Hay algo más de 1.200 kilómetros de Selydove (región de Donetsk), en el este, a Lviv, en el oeste. Hasta aquí, muy cerca de Polonia, acaba de llegar Alexander. Es una rara avis en un país en el que, mayoritariamente, las mujeres y los niños son los que rompen con su entorno buscando refugio mientras los hombres son los que se quedan. Así es el esquema diseñado por las autoridades de Ucrania para defender al Estado frente a la invasión iniciada por las tropas rusas el pasado 24 de febrero. Pero Alexander, de 40 años, tiene una sola pierna y va en una silla de ruedas que empuja su hija Olena, de 16. Van escasos de equipaje y les acompaña el gato de nombre Biezhik, que significa beis. Él lleva sobre el regazo una caja de zapatos con documentación que considera imprescindible.
Pero no se queja del largo viaje y de las duras condiciones en las que ha de desplazarse. Alexander asegura que los más pesados lastres que arrastra con esta emigración forzosa huyendo de la guerra son los psicológicos. Cuenta ante la estación de trenes de Lviv que dejar atrás a su madre y a un hijo ha sido lo más duro. Padre e hija, como muchos otros de los miles de ucranios que deambulan a diario por este lugar, no tienen un destino fijo. Se han marcado, sin estar muy convencidos, Alemania o el Reino Unido como objetivo. No es porque tengan allí contactos. Simplemente, esperan que les acojan bien. Pura intuición.
Las heridas del alma que sufren las personas que huyen de la guerra o que son víctimas de un proceso migratorio traumático son menos visibles que las físicas, pero no menos importantes. Estas familias están viviendo “un duelo migratorio muy intenso, muy inesperado”, señala desde Barcelona el psiquiatra Joseba Achotegui, ya que “pocos se esperaban esta barbaridad de invadir con tanques Europa”. Este profesor de la Universidad de Barcelona describió hace ya dos décadas el conocido como síndrome de Ulises que, sin ser un trastorno mental, sirve para explicar ese duelo migratorio con estrés crónico y múltiple.
Julia, una psicóloga ucrania voluntaria de 54 años, lleva más de dos semanas escudriñando a los que se bajan de los vagones y pisan desorientados los andenes en la estación de Lviv. Presta especial atención a los convoyes que llegan desde ciudades como Járkov, muy golpeada por las tropas rusas. Es fácil verla, como a otros voluntarios, con su chaleco fluorescente y su acreditación al cuello. Pero ella en vez de comida reparte empatía y calor humano entre los viajeros que se hallan en vía muerta. En este sentido, Achotegui incide en que hay que ir más allá de “las soluciones espirituales y lograr satisfacer también las necesidades físicas” como techo, cama y alimentos.
La cafetería de la estación es estos días lo más parecido a un centro de acogida de refugiados que se topan al llegar a Lviv (700.000 habitantes, antes del inicio de la guerra) con un limbo. En la barra del bar los voluntarios distribuyen bocadillos, refrescos, cafés o alimentos para bebés. En uno de los rincones se ha improvisado algo parecido a una guardería donde los más pequeños amortiguan entre juguetes el tiempo muerto ajenos a la incertidumbre que devora a sus madres. Hasta este lugar ha llegado Elena, de 42 años, procedente de Voznesensk, a 90 kilómetros de Mikolaiv, una ciudad en el frente de batalla abierto en el sur de Ucrania. Viaja con dos de sus hijos, de nueve y 12 años. El mayor, de 22, se ha quedado como integrante del cuerpo de defensa civil. “Tengo el corazón roto”, dice abrazada a uno de los niños en presencia de Julia, la psicóloga, al recordar que ha dejado atrás también a su madre. Hace apenas una hora que Elena ha llegado a Lviv y ya piensa en seguir su camino hasta Polonia, a unos 70 kilómetros, pero su destino tras cruzar la frontera es incierto.
“Lo peor es ver a las madres con los hijos. Los niños están muy asustados. Hablamos tranquilamente, no gritamos. Y, entonces, cuando se calman las madres, los niños se tranquilizan también”, explica la psicóloga voluntaria sin dejar de repetir el gesto del abrazo. Julia es originaria de Crimea, la región ucrania ocupada por Rusia desde 2014, y regenta un gabinete en Lviv especialmente centrado en atender a mujeres. Recuerda de manera especial a un grupo de mujeres que han escapado estos días de Odesa y que ya tuvieron que huir hace ocho años de la guerra en la región del Donbás, en el este del país. Afirma que todas las personas a las que atiende coinciden en algo: su deseo de recuperar cuanto antes la vida perdida, la normalidad, su casa, su entorno… Por eso, comenta la psicóloga, muchos se resisten a alejarse de su entorno porque creen que de esa forma podrán dar marcha atrás en cuanto sea posible. Creen que fuera de Ucrania el hachazo va a ser más fuerte.
