Bolas, bulos y lobos

A los ocho años Misha se adentró en los bosques belgas para recorrer los 3.000 kilómetros que la separaban del campo de concentración donde estaban recluidos sus padres con la única compañía de una manada de lobos que la alimentó y protegió. Lo reveló en los noventa. Afincada entonces en un pueblo de Massachusetts, abrió su corazón en la sinagoga y el boca-oreja hizo el resto. Llegaron Oprah y las charlas motivacionales; un bestseller y una película.

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En 2008, y como cuenta ahora el documental Misha y los lobos (Movistar+), la millonaria lucha por los derechos de su edificante autobiografía desveló la verdad: no era judía, nunca existió aquel fabuloso viaje por Centroeuropa y mucho menos la manada salvadora, la parte más inverosímil de una historia que nadie osaba contradecir, ¿quién cuestionaría a una víctima del Holocausto? Descubierta, afirmó que no sería la realidad, pero sí era “su realidad” y se había refugiado de manera tan entusiasta en ella desde niña que era incapaz de discernir sus contornos. Nada estimula más el astigmatismo moral que un cheque al portador

La historia se había “salido de madre”, como dice Manel Monteagudo del coma costumbrista en el que se habría mantenido 35 años inmune a la degradación física y el interés mediático. Su relato también era un canto a la resiliencia, sin lobos, pero con esposa abnegada. Maná para redactores hastiados de pandemia y fárrago político.

Cuando el sentido común hizo el trabajo que los medios, cegados por la belleza del engaño, habían obviado, protestamos. Con razón, pero ignorando nuestra responsabilidad en su falta de exigencia. Les hemos acostumbrado a desdeñar todo menos el titular, a limitar nuestro interés a la brevedad de un tuit, y peor, a que si el sesgo ideológico nos encaja, tragaremos lo que nos echen, así sean bolas infantiles, bulos malintencionados o lobos supernanny.

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