La voz de Bittor Arginzoniz es como un susurro, leve y pausada. Hay que acercar mucho el oído para captar todas sus palabras; reflexiones que ahondan en el oficio de parrillero, el sacrificio en la cocina o los paseos por el valle de Atxondo. “Me gustaría salir a diario, pero el trabajo me absorbe”, comenta en una breve conversación antes de presentar su último libro, Etxebarri x Joselito.
El laureado cocinero, número tres del mundo en la última lista emitida por The World’s 50 Best Restaurants, en octubre, está tranquilo. Tiene las cosas claras. “Nunca he trabajado, ni trabajo, ni trabajaré para estar en ninguna guía”, sentencia. “Mi mayor satisfacción es conseguir la felicidad de todo aquel que se acerca a Etxebarri”. A su lado, asintiendo, se encuentra José Gómez, director general de Joselito, la marca de jamones que bajo el proyecto Joselito Lab ha colaborado con los principales chefs del planeta. En su primera edición lo hicieron con Ferran Adrià y en esta séptima lo hacen con “el último artesano de la gastronomía”, en palabras de Gómez.
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El libro documenta una amistad de tres décadas, que comienza a principios de los noventa, cuando Arginzoniz viaja por primera vez a Guijuelo a comprar jamones y se le da con la puerta en las narices. “No, aquí no tenemos jamones”, le diría Gómez ese día. “Arginzoniz no tiró la toalla y buscó al distribuidor de Joselito en Vizcaya”, escribe en el volumen, publicado por La Fábrica, la periodista Marta Fernández Guadaño, encargada de dar forma a una conversación fluida y rica en detalles, aderezada con las fotografías del maestro Luis de las Alas, especialista en narrar con imágenes la vida de gastrónomos y chefs. Y que desemboca en muchos de los platos que ahora pueden encontrarse en la carta del asador de Axpe, también premiado con tres soles Repsol y una estrella Michelin.
“Ahora estamos en la mejor época, por la temporada de matanza de cerdo ibérico de bellota”, apunta Arginzoniz, en algún instante exultante. Es el momento en el que comienza a enumerar platos como la zamburiña con velo de papada, la chistorra de pluma y ventresca, los guisantes lágrima con panceta, las espardeñas con oreja o el caviar sobre grasa de chuleta. ¿Hay algún producto que se le haya resistido? “Con las brasas funciona todo”, comenta con una leve sonrisa. “Lo más importante es conseguir el producto y luego ya es aplicar la técnica adecuada para conseguir el plato deseado”.
De las brasas al cielo
Etxebarri es un asador atípico. Y lo fue desde sus inicios por el interés de Arginzoniz en hacer de las parrillas un campo de experimentación. El periodo clave, en el que consigue moldear instrumentos y materia prima, es el que va del año 2000 al 2007. Así lo apunta Guadaño: “Comenzó por someter al fuego productos clásicos de la parrilla vasca como el chuletón o el besugo, hasta que fueron entrando poco a poco piezas de marisco, setas, guisantes lágrima, angulas o caviar”. Nunca antes se había vivido algo parecido en la culinaria mundial.
Para ello fabricó su propio instrumental. El primero que lo contó fue el crítico gastronómico Rafael García Santos, que supo ver el valor y riesgo de las iniciativas del parrillero vasco antes de que empezaran a llegar todos los premios. “Víctor [sic] Arguinzoniz ha ingresado en los anales de la historia”, comentaba en su guía Lo Mejor de la Gastronomía, allá por 2005. Para posteriormente dedicarse a describir “sartenes con rejas a la manera de un colador para hacer las angulas sobre las ascuas (…) y besugueras planas y diminutas en las que asa kokotxas y anchoas”. Tres años más tarde se estrenaría en el puesto 44 de la lista 50 Best y continuaría perfeccionando cazos agujereados, cacerolas con depósitos para no dejar perder los jugos o mallas metálicas para pasar por la parrilla.
“Los platos más complicados son las angulas, el mismo caviar, los rabitos o el rebozado de los morros”, apunta sobre una práctica que busca perfumar mediante la leña —nunca el carbón— una serie de recetas que ya forman parte de la historia. “Bittor busca la excelencia siendo muy sutil y elegante”, corrobora Goméz, que unos minutos más tarde volverá a ensalzar su local, situado en un antiguo caserío a los pies del monte Amboto. “Es mucho más que el tercer mejor restaurante del mundo. En Etxebarri vives un festival desde que llegas. Lo difícil es querer marchar. Hay días que he salido de allí a las nueve de la noche”, continúa explicando.
Etxebarri abre todos los días, menos los lunes, a la una y media de la tarde. En ese único horario, Bittor nunca puede faltar al servicio. Detrás cuenta con un equipo de quince personas, donde también se encuentran su hijo, Beñat, y su mujer, Patricia. “Ellos están en la sala. Mi hijo no quiere saber nada de las parrillas, soy muy perfeccionista y en el momento en el que veo que algo está mal, me enfado. Él quiere evitar todo eso”, destaca. ¿Piensa en el final a sus 62 años? “No, no lo pienso. Cuando llegue el momento, pues llegará. Etxebarri acabará conmigo, creo. No lo sé”, concluye dubitativo y con el tono más bajo de lo normal.
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