El presidente Bolsonaro y su vicepresidente, el general de la reserva Hamilton Mourão, este sábado en la academia militar de Agulhas Negras, en Resende (Brasil).PILAR OLIVARES (REUTERS)
Jair Messias Bolsonaro, presidente de Brasil y capitán retirado del Ejército, ha reaparecido este sábado después de estar ausente de la vida pública desde que Luiz Inácio Lula da Silva le infligió hace casi un mes la primera derrota electoral de su vida. Que fuera por la mínima no la convertía en menos oficial o dolorosa. El escenario para el regreso ha sido cuidadosamente elegido por el ultraderechista: una ceremonia de graduación en la academia militar de Agulhas Negras, que forma a los oficiales del Ejército. Allí se forjó como capitán durante la dictadura y fue allí donde hace ocho años comentó a unos cadetes que quería presentarse a las elecciones presidenciales para llevar a su patria hacia la derecha. El presidente saliente no ha tomado la palabra durante el acto. Tampoco se ha cruzado con los manifestantes golpistas concentrados a las puertas de la academia ubicada en Resende, a medio camino entre Río de Janeiro y São Paulo, porque ha llegado en helicóptero.
“Quién me colocó aquí fue Dios, solo él me saca de la poltrona!”, proclamó el año pasado el ultraderechista en tono mesiánico. Pero no, fueron sus compatriotas. Perdió los comicios más reñidos de la historia de Brasil.
Los temores de que Bolsonaro no abandonaría el poder por las buenas si perdía en las urnas electrónicas se han confirmado. Las Fuerzas Armadas están acuarteladas y no ha habido un asalto al estilo Capitolio de Washington, pero Bolsonaro lleva un mes dando la batalla desde la trastienda contra su derrota electoral, sin exponerse. De un día para otro, el mandatario omnipresente que a diario marcaba la agenda política y el debate público desapareció.
El resultado electoral lo dejó como noqueado. Se encerró en su residencia de Brasilia —un palacio modernista acristalado— y solo ha ido al despacho un par de veces. Vació su agenda oficial, no ha recibido a casi nadie, solo ministros, algún otro alto cargo y a los jefes de las Fuerzas Armadas este jueves. La noche anterior, la máxima autoridad electoral había enterrado su último intento de dar la vuelta a los comicios.
Brasil está inmersa en una atípica transición. De un lado, normalidad absoluta en el traspaso de poderes legal. El equipo del presidente electo, Lula, que ya fue presidente, sindicalista y obrero, se reúne cada día en Brasilia con miembros del Gobierno de Bolsonaro para escrutar las cuentas públicas y los recovecos de la gestión administrativa. El líder del Partido de los Trabajadores (PT), que esta semana fue operado de un nódulo en la garganta, no ha desvelado un solo nombre de su futuro Gabinete.
Del otro lado, persisten las protestas golpistas ante los cuarteles y en carreteras de las que ni los brasileños más informados son muy conscientes porque la cobertura de la prensa local es de bajo perfil. Cunde la preocupación porque las concentraciones son menores pero, en lugares como el Estado de Mato Grosso, corazón de la industria agrícola, se han radicalizado. Y también ofrecen momentos delirantes como las imágenes que los muestran pidiendo ayuda a los extraterrestres con sus móviles. Los movilizados son una pequeña fracción de los brasileños que se creen las falsedades y dudas que machaconamente difunden Bolsonaro, sus hijos y sus aliados. Ante el temor de que el Mundial vacíe las protestas, en grupos bolsonaristas aparecen mensajes como este: “Vamos a salvar la patria, ya veremos la Copa del mundo después”.
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Con su silencio y un único discurso en el que defendió las manifestaciones de protesta, siempre que fueran pacíficas, legitimó a sus seguidores más ultras que para entonces ya estaban a las puertas de los cuarteles pidiendo un golpe para impedir el regreso de Lula al poder. Generar confusión, sembrar el caos, siempre ha sido parte de la estrategia bolsonarista.
