo o en el castillo de proa, donde, una vez bien sujetos, tensaban los cabos y los mantenían siempre tirantes. Los primeros en abordar destacaban por ir vestidos ligeros y ser los más diestros con la espada; entraban en combate acompañados por los mejores arcabuceros”, escribe Muro Benayas. Eran, tal y como los definió Miguel de Cervantes, recuerda el coronel Cánovas, “los ministros de la muerte”.

Desde las cofas de los mástiles se lanzaban al tiempo barriles llenos de pólvora y brea que, tras haber encendido sus mechas, producían incendios sobre la cubierta de la nave enemiga. Los turcos combatían, además, descalzos, ya que rociaban las cubiertas con aceite o mantequilla para que los cristianos, al saltar a sus naves, tuviesen dificultades para mantenerse en pie.

Iniciado el abordaje, los arcabuceros y los coseletes (soldados de la misma compañía que cogen su nombre de la armadura ligera que portaban) de ambos ejércitos intentaban eliminar el mayor número de enemigos sobre las cubiertas. Los guadañeros cortaban con cuchillas afiladas los cabos de los garfios lanzados por los atacantes; desde las cofas se lanzaba agua hirviendo y las picas se engrasaban para que los enemigos no pudiesen arrebatarlas… “Los muertos eran rápidamente arrojados al mar, para evitar el desánimo”, añade González Fernández.

Armamento original de la batalla de Lepanto, de los tercios y jenízaros, que se expone en el Museo Naval de Madrid.KIKE PARA

En las primeras horas del combate, el caos fue completo. La nave de Juan de Austria, la Real, incluso fue rodeada por varias galeras otomanas. Pero la llegada de los refuerzos de Álvaro de Bazán permitió romper el cerco y embestir directamente a la Sultana de Alí Bajá. Ya era un todo o nada. El espolón de la Real quedó empotrado en la nave enemiga. Los arqueros de refuerzo turcos entraron en acción. En las dos primeras horas, con tercios y jenízaros luchando frente a frente, y con sus dos generalísimos Austria y Bajá empuñando la espada, el enfrentamiento estuvo a punto de inclinarse del lado turco. Sin embargo, 200 hombres de refuerzo de la escuadra del marqués de Santa Cruz equilibraron la batalla. Además, la galera Colonna se unió a la lucha y embistió por la borda a la Sultana. “En el momento más cruento, Alí Bajá cae herido de un arcabuzazo en la frente. Un soldado malagueño le corta de un tajo la cabeza y la ensarta en una pica. Su muerte desencadena el pánico y la victoria cristiana”, describe el militar.

El resultado final fue el hundimiento de 15 galeras de la Liga, con 7.650 muertos y 7.778 heridos, además de un gran botín. La flota otomana perdió 15 galeras y 190 fueron capturadas, aunque su mal estado obligó a hundirlas, además de 30.000 muertos, 8.000 prisioneros y 12.000 esclavos liberados.

Sin embargo, un año después de la derrota, los otomanos reconstruyeron su armada. En 1585, Felipe II y Selim II pactaron una tregua, lo que les permitió, concluye el coronel Cánovas, “enfrentarse con más libertad a otras prioridades estratégicas, pero el miedo al otomano se había perdido para siempre”. “La historia de España”, concluye el vicealmirante Marcial Gamboa Pérez-Pardo, “es la historia naval escrita sobre la mar”.

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