En medio de la actual catarsis que vive este país, para Achotegui “hay dos tipos de población, la vulnerable y la que tiene más resiliencia”. “Esa vulnerable es la más problemática desde la salud mental: niños que necesitan protección y viven bajo una situación muy dura, así como las personas con problemas psicológicos previos”, pues hay riesgo de que aparezcan de nuevo. Vinculados al síndrome de Ulises, el profesor ha descrito los que él considera que son los siete duelos de la migración: la familia y los seres queridos, la lengua, la cultura, la tierra, el estatus social, el grupo de pertenencia y los riesgos físicos.
También es posible encontrar estos días en Ucrania a los que cierran filas en medio de las dificultades y logran hacerse fuertes para tratar de llevar mejor el desarraigo impuesto por las bombas. Anelia, de 30 años, se ha sorprendido a ella misma quedándose en su país junto a su marido. Pensó que se iría a los cinco minutos del primer disparo, pero aquí sigue. “Nunca he sido patriota hasta ahora”, cuenta esta empleada de una importante empresa tecnológica de Estados Unidos que, asegura, ya ha recaudado 300.000 dólares (270.000 euros) para ayudar a Ucrania.
“El 24 de febrero ha convertido mi vida en un antes y después. Siempre he seguido guerras en las noticias, pero nada es como seguirla desde dentro. Es un dolor permanente, un estrés permanente porque estás preocupada por tu país, tu familia, tu gente… La primera semana creo que fue la más dura. No podía trabajar, comer o dormir”, comenta al tiempo que agradece las facilidades ofrecidas por su jefe desde San Francisco (EE UU) para adaptar el teletrabajo a las circunstancias actuales. Anelia y su marido, Dimitri, han dejado su piso de alquiler en Kiev y han buscado otro en el oeste de Ucrania.
Exterioriza su angustia mostrando más inquietud por los demás que por ella misma y su pareja. “Aunque estás preocupada por tu seguridad, intento encontrar fuerzas y energía para ayudar a toda mi familia y a toda la gente que pueda. Pienso quedarme aquí, puedo teletrabajar e impulsar la economía de mi país desde dentro, aunque sea con mi sueldo. Comprar productos aquí y ayudar a la gente local. Ayudar a la parte de mi familia que está más cerca de la guerra”, añade en referencia a sus padres, que no han querido salir de su pueblo de las afueras de Kiev. “Para mí, ha sido difícil de aceptar, pero también entiendo que para los mayores es importante estar en su casa y no sentirse refugiados y gente que no tiene hogar”, concluye en un español envidiable, recuerdo de sus veranos en Ciudad Real como integrante de un programa de ayuda a niños de Ucrania. Desde España, su familia de acogida le pide que se marche, pero ella lo tiene claro: se queda “hasta la victoria”.
Mientras tanto, compagina trabajo y ayuda. El pasado miércoles acudió a la estación de autobuses de Lviv a acompañar y despedir a algunos familiares que se iban a Berlín. Minutos antes de subirse al autocar, Irina, de 36 años, se derrumbó en el momento en el que iba a relatar los avatares de su salida del país. Fue su hijo Nazar, de 12 años, el que tomó las riendas y, mostrando una madurez sorprendente, contó cómo fue su salida de Kiev, donde su padre forma parte de la resistencia civil. El chaval explicó cómo mantiene cierto contacto con sus compañeros de clase, aunque en la capital solo quedan tres o cuatro de los 28. “Lo que más echo de menos es mi familia, mi casa y mi gato Tom”, comentó.
Hay estudios realizados durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial en Londres y, posteriormente, en la guerra de Bosnia que concluyen que, a nivel psicológico, los niños están mejor siempre con sus progenitores, aunque sea bajo un ambiente de violencia, explica Achotegui. “Mejor juntos bajo un bombardeo que con el menor aislado en un internado de Suiza”, concluye el psiquiatra.
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