Fabio Gentile, investigador del Observatório da Extrema Direita (Observatorio de Extrema Derecha), considera que la persistencia de las marchas “es grave porque demuestra que Bolsonaro ha convencido a una parte de la población de que la dictadura fue un servicio a la nación contra la amenaza comunista”. Destaca que él y sus aliados han llevado a cabo “un verdadero adoctrinamiento con esa estrategia muy autoritaria, golpista y hasta fascista”, explica al teléfono desde Fortaleza. Llevan todo el mandato en campaña para sembrar la desconfianza en las instituciones, atacan sistemáticamente al Tribunal Supremo, el principal contrapeso, y abogan por la eliminación del adversario. Todo planteado desde el ellos contra nosotros.
Los directos por Facebook en los que cada jueves Bolsonaro arengaba a los suyos se acabaron. No tuitea, no emite comunicados y sus cuentas de Telegram, Instagram, etcétera difunden sólo información gubernamental. Aliados y colaboradores han contado a la prensa brasileña que anda retraído, preocupado, que ya no manda mensajes de WhatsApp con el frenesí de siempre. Tiene motivos para estar preocupado. Porque al disgusto por perder tras salir victorioso en las nueve elecciones anteriores se añade que, por primera vez en tres décadas de vida política, el 1 de enero, cuando Lula asuma la presidencia, dejará de tener inmunidad parlamentaria. El temor a ser enjuiciado es más real que nunca.
El silencio no le impidió emprender la batalla judicial. Bolsonaro y el Partido Liberal, con el que concurrió a los comicios, impugnaron el resultado electoral (50,9% para Lula, 49,1% para el antiguo militar) y pidieron que la mitad de los votos de la segunda vuelta fueran anulados por supuestos fallos en las urnas más antiguas. De la primera vuelta ni mención porque lograron los mayores grupos tanto en la Cámara como en el Senado.
El recurso fue rechazado en 24 horas en un contundente fallo que pretende cortar en seco la estrategia de sembrar la desconfianza para debilitar el sistema de votación —y la democracia en general—. Venía a decir que la demanda no tenía ningún fundamento y que el único propósito era dar carnaza a los manifestantes golpistas o, como escribió el juez Alexandre de Moraes “alentar movimientos delictivos y antidemocráticos”. Y además los acusó de litigar de mala fe y les impuso una multa de 22 millones de reales (unos cuatro millones de euros y dólares). El juez tampoco ha dudado en silenciar en redes a destacados bolsonaristas.
El todavía jefe del Estado y comandante supremo de las Fuerzas Armadas intentó embarcar a los militares en su campaña, pero la auditoria realizada por los uniformados no detectó ningún fraude. Lo comunicaron en una nota en la que añadían que tampoco lo podían descartar.
En Brasil se da por hecho que el 1 de enero el ultraderechista no colocará la banda presidencial a su némesis y sucesor. Se especula hasta el infinito sobre quién podría asumir esa tarea. Bolsonaro perderá la inmunidad, pero seguirá teniendo el capital político que otorgan 58 millones de votos (dos millones menos que Lula). La duda es qué pretende hacer con él, si se centrará en liderar una oposición o seguirá concentrado en deslegitimar las instituciones y el Gobierno entrante. Gentile, profesor de la Universidad Federal de Ceará, explica que “el bolsonarismo va a sobrevivir al propio Bolsonaro. Es un segmento bastante amplio y, en el fascismo clásico, el líder podía dejar de hablar, pero el movimiento tenía vida autónoma”.
La primera vez que Bolsonaro regresó a su despacho tras la derrota fue para saludar al futuro vicepresidente, Geraldo Alckmin, un antiguo adversario de Lula de centro-derecha que se ha aliado con él en nombre de la democracia. El encuentro fue breve, cordial. Cuando salía, el presidente le agarró amigablemente del brazo y le dijo: “Por favor, líbrenos del comunismo”.
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