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Cerca de las diez de la mañana de un frío domingo limeño, a pocos días de la celebración de los 200 años de la independencia de estas tierras, Katiuska Ojeda, Kely Alfaro y otras ciclistas han llegado pedaleando al Bulevar de las Patricias, una rambla limeña en honor a las mujeres que, en ese trance histórico y en otros, lucharon sin descanso. O que incluso entregaron su vida.
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“Poca gente conoce su historia”, dice Ojeda, integrante del colectivo Cicleando en Lima, mientras deja un ramo de flores al pie de la estatua de Marcela Castro Puyacahua, una líder indígena que se levantó contra el Virreinato en 1781, junto con Túpac Amaru, y que dos años después fue ejecutada. Para ella y sus compañeras, este pequeño acto tiene una carga simbólica fundamental: dejar constancia, sobre dos ruedas, que la discriminación continúa.
Cuidado con la calle
Reivindican que la actuación heroica de estas mujeres no se consignó tan claramente en los libros y que hoy, incluso en el habitualmente contestatario movimiento ciclístico, hay formas de discriminación que subsisten. Por eso realizan estos paseos y, a la vez, procuran hacer de tal deporte otro territorio para la equidad. Hay datos del uso de este vehículo en Lima que alientan sus esfuerzos.
No existen cifras muy precisas del aumento de usuarios de bicicleta en esta capital, aunque la pandemia ha hecho que el número crezca notablemente. El año pasado, hacia septiembre, el portal Mercado Libre informó de que la búsqueda de bicicletas en línea se había disparado hasta llegar a un pico de 282%. En estos tiempos ya es posible que, en el residencial distrito de Miraflores y en otras zonas, las ciclovías tengan cierto tráfico entre las ocho y nueve de la mañana.
Sin embargo, seguiría sucediendo lo registrado en el 2017, cuando una encuesta virtual hecha por el movimiento Actibícimo y respondida por 2.240 personas, arrojó que el 61,56% de los usuarios son hombres, el 37,9% son mujeres y el 0,54% pertenecen a la comunidad LGTBI. No parece casual. Para ellas no se trata solo de que haya rutas adecuadas, sino de la seguridad. Ni es algo aislado de Perú, también en España las expertas en movilidad piden impulsar carriles bici seguros y potenciar la formación vial para luchar contra una brecha de género que se mantiene desde hace años.
Alfaro, integrante precisamente de Actibícimo, ofrece una explicación al respecto: “En los distritos donde hay más ciclovías y más seguridad, como Miraflores, el uso de bicicletas por parte de ambos sexos es casi equivalente”. No ocurre lo mismo en todos los lares limeños. La sensación de amenaza en la capital peruana sigue siendo constante, y para las mujeres lo es más.
En su tesis de Maestría de Estudios Culturales Resignificación del derecho a la ciudad: inclusión de una agenda feminista en dos ediciones del Foro Mundial de la Bicicleta (Lima, 2018, y Quito, 2019), Nohelia Pasapera cita datos reveladores que retratan ese magno problema.
Una encuesta del Instituto de Opinión Pública de la Pontificia Universidad Católica del Perú arroja que en 2016 un 61,2% de las interrogadas sufrió alguna modalidad de acoso callejero. A eso se suma un estudio de la Fundación Thomson Reuters, de 2019, donde Lima aparece como la quinta ciudad más insegura para ellas, luego de Nueva Delhi, El Cairo, Kinshasa y Karachi.
Menos acoso, más inclusión
Pero hay más. Para Ojeda, Alfaro y sus otras compañeras, la infraestructura ciclística se mantiene en clave androcéntrica. No tanto como las pistas, hechas para el uso frenético —principalmente masculino— del auto. Solo que no están hechas, por ejemplo, en función de las labores de cuidado un rol de género que en el Perú aún es ejercido sobre todo por féminas, como resalta un estudio de la CEPAL.
Como apunta Alfaro, “las ciclovías no están imaginadas para que conecten colegios, hospitales”. No se anticipa que una hija puede ir a cuidar a su padre a un hospital —o una madre a dejar a su hijo en un colegio— usando la bicicleta. Mayormente se construyen para que alguien vaya al trabajo, o para que se movilice el actual enjambre de mensajeros ciclísticos de varias compañías.
Los 226 kilómetros de ciclovías que hay en esta ciudad, y los 75 más que ha ofrecido construir la Autoridad de Transporte Urbano de Lima y Callao (ATU), deberían conectar de acuerdo a ellas centros de salud, colegios, puestos policiales, mercados. De modo que cuando se llegue a los 301 kilómetros anunciados por esta entidad, se haga en una clave más inclusiva.
Al mismo tiempo, esperan más seguridad y un cambio cultural, a fin de que la falta de inclusión y el acoso disminuyan. A la propia Pasapera le siguió un auto por varias cuadras cuando iba por una ciclovía; a Mariella Meza, una activista feminista del ciclismo, un motociclista le contestó malamente, luego de que ella le reclamara por una mala maniobra. A Ojeda también la acosaba un señor, todos los días, cuando pasaba camino a su trabajo. Hasta que tuvo el coraje de pararlo.
