Baudelaire y la modernidad

Itziar Barrios

El primer poema de Charles Baudelaire que leí, siendo apenas una adolescente que ya quería ser poeta, fue Una carroña, ese texto que empieza describiendo en versos descarnados el cadáver de un animal en proceso de descomposición, y termina con la voz del poeta advirtiéndole a la amada que un día también ella —“Oh estrella de mis ojos, oh sol de mi llanura”, según tradujo Andrés Holguín— será eso: restos putrefactos. Para mí, que venía de leer a los poetas románticos, aquello fue una revelación: descubrí que en el arte —para decirlo como las brujas de Macbeth— lo bello puede ser feo y lo feo puede ser bello.

El camino que debió transitar Baudelaire para crear una nueva estética, de la que hace parte esa búsqueda de la belleza en lo sórdido y lo horrible, es tan apasionante como complejo. En su origen está, sin duda, la rebeldía, que le sirvió, como a muchos artistas, de impulso creativo, y que empezó a gestarse en los distintos internados que recorrió, donde padeció el autoritarismo de sus maestros, muchas veces violentos, y la dureza del castigo y la estrechez de miras de una educación religiosa centrada en la amenaza del pecado y la culpa. También a esa rebeldía contribuyó la rigidez de su padrastro, empeñado en hacer de él un hombre de bien, con una carrera convencional y una vida ordenada.

Pero Baudelaire, con tenacidad desafiante, rechazó muy pronto el orden burgués y por tanto la idea convencional de moralidad, familia y trabajo. Sus contemporáneos lo describen como un dandy, un personaje al que el mismo Baudelaire definía como un rebelde, aristócrata de espíritu y cultivador de lo bello. “Un dandy no puede ser jamás un hombre vulgar”, escribió. Refinado, pues, en sus gustos, excéntrico, despilfarrador y bohemio, frecuentador de prostíbulos y tabernas, Baudelaire fue un hombre de excesos y contradicciones, que supo expresar en sus versos la violenta tensión entre su afán de trascendencia —que lo hacía soñar con mundos ideales— y la fría conciencia de ser un “desterrado en la tierra”, y de pertenecer a una sociedad deslumbrada por el progreso, “esta idea grotesca, que ha florecido en el suelo de la fatuidad moderna”, donde el artista empezaba a convertirse ya en un ser marginal, sin lugar ni reconocimiento. Esta irrelevancia del artista, la pérdida de su aureola —que describió en El spleen de París— paradójicamente es lo que le da su libertad. La que él usó para señalar desde sus versos la mezquindad de una sociedad que desprecia lo sagrado.

A pesar de su ataque a “la fatuidad moderna”, que para él no era otra cosa que la forma frívola en que el ciudadano común —y no pocos artistas— parecían entender el término modernidad, reduciéndolo a inventos deslumbrantes como la electricidad o la fotografía, Baudelaire es considerado el poeta que abre la puerta a la experiencia de la modernidad en el arte. Es verdad que pervive en él algo del espíritu romántico, que lo llevó a desarrollar en poemas como La invitación al viaje o El vino de los amantes “el tema romántico de la rebelión y la evasión hasta el último grado de la tragedia”, según acertado análisis de Marcel Raymond. Y también que en Correspondencias, ese célebre poema suyo, se anticipó a la estética simbolista, que iba a buscar en la musicalidad la esencia de la poesía y a recurrir a la sinestesia para mostrar el mundo como “una tenebrosa y profunda unidad”. Pero él va más allá gracias a su aguda mirada, que le permite descubrir una noción de modernidad distinta, más honda y reveladora.

Es en El pintor de la vida moderna, una serie de ensayos críticos publicados por entregas entre noviembre y diciembre de 1863 —cuatro años antes de su muerte— en el periódico Le Fígaro, donde Baudelaire va a desarrollar sus ideas más interesantes. Bajo títulos diversos y sugestivos como Lo bello, la moda y la felicidad, El dandy, o Elogio del maquillaje, aborda distintas aristas de la modernidad, a la que define como “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Si suprimimos de la representación artística lo actual, nos dice, lo particular de una época —la moda, por ejemplo, con todo lo que hay en ella de efímero y cambiante— “caemos forzosamente en el vacío de una belleza abstracta e indefinible”. Baudelaire plantea así que el arte tiene el imperativo de volver imperecedera “la belleza pasajera, fugaz, de la vida de hoy”.

Durante la década de 1860 el poeta, en la plenitud de su producción y de su juventud, fue testigo de la transformación de París, su ciudad amada, bajo el liderazgo del barón Haussmann, su prefecto, que arrasó con cientos de viviendas insalubres, pero muy vitales para dar paso a largas avenidas y extraordinarios bulevares, con los que se quería, en última instancia, demostrar el poderío del Estado bonapartista. Aparece, pues, una ciudad moderna y deslumbrante, que, paradójicamente, junta y divide a pobres y ricos.

En esa ciudad bullente Baudelaire va a encontrar, con fascinación y curiosidad, esa mezcla de lo sofisticado, lo miserable, lo diverso, lo misterioso, propio de lo urbano, y también lo móvil que tanto le interesaba; ahora bien: no es lo meramente externo de esa ciudad lo que le interesa, sino las profundas resonancias de lo colectivo en el individuo, cuya soledad se profundiza en medio de la masa. “Esa multitud, de la cual Baudelaire no olvida jamás la existencia”, nos dice Walter Benjamin en su célebre ensayo sobre el poeta, “no le sirvió de modelo para ninguna de sus obras. Pero está inscrita en su creación como una figura secreta”.

En Los siete ancianos, Las viejecitas o Los ciegos, Baudelaire se sirve del verso para mostrar estos personajes, que “avanzan como autómatas, vagamente risibles”, mientras “ebria hasta la locura/ ríes ciudad, y cantas en un largo mugido”. Pero en El Spleen de París, el verso da paso al que él consideró el vehículo perfecto para hablar de la modernidad urbana: la prosa.

En dedicatoria a Arséne Houssaye, publicada por primera vez en 1862, a manera de prólogo de 20 poemas que llevaban el título de Pequeños poemas en prosa, presenta una especie de arte poética: “¿Quién de nosotros no ha soñado con el milagro de una prosa poética musical, más sin ritmo y sin rima, lo bastante flexible y con los contrastes suficientes para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la fantasía y a los sobresaltos de la conciencia?”. Confiesa, también, que es de frecuentar la ciudad de donde nacen estos poemas.

El 31 de agosto de 1867 Baudelaire murió en París, y fue enterrado en Montparnasse. Sus últimos meses, algunos de los cuales transcurrieron en Bélgica, muy enfermo, fueron bastante penosos. Sufría una afasia cruel y repentinos ataques de cólera, que aterraban a sus acompañantes, y que hicieron que corriera la especie de que estaba loco. Según los médicos murió de “reblandecimiento cerebral” y hemiplejía, enfermedades a las que contribuyeron, también según ellos, su sífilis y su consumo de alcohol y opio. Tenía 46 años y la ilusión, que no pudo alcanzar, de publicar una edición definitiva de Las flores del mal, que incluiría nuevos poemas.

Piedad Bonnett es poeta, novelista y dramaturga, autora, entre otros libros, de Lo que no tiene nombre (Alfaguara).


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