Incluso en el Foro Mundial de la Bicicleta (FMB) realizado en Lima en febrero del 2018, se denunció un caso de acoso, dentro del mismo evento, lo que hizo que cobrara más fuerza un Manifiesto, ya preparado con antelación por las activistas. En este se llamó a promover “la movilidad sostenible con alegría y valentía” y a que “se incorporen voces y votos diversos con paridad de género en el proceso de toma de decisiones, planificación y participación”,
Según la investigadora brasileña Roberta Raquel (citada por Pasapera en su tesis), en las versiones anteriores (Medellín 2015, Santiago de Chile 2016 y Ciudad de México 2017), la asistencia femenina superaba el 50%, pero quienes lideraban el evento y exponían eran hombres en un 70%. En el Foro de Lima, el 40% de las mujeres ya tomaba decisiones o daba una ponencia.
“Hay que hacer justicia social con la movilidad dentro de la ciudad”, sostiene Pasapera. Añade que, dado que el movimiento ciclístico es un “movimiento de justicia social”, tendría que tener en cuenta todas las categorías de opresión, entre las cuales están las que se ejercen contra las mujeres, “que son las que han recibido más violencia”. También en el territorio ciclístico.
Creencias que aún ruedan
“En mi comunidad nadie tenía bici”, cuenta Sarita Castro, una socióloga de 36 años que creció en San Francisco de Asís, un centro poblado del distrito de Morococha, ubicado a 146 kilómetros al este de Lima, en la sierra, y a 4.300 metros sobre el nivel del mar. En esas alturas, en medio de la pobreza, apenas quedaba tiempo para criar llamas y ovejas para sobrevivir. Y a pesar de eso también rondaba la discriminación dirigida hacia las chicas.
A contracorriente de lo que muchos usuarios limeños —o de otras partes del mundo— creen, el providencial vehículo no estaba, ni está, al alcance de todos. De hecho, la familia de Castro nunca pudo comprar uno y ella no aprendió a manejarlo, porque además un día su madre le dijo que simplemente no era posible, y que era algo para “machonas” (lesbianas, en lenguaje despectivo).
Más aún. Tanto ella como Maricarmen Panizo —una abogada, de 50 años, y que tampoco sabe montar— escucharon de niñas una vieja leyenda urbana que al parecer todavía sobrevive en algunos ámbitos: “si la manejas, vas a perder la virginidad”. Una creencia que no tiene sustento científico alguno, pero que parece dirigirse a controlar cuerpos y mentes.
Acaso por eso, entre las 29 prohibiciones que los talibanes establecieron para las mujeres, está la de no montar en bicicleta. Lima no es Kabul, en modo alguno, pero en esta ciudad sobreviven viejos prejuicios contra los que se han levantado Castro, Panizo y Ojeda, quien aparte de ser una activista enseña a manejar solo a sus congéneres, en una esquina tranquila de Lima.
“Me percaté que, entre las personas no sabían hacerlo, ellas eran mucho más”, explica ella luego de una bicicleteada por Barranco, un distrito tradicional, en la que los participantes sudan fuerte a pesar del húmedo invierno costero. “He llegado a enseñarle a una señora de 72 años —agrega—, que al final aprendió, y siempre te encuentras que entre los motivos está el machismo”.
Kathy Serrano, una actriz y dramaturga de 53 años, tampoco aprendió a montar de pequeña y su recuerdo es más tormentoso. “Mi mamá me bajó furiosamente de una bicicleta —relata— cuando tendría unos nueve o diez años porque para ella eso era algo que no deberían hacer las mujeres”. Hoy es otra alumna de Ojeda, que está dispuesta a reparar ese viejo asunto infantil.
Pero al mismo tiempo hay casos en los cuales la atmósfera social detiene los pedales. Vanessa Sanz, diseñadora gráfica, tiene poco más de 40 años y dejó este vehículo a los 21, ya que un día cualquiera salió a un parque, cercano a su casa, y de un carro le gritaron groserías irrepetibles. “Ya me asustaba el tráfico de Lima —recuerda—, y eso hizo que no volviera a manejar”.
Equidad sobre dos ruedas
La consecuencia posterior fue que, a pesar de que vivía cerca de su universidad, nunca fue a ella en ese medio de transporte. Pronto quizás tome clases con Ojeda, para reciclarse y volver sobre el pedal. Panizo, por su parte, dice que aprender a montar será su “personal manera de festejar el Bicentenario (de la Independencia del Perú) acabando con un símbolo de opresión”.
Serrano afirma que en sus clases “ha avanzado como nunca en su vida” y Castro, muchos años después, ya aprendió a manejar con Katiuska Ojeda… “Me perdí de tener un poco más de libertad”, sostiene al acordarse de su infancia modesta, en la cual no tuvo bici y menos a alguien que le enseñara a usarla. “Ahora estoy muy feliz —agrega— y siento más independencia cuando me paro en la bici y miro el horizonte”. Es como si, finalmente, hubiera logrado vencer al destino pedaleando